Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos

N° 8. Año 2019. ISSN: 2525-0841. Págs.4-18

http://criticayresistencias.com.ar

Edita: Fundación El Llano – Centro de Estudios Políticos y Sociales de América Latina (CEPSAL)

Unidimensionalidad y hegemonía. Algunas reflexiones críticas sobre la dominación desde un intento dialéctico de interpretación[1]

Unidimensionality and hegemony. Some critical thoughts on domination from a dialectic attempt of interpretation

Guido Galafassi[2]

Resumen

El hombre unidimensional que se produce y reproduce en esta sociedad crecientemente alienante lejos está de poder entenderse a partir de los clises mecanicistas que reducen la explicación fundamentalmente a la base material de las relaciones sociales y que miran la cultura y los procesos de subjetivación solo como un reflejo, enfocando además todo, o casi todo, en el estudio de la clase obrera. Solo un análisis dialéctico estructura-sujeto puede hacerlo, y es un camino que todavía ha dado muy pocos pasos en la historia del conocimiento contemporáneo.

Palabras claves: Alienación, Hombre Unidimensional, Dialéctica y cultura.

Abstract

The one-dimensional man that is produced and reproduced in this increasingly alienating society is difficult to understand from mechanistic schemes. These reduce the explanation fundamentally to the material base of social relations and look at the culture and the processes of subjectivation only as a reflex. Another problem is that they focus everything, or almost everything, on the study of the working class. Only a dialectical structure-subject analysis can do it, and it is a path that has still taken very few steps in the history of contemporary knowledge.

Keywords: Alienation, One-dimensional man, Dialectic and culture.

Enfoquemos ahora el tema del materialismo. `El materialismo inteligente -dice Lenin- se halla más cerca del idealismo inteligente que del materialismo necio´. Esto es así porque el marxismo tomó como elemento esencial la actividad creadora del hombre –que es el tema en el que ha insistido el idealismo- y rechaza absolutamente la concepción del hombre como mero ente totalmente producido por circunstancias externas, que es lo que cree el materialismo vulgar

(Milcíades Peña, Introducción al pensamiento de Marx, 1958)

Introducción: más allá del trabajo

Si seguimos reconociendo la vigencia de la categoría clase social y a la condición de clase como uno de los atributos de todo sujeto social individual, y entendemos a la clase de manera necesariamente ligada a la lucha de clases en tanto proceso en permanente sustentación (es decir, no como una simple definición clasificatoria de los estratos en los que se divide una sociedad ni como coalición que está siempre constituida), el antagonismo será un factor primordial a la hora de interpretar el proceso socio-histórico. Pero antagonismo en un plexo dinámico de lucha de clases debe aparecer siempre asociado con mecanismos de dominación, control social y socialización disciplinar. Y si a su vez reconocemos la complejidad dialéctica de la articulación estructura – sujeto, ya no podremos conformarnos con entender al antagonismo y la dominación en base exclusivamente a la contradicción fundamental entablada por el capital y el trabajo, sino que será necesario ir más allá de las determinaciones/condiciones económicas (sin jamás desconocerlas). Así, el objetivo de este breve escrito será retomar, para fortalecer, ciertas lecturas complejas y dialécticas del proceso social y de esta manera volver a plantear la necesidad de entender la vida humana en sociedad en términos, no de simples y libres elecciones individuales, sino en el marco de un entramado de relaciones de poder. Relaciones estas que se sustentan en relaciones de dominación material, social, simbólicas y culturales y para la cuales la categoría hegemonía (en su versión gramsciana original en tanto articulación entre coerción y consenso) constituye una categoría de amplia cualidad esclarecedora.

El hombre, en tanto ser social, se constituye sin lugar a dudas a partir del trabajo, pero considerar que el ser humano es solo trabajo sería caer en una mirada altamente restrictiva, mucho más al considerar la capacidad humana única de poder recrearse a sí mismo de forma permanente, habilidad que excede largamente al trabajo. Esta condición, definida, por ejemplo, como “antropogénesis” (Avineri, 1968, p.131) nos lleva precisamente a poner en juego la tensión permanente estructura-sujeto y dotar a este último de la interacción indispensable como para no entenderlo como un simple átomo aislado. “Este proceso convierte al hombre en hombre, diferenciándolo de los animales y situándolo en la escala más alta de la habilidad para crear y cambiar las condiciones de la vida. El contenido de esta continua creación, dinámica y cambiante, proporciona el contenido del proceso histórico. Lo que no cambia y no se modifica es la creación histórica en tanto una antropogénesis constante, que deriva de la habilidad del hombre de crear objetos en los cuales realiza su subjetividad” (traducción propia).

El ser humano se dispone con todas sus cualidades de sujeto actuante que se hace a sí mismo y hace la historia. De lo que se deduce que la sociedad óptima ni es aquella en la que reina la competencia individualista bajo la mano invisible del mercado ni aquella otra en la que un régimen autocrático se erige como salvador de la supuesta igualdad; sino una sociedad en la que el hombre puede sentirse libre para actuar como un sujeto, en relación social, antes que para ser actuado como un predicado contingente. El pensamiento más dialéctico es el único que se permite pensar críticamente al trabajo entendiéndolo como esta capacidad del ser humano de hacerse a sí mismo, para diferenciarse de toda posición que entiende al trabajo en tanto cualidad mecánica como relación de fuerzas físicas. El trabajo es creación, razón por la cual el trabajo capitalista está en las antípodas de esta acepción, por cuanto configura sometimiento y alienación. Max Horkheimer (1986, p.32) decía, “Hacer del trabajo el concepto supremo de la actividad humana es una ideología ascética. ¡Cuán armónica parece la sociedad bajo el aspecto de que todos, sin distinción de rango y patrimonio, «trabajen»! Mientras los socialistas mantengan este concepto general, se hacen sostenedores de la propaganda capitalista. En realidad, el «trabajo» del director de un trust, del pequeño empresario y del obrero no especializado, se distinguen entre sí no menos de lo que se distingue el poder de la pena y del hambre”.

Walter Benjamin (1973, p.185), adelantándose varias décadas a lo que luego sería un tópico de discusión muy importante –y que el marxismo solo tuvo muy recientemente la capacidad marginal para incorporarlo a su análisis- sostenía respecto del énfasis marxista corriente sobre el trabajo indiferenciado que “reconoce únicamente los progresos del dominio de la naturaleza, pero no quiere reconocer los retrocesos de la sociedad. Ostenta ya los rasgos tecnocráticos que encontraremos más tarde en el fascismo... El trabajo, tal y como ahora se lo entiende, desemboca en la explotación de la naturaleza, que, con satisfacción ingenua, se opone a la explotación del proletariado. Comparadas con esta concepción positivista demuestran un sentido sorprendentemente sano las fantasías que tanta materia han dado para ridiculizar a un Fourier”.

Más lapidariamente se constituye la referencia que recoge Martín Jay (1974, p.108) en su clásico estudio sobre los frankfurtianos, “Adorno, cuando hablé con él en Frankfurt en marzo de 1969, dijo que Marx quería convertir el mundo en su totalidad en un gigantesco taller”, mostrando quizás de una manera lacerante cierta tendencia del marxismo a reificar de tal modo al trabajo (mecánico) que cae indefectiblemente en una posición que no se diferencia lo suficiente de la concepción capitalista de trabajo, salvo en aquello de la “propiedad (nominal) de los medios de producción”. La lógica de la producción material imperante en los socialismos reales nos muestra a las claras este problema. El trabajo en tanto proceso creativo es clave en la formación del ser humano pero de ninguna manera el ser humano se agota en el trabajo pues su creatividad se expresa en su capacidad de interpretación subjetiva al mismo tiempo que colectiva, en su diversidad de formas de expresión, en sus sentires, en sus procesos de construcción de significados, en su lenguaje que interpreta y expresa al mundo en el que se inserta y su lugar en él. Y también en sus diversas formas de identificarse a sí mismo en relación a los demás, lo que lo lleva a constituir diferentes colectivos sociales y culturales a partir de los cuales se inserta en las relaciones sociales.

Hegemonía: de la unidad-diferencia a la totalidad

Es así que el antagonismo entonces no puede ser entendido solo a partir de la contradicción capital-trabajo que nos impone toda mirada unidimensional, sino que es indispensable considerar la serie compleja y multidimensional de factores, relaciones y dispositivos constitutivos de las relaciones entre los hombres. De aquí que la lucha de clases no puede ser ya más entendida simplemente como la confrontación cuerpo a cuerpo sino como la lógica subyacente de toda conformación social escindida entre detentadores de medios y poder y desposeídos de los mismos, en base a relaciones de dominación y subalternidad (Galafassi, 2017). Dominación y subalternidad que se asientan en una serie diversa y compleja de contradicciones y en relaciones de coerción y consenso que producen y reproducen las condiciones que perpetúan la desigualdad y que generan alienación. Y, en forma concatenada en las sociedades contemporáneas, tienden a las representaciones unidimensionales de las prácticas sociales, licuando los opuestos bajo formas alternantes que aparecen en tanto matices de un mismo patrón de organización y significación.

Es aquí donde vale retomar ciertas reflexiones de Althusser (1967). Se trata de considerar su análisis respecto a la contradicción y la sobredeterminación desde una denotación que quiebra la tradicional concepción monista, para permitir así complejizar el antagonismo al registrar una diversidad de contradicciones con orígenes diferentes, pudiendo atender así las especificidades y la diferencia, examinando las múltiples determinaciones para de esta manera poder dar cuenta de las particularidades en tiempo y espacio. Tomo de Althusser su referencia a la sobredeterminación en términos de la presencia de un conjunto de contradicciones que son las que definen el camino dialéctico del proceso socio-histórico. Que las contradicciones están sobredeterminadas significa que confluyen circunstancias de diversa índole y dimensión en su especificación. Es así que la propia contradicción fundamental siempre estará especificada por las formas y las circunstancias históricas a partir de concebir a lo social como una totalidad compleja de economía, política, ideología y cultura; dimensiones y diferencias que a su vez pueden guardar cierta eficacia/autonomía relativa en la promoción de los antagonismos. Pero pensar la diferencia no implica adoptar el desplazamiento en boga que traslada el eje de la práctica al discurso, tónica dominante en el deconstruccionismo, sino pensar la diferencia en consonancia con la unidad en términos de estructuras complejas de dominación y consenso, de manera de vernos necesitados de pensar la hegemonía. Al mismo tiempo esto solo puede hacerse en consonancia con reconocer diversos niveles de abstracción, en el camino que va de lo abstracto a lo concreto. Es decir que será clave el proceso de pensar en pos de una articulación como reemplazo del esquema antinómico diferencia – unidad. Esta noción de articulación es lo que destaca Stuart Hall (2010) respecto de las ideas de Althusser en relación a la contradicción y la sobredeterminación, en tanto mérito por poder pensar a partir de aquí la unidad y la diferencia de manera dialéctica, dado que si bien es cierto lo del continuo desplazamiento que diferencia la particularidad, al mismo tiempo no podemos negar los procesos de fijación a ejes de generalidad. De aquí la noción de articulación. Pensar en estructuras complejas de dominación y pensar en articulación nos lleva también a retomar la cuestión de la correspondencia necesaria entre estructura y superestructura como una interpretación un tanto forzada y esclerosada. Raymond Williams ya había problematizado este forzamiento y más recientemente también el mencionado Hall lo retoma. Esto no implica, en absoluto, caer en la simpleza contemporánea que plantea que necesariamente no hay correspondencia, sino, por el contrario, y retomando la noción de articulación, se hace necesario comenzar a pensar la estructura compleja como la articulación dialéctica en donde la correspondencia no es mecánica, sino compleja y sobredeterminada. Es decir, que esto implica alejarse de todo determinismo entendiendo por ello un apego ineluctable y universal a leyes naturales que rigen la existencia (si fueran divinas tampoco cambiaría el carácter determinístico). Si, en cambio, tomamos determinación como la presencia que orienta y promueve el proceso, sin que esto implique un resultado asegurado, entonces el carácter de predictibilidad logra un ethos claramente más complejo y adquiere así su carácter dialéctico. Toda postura por la indeterminación, en cambio, solo recae en el supuesto azar de las teorías individualistas-interpretativas en las cuales todo queda supeditado a la voluntad y la capacidad innata de los sujetos en tanto “átomos libres y autónomos”.

En este entramado de unidad-diferencia, la hegemonía será entonces un pilar clave a la hora de pensar el antagonismo y la dominación de una manera complejamente dialéctica en pos de articular unidad y diferencia al mismo tiempo que estructura y sujeto. En Gramsci la categoría hegemonía la encontramos representando una síntesis entre coerción y consentimiento. “El ejercicio normal de la hegemonía en el terreno devenido clásico del régimen parlamentario se caracteriza por la combinación de la fuerza y el consenso que se equilibran en formas variadas, sin que la fuerza rebase demasiado al consenso, o mejor tratando de obtener que la fuerza aparezca apoyada sobre el consenso de la mayoría que se expresa a través de los órganos de la opinión pública, los cuales, con este fin, son multiplicados artificialmente” (Gramsci, 1975, p.135).

A través de la dialéctica coerción-consenso se construye una determinada visión del mundo tanto en el ámbito de lo que el sardo llama la Gran Política como en la Pequeña Política haciendo justamente alusión a esta presencia constante y articulada entre la configuración colectiva y el desempeño privado, cotidiano y personal de los sujetos. Y esta relación dialéctica, además, nunca estará exenta de variaciones ni de contradicciones lo cual implica un proceso permanente de construcción y reconstrucción de sentidos, significados y legitimaciones, procesos en los cuales el lenguaje desempeña un papel destacado por cuanto nombra y por lo tanto destaca hechos y acciones, algunas en desmedro de otras. Es así que todo proceso de construcción de hegemonía implica un proceso de construcción y disputa intelectual y cultural en pos de instalar las clases dominantes una forma de entender el mundo que legitime su dominación. La definición de lo que es verdadero y aceptado en un determinado tiempo y espacio es una construcción sociopolítica e ideológica que se correlaciona dialécticamente con las relaciones sociales en su dimensión material, en lo que los hombres hacen para garantizar su desigual subsistencia. No podemos entender entonces la construcción de hegemonía sin considerar la función de la ideología. Entre muchos otros, Althusser primero y Thernborn más recientemente argumentaron largamente sobre esto. Por su utilidad para esta argumentación apelaré entonces a sus dichos. Para Thernborn (1991, p,13), la ideología “consiste básicamente en la constitución y modelación de la forma en que los seres humanos viven sus vidas como actores conscientes y reflexivos en un mundo estructurado y significativo. La ideología funciona como un discurso que se dirige o –como dice Althusser- interpela a los seres humanos en cuanto sujetos”. Lo de actores conscientes y reflexivos se podría relativizar y complejizar, y es aquí donde precisamente la construcción de hegemonía y su capacidad para convertir el interés particular en un interés universal entra en juego haciendo que lo que parezca consciente y reflexivo pueda no ser mucho más que un “acto reflejo” mediado socialmente a partir de un verdad aprehendida e incorporada acríticamente gracias a la repetición masiva de cierta argumentación y justificación del estado de cosas. El análisis de las “sociedades de masas” que floreció hace varias décadas atrás apuntaba en parte a estas situaciones (Reich, 1973; Curran, 1977; Moscovici, 1985).

Es importante en este punto diferenciar las complejas relaciones asentadas en los procesos de construcción social de hegemonía de cualquier otro concepto de miradas estrechas. Está claro que la hegemonía contiene y expresa lo cultural, lo político y lo ideológico, así como lo universal y lo particular, lo estructural y lo subjetivo. Es decir que la cultura en tanto proceso social en el cual los hombres definen y configuran sus vidas en base a valores e identidades -y mucho más la ideología entendida como un sistema articulado de significados que constituyen si bien la expresión de un determinado interés de clase pero que se expresa complejamente mediado y diverso-, puede imbricarse bajo el concepto de hegemonía. Entendiendo al mismo tiempo, como decía, que este proceso conlleva su contrario en pos de que los sujetos resistan la hegemonía dominante y puedan a cambio construir contrahegemonía de manera colectiva. Esto nos lleva necesariamente a apelar a la idea de totalidad sin la cual cualquier interpretación dialéctica de la realidad queda nadando en agua de borrajas. Y en esto fue claro Raymond Williams (2000, p.130). “Es precisamente en este reconocimiento de la totalidad del proceso donde el concepto de hegemonía va más allá que el concepto de ideología. Lo que resulta decisivo no es solamente el sistema consciente de ideas y creencias, sino todo el proceso social vivido, organizado prácticamente por significados y valores específicos y dominantes”. La diferencia la marca con aquellas concepciones más cerradas de ideología en tanto sistema de creencias y significados relativamente formal y articulado en tanto incluso puede ser abstraído linealmente como una “concepción universal –única-” o una “perspectiva de clase”. Más arriba me refería justamente a una noción de ideología que se presenta bien diferente y que se complementa y conjuga con la noción de hegemonía a la que nos estamos refiriendo, que engarza con la visión histórica de Williams.

Está más que claro entonces, que no podemos dejar de reconocer al proceso de construcción de hegemonía como el conjunto de significados, valores, lenguajes y creencias articuladas, formalizadas y no formalizadas que generan y propagan la/s clase/s dominante/s, no sin contradicciones. Es decir no puede entendérselo nunca como un proceso monolítico sino por el contrario, como un proceso permeado por la interacción múltiple de identidades y sujetos en una trama de poder y que en base al clivaje de clases logra mantener un rumbo que debe consolidar y sostener de forma permanente debido a la lucha en la se desenvuelven las relaciones sociales.

Está claro que la hegemonía no se reduce de ninguna manera a un ejercicio simple de dominación de una clase/s sobre otra/s. De tal manera, no podemos tampoco deducir la conciencia de forma rápida y corriente cual burda derivación de factores estructurales, cual “reflejo”. La hegemonía constituye y se constituye y se comprende en las propias relaciones de dominación y subordinación como totalidad que implica tanto las expresiones de la conciencia intelectualizada y explicitada como aquellas otras formas diseminadas a lo largo de toda la existencia de los humanos en una sociedad, y que se define habitualmente a modo de conciencia práctica. Esto implica, tal la interpretación de Williams (2000, p.131), definir a la hegemonía “como una saturación efectiva del proceso de la vida en su totalidad, no solamente de la actividad política y económica, no solamente de la actividad social manifiesta, sino de toda la esencia de las identidades y las relaciones vividas a una profundidad tal que las presiones y límites de lo que puede ser considerado en última instancia un sistema cultural, político y económico nos dan la impresión a la mayoría de nosotros de ser las presiones y límites de la simple experiencia y del sentido común”.

Así, no podemos considerar a la hegemonía solamente como la expresión acabada de las formas de dominación, subordinación y adoctrinamiento que encaramadas en una ideología articulada sirven como estructura simbólica y cultural de sometimiento. Hablar y pensar en términos de hegemonía implica reconocer antes que nada a la totalidad de la vida y en ésta un conjunto de experiencias, acciones y hábitos privados junto a los significados, esperanzas y perspectivas tanto de las prácticas cotidianas como de aquellas otras que están más allá pero que configuran y definen a las primeras en tanto otorgan valores y legitimaciones. “La hegemonía constituye todo un cuerpo de prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la vida: nuestros sentidos y dosis de energía, las percepciones definidas que tenemos de nosotros mismos y de nuestro mundo. Es un vívido sistema de significados y valores -fundamentales y constitutivos- que en la medida en que son experimentados como prácticas parecen, confirmarse recíprocamente” (Williams, 2000, p.131).

Es así precisamente como se otorga el sentido y la justificación a la vida de los diferentes sujetos inmersos en diferente situación de clase y de experiencia cotidiana. Esto configura un universo de posibilidades de acción que al mismo tiempo excluye otras, para de esta manera configurar un cuadro de prácticas que son consideradas posibles, apartarse de las cuales significaría romper legitimidades tanto impuestas como auto-aceptadas y reconfiguradas.  “Por lo tanto, es un sentido de la realidad para la mayoría de las gentes de la sociedad, un sentido de lo absoluto debido a la realidad experimentada más allá de la cual la movilización de la mayoría de los miembros de la sociedad -en la mayor parte de las áreas de sus vidas- se torna sumamente difícil. Es decir que, en el sentido más firme, es una “cultura”, pero una cultura que debe ser considerada asimismo como la vívida dominación y subordinación de clases particulares” (Williams, 2000, p.132).

Ahora, es necesario desarrollar los últimos términos de Williams que en su formulación parecerían pasar un tanto desapercibidos por ser un comentario casi al pasar. Esta complejidad dialéctica de la hegemonía no constituye una constelación autónoma de autoreferencia, es decir una serie de prácticas que se autolegitiman y se autodefinen sin correlación alguna con la configuración desigual de los sujetos en tanto participes de condiciones que los emparentan en sectores sociales. El proceso de constitución y desarrollo de la hegemonía debe entendérselo en un mundo de relaciones entre dominadores y subordinados; en un mundo donde las relaciones de explotación social guían el proceso de la sociedad. Explotación que en el mundo capitalista tiene un epicentro claro en la dimensión de la producción pero que se explica a partir de la complejidad presente en todos los ámbitos de la vida y la existencia. Es entonces que la hegemonía es compleja, pero también contradictoriamente construida en términos de sostener y legitimar la explotación social y la dominación – que siempre generará un proceso de resistencia-, proceso en el cual obviamente serán las clases que encarnen el rol de clase explotadora aquellas que echaran a andar - no sin idas y vueltas, ensayos y resistencias- las lógicas constitutivas del proceso de dominación y hegemonía, que como dije más arriba no dará descanso y deberá ser sustentado de manera permanente por la reacción contrahegemónica a la cual siempre se enfrenta. Pero además, la existencia misma de los sujetos y las fuerzas sociales van dando formas diversas y alternativas a esta hegemonía de tal manera de configurarse una multiplicidad de caminos posibles en relación a cómo puede ejercerse la dominación. Es entonces que se hace necesario prestar atención a esta condición para entender la multidimensionalidad de los procesos de dominación que conlleva posibilidades diversas de actuación de los sujetos. Como se dijo, por hegemonía podemos incluir dos poderosos conceptos, el de "cultura" como "proceso social total" en que los hombres definen y configuran sus vidas, y el de "ideología", en cualquiera de sus sentidos críticos y dialécticos, en la que un sistema de significados y valores constituye la expresión o proyección de un particular interés de clase. Es por esto que el concepto de hegemonía tiene un alcance mayor que el concepto de cultura por su capacidad para relacionar el proceso social total con las distribuciones específicas del poder y la autoridad. Es así que ya no podemos afirmar, tal como lo hacen las concepciones individualistas, que los hombres definen y configuran por completo sus vidas por cuanto en toda sociedad verdadera existen ciertas desigualdades específicas en los medios, y por lo tanto en la capacidad para realizar esta construcción de prácticas, identidades y de subjetividades. En una sociedad de clases existen básicamente desigualdades entre clases que se construyen a partir de un antagonismo medular. De aquí el necesario reconocimiento de la dominación, la subordinación y la resistencia como aspectos absolutamente relevantes y pertinentes al proceso social total y al proceso de construcción de subjetividades y de constitución de identidades. Esta consideración de la totalidad es lo que nos hace también superar la parcialidad que envuelve al concepto simple y corriente de ideología, así como de clase y de sujeto.  Lo que resulta decisivo no es solamente el sistema consciente de ideas y creencias, sino todo el proceso social vivido por los sujetos en la interacción dialéctica dominación-resistencia. Proceso organizado prácticamente por significados y valores específicos y dominantes, que a su vez tendrá una expresión diferencial, pero de ninguna manera absoluta, entre las clases. Se asume entonces la pertinencia, siempre mediada y reconfigurada, de la noción de perspectiva de clase, como la distinción del proceso social total de acuerdo a la particular adscripción por estructura de vida de los sujetos. De esta manera también queda desterrada la burda teoría del reflejo. La cultura como la política no puede entenderse como la superestructura de los procesos económicos determinantes. La cultura y la ideología en tanto procesos dialécticamente integrados como proceso social total en la noción de hegemonía rompen con cualquier imagen especular y dicotómica entre estructura y superestructura dado que la dominación y la explotación social se expresan necesariamente de manera multidimensional, de lo contrario nunca podrían sostenerse como tal. Por esta razón el maniqueísmo que muchas veces impregna las lecturas que hacen de la explotación y la lucha de clases su eje de análisis (articuladas en general alrededor de un “obrerismo” simplista que desconoce la multiplicidad de otros sujetos) poco favor le hacen a la interpretación de la complejidad dialéctica en la que se desenvuelve la vida en sociedad. La categoría hegemonía entonces nos puede ayudar a leer la multidimensionalidad, pues en interrelación con los procesos materiales de producción y acumulación más las relaciones de antagonismo y sus consecuentes procesos de conflictividad asentados en múltiples contradicciones (Galafassi, 2017) van conformando un entramado que puede dar más cabalmente cuenta de los procesos de la totalidad social. Totalidad dialéctica (Kosik, 1967), que obviamente nunca puede ser abarcada como tal sino solo en muchos de sus procesos particulares, pero siempre debe guiar el análisis y marcar el derrotero de explicación.

Finalizando: unidimensionalidad y reproducción de la dominación

“Nada es tan desalentador como un esclavo satisfecho”
Ricardo Flores Magón, 1920, Cartas desde la cárcel

Vista la complejidad dialéctica del proceso social total en un alto nivel de abstracción, será útil, a modo de cierre (provisional) resaltar, aunque más no sea introductoriamente, la configuración contemporánea de los procesos de hegemonía y dominación en tanto bloque auto-engarzado de múltiples premisas en las que predomina una unidimensionalidad de miradas que se impone a la diversidad aparente. Esto configurará un esquema cada vez más complejo en pos de la generación de estrategias de resistencia y rebeldía. Así, podemos observar que a medida que el capitalismo fue avanzando, fueron avanzando y complejizándose las estrategias de dominación que complejizaron a su vez los procesos de construcción de subjetividades y de constitución de identidades, de tal manera de tornar cada vez más difícil diferenciar las concepciones y representaciones relativamente autónomas de aquellas constituidas en tanto adopción de los significantes y significados devenidos de los procesos de construcción de hegemonía. Razón, entre otras, por la que los procesos de resistencia contemporáneos ven dificultar la construcción de prácticas contrahegemónicas, siendo los mismos “pueblos” quienes eligen “libre y democráticamente” a sus verdugos. La Europa conservadora-socialdemócrata post-68, los EEUU post rebelión de los ´60 y América Latina post-dictaduras de los ´70 (salvo ciertas variantes populistas contemporáneas cada vez más debilitadas) reflejan claramente esta posición, con sucesión de gobiernos que más allá de su definición exterior, aplican siempre, y de manera unidimensional, políticas conservadoras en pos de la concentración económica y de poder de las clases dominantes. Concentración que es avalada una y otra vez por las masas en las elecciones “libres”. Pero vale por cierto acotar que esta complejización se debió en parte al proceso de lucha de clases. Al ganar las clases subalternas y explotadas mejores condiciones de trabajo y de vida, a la luz de las diversas revoluciones sociales de los dos primeros tercios del siglo XX, promovieron la reacción consecuente de las clases en el poder que desplegaron su capacidad en afinar y ocultar paulatinamente tanto los mecanismos de opresión y alienación como la opresión misma. Proceso que se logra a partir de una licuación de los opuestos y su confusión en un diorama unidimensional, en tanto dialéctica de juegos y luces que simulan un movimiento social progresivo pero que sin embargo conduce solo a unívocas metáforas políticas. En síntesis, se fue perfeccionando el proceso de construcción de hegemonía de tal manera de hacer cada vez más perfecto aquel principio base de que la hegemonía es la forma de lograr que las clases oprimidas hagan suyos los intereses de las clases dominantes. Es así que resulta imposible abordar los procesos de construcción de complejos significantes, sin analizar las dinámicas de producción de subjetividades y de procesos sociales, para los cuales se hace necesario remitirse a la dialéctica estructura-sujeto al mismo tiempo que a la dialéctica unidad-diferencia tratada más arriba. Solo apelando a las perspectivas del proceso social total será posible comprender el sumamente sofisticado proceso de relaciones de poder, de dominación política y cultural y del rol que los sujetos desempeñan en él.

En la base de todos estos procesos podemos ubicar al modelo de razón instrumental construido en la modernidad capitalista heredera de la versión más utilitarista del iluminismo. La contradicción entre razón objetiva y razón subjetiva refiere al proceso reduccionista que va de la reflexión sobre la totalidad a la perspectiva unidireccional de aquello que es útil, utilitarismo que impregna de manera creciente los procesos de construcción de subjetividades en las presentes décadas. Es así que el contenido amplio, extenso, abarcador de la razón se vio voluntariamente restringido, en la razón subjetiva, a sólo una porción parcializada y sesgada del contendido original, en donde lo particular reemplazó a lo general. “Al abandonar su autonomía, la razón se ha convertido en instrumento. En el aspecto formalista de la razón subjetiva, tal como la destaca el positivismo, se ve acentuada su falta de relación con un contenido objetivo; en su aspecto instrumental, tal como lo destaca el pragmatismo, se ve acentuada su capitulación ante contenidos heterónomos” (Horkheimer, 1969, p.32). La razón pasa a ser un componente dependiente del nuevo proceso social. El contenido exclusivo que la domina es su capacidad operativa a partir del rol que desempeña en el dominio sobre la naturaleza y sobre los hombres. La clasificación y sistematización de datos es el perfil predominante tendiente a una mejor organización del material de conocimiento. Se ve superstición en todo aquello que pretenda ir más allá de la sistematización técnica de los componentes sociales. Es que los productos de la razón, los conceptos y las nociones, se han convertido en simples medios racionalizados ahorradores de trabajo reflexivo y analítico (Galafassi, 2002). “Es como si el pensar mismo se hubiese reducido al nivel de los procesos industriales sometiéndose a un plan exacto; dicho brevemente, como si se hubiese convertido en un componente fijo de la producción” (Horkheimer, 1969, p.32).

La concreción de esta razón instrumental llega a su perfección, hasta el momento, en el rumbo neoliberal que infiltra todos los aspectos de la vida contemporánea desde el mundo de lo privado hasta la configuración política de los Estados y las economías. Es en este contexto donde se puede visibilizar más prístinamente, a pesar de su efecto de ocultamiento generalizado, como la democracia representativa no es mucho más que un placebo para justificar la opresión. La hegemonía se hace así omnipresente volcando a los sujetos dentro de un guion auto-profético en donde cumplen roles para satisfacer interese ajenos, los cuales creen ingenuamente haber elegido en pos de logar la felicidad propia. Las resistencias, diversas y multitudianarias por momentos, se han referenciado en la lucha contra el “neoliberalismo” como si esta no fuera una expresión epocal de las prácticas históricas de explotación y dominación capitalistas. Muchas experiencias políticas y sociales latinoamericanas hoy nos interpelan claramente desde este lugar. Los casos históricos de México, Chile, Perú y Colombia más la contraofensiva neoconservadora en Brasil y Argentina muestran a las claras la profundización de los mecanismos sociales de opresión y sometimiento de los sujetos individuales en tanto eslabones de la democracia participativa. La lucha y la resistencia no desaparecen, y mucho menos en este presente latinoamericano de fuerte efervescencia político-ideológico y social que enfrenta modelos contrapuestos en el sentido de un capitalismo extremo hegemonizado absolutamente por las lógicas del mercado, y otro regulado en donde la regulación por medio de la política restablezca ciertas prácticas de democracia social. Pero dejar de prestar atención a estos masivos casos de estilización y perfeccionamiento de las prácticas hegemónicas sería un craso error voluntarista, desconociendo cierta producción reflexiva, y en algunos casos, crítica de las últimas décadas (Bell, D., D. MacDonald, E. Shulls, T. Adorno, M. Horkheimer, P. Lazarfeld y R. Merton, 1979). Y en esto, sin lugar a dudas el rol de la masificación de la comunicación y la industria cultural constituye un componente fundamental a la hora de comprender la complejidad de los procesos de subjetivación y producción de sentidos en tanto instrumentos de mantener las desigualdades de clases a través de un proceso selectivo de los significados y la imposición de un armazón preconcebido de valores y verdades (Westergaard, 1981; Murdock y Golding, 1981).

El individualismo como valor intrínseco y naturalizado constituye uno de los ejes de este proceso. Altamente promovido desde la ideología neoliberal, se ha hecho carne en cada una de las subjetividades de aquellos que viven de su trabajo moldeando identidades sometidas a pesar de ser portadoras de un auto-convencimiento al considerarse sujetos con capacidad de “elección libre”[3]. En este entramado, la resistencia encuentra serias dificultades para poder canalizarse y mucho más desde perspectivas radicales. Es que este individualismo extremo de estos años es un caso perfeccionado de la racionalidad instrumental en tanto razón que pone todo bajo la órbita exclusiva de la funcionalidad y la eficiencia de la utilidad productiva, extendiéndolo a todos los ámbitos de la existencia. Existencia que muy útil nos resulta entenderla bajo el señalamiento de “unidimensionalidad” elaborado por Herbert Marcuse. La muerte de la política, tal el credo neoliberal, puede ser entendido como el “cierre del universo político” del pensador frankfurtiano, que se constituye en la dominación y el control de los elementos perturbadores. Además de la concentración creciente de la economía y su sujeción a escala mundial, se destaca la gradual asimilación primero de la clase trabajadora de cuello blanco para dar paso inmediatamente a los trabajadores industriales en un entramado de métodos de dirección en los negocios y las relaciones laborales (organización flexible del trabajo) que se paraleliza y complementa en los patrones de consumo y en los circuitos de diversión y de esparcimiento del “tiempo libre”. La “unificación de los opuestos” es la regla practicada por los poderes hegemónicos, convirtiendo a toda la existencia nada más que en la extensión de la lógica instrumental unívoca del “homo economicus”, que reinaría en un mundo sin contradicciones. Esta sociedad de la administración total, tal le gustaba definirla a Marcuse, es aquella que licua todo proceso de negación de la negación intrínseco a toda mirada dialéctica del proceso social total, para ubicar en su lugar la lógica de la operacionalización de las variables bajo la única premisa de la eficiencia funcional. Pero no se trata solo de un modo de pensar, como podría entenderse según el concepto más contemporáneo de “pensamiento único”, sino de un sentido integral que incorpora y construye un “modo de ser”. El objetivo de este sistema socio-cultural de construcción de un sentido hegemónico es la integración ficticia de los hombres y el ocultamiento de las contradicciones centrales de la modernidad capitalista hasta un extremo en el que ya no quepan residuos marginales que puedan oficiar de punto de apoyo para la corporización de cualquier antagonismo. El germen de todo este proceso de control de la individualidad se genera en la sociedad industrial avanzada “en la que el aparato técnico de producción y distribución (con un sector cada vez mayor de automatización) funciona, no como la suma total de meros instrumentos que pueden ser aislados de sus efectos sociales y políticos, sino más bien como un sistema que determina a priori el producto del aparato, tanto como las operaciones realizadas para servirlo y extenderlo. En esta sociedad, el aparato productivo tiende hacerse totalitario en el grado en que determina, no sólo las ocupaciones, aptitudes y actitudes socialmente necesarias, sino también las necesidades y aspiraciones individuales. De este modo borra la oposición entre la existencia privada y pública, entre las necesidades individuales y sociales. La tecnología sirve para instituir formas de control social y de cohesión social más efectivas y más agradables. La tendencia totalitaria de estos controles parece afirmarse en otro sentido además: extendiéndose a las zonas del mundo menos desarrolladas e incluso preindustriales, y creando similitudes en el desarrollo del capitalismo y el comunismo(Marcuse, 1993, p.25).

Esta noción de unidimensionalidad que todo lo absorbe, todo lo penetra y todo lo imprime bajo su lógica monocorde aprisionando al individuo y ante la cual debe ejercerse la resistencia, reaparece, reconvertida en diversas expresiones y caracterizaciones, una y otra vez en el pensamiento crítico bajo diferentes tópicos, desde Marx hasta Nietzsche en casi todas sus obras, desde Baruch Spinoza (2004) a Rosa Luxemburgo (1977), desde Malcom X a Ernesto Guevara en todas sus prácticas políticas, desde Michel Foucault (1979 y 2007) y Guy Debord (1967) a Frederic Jameson (1991) y Slavoj Zizek (1998), etc. La noción muy contemporánea de “realismo capitalista” remite precisamente a cierta inevitabilidad del presente y del futuro bajo estos parámetros. El totalitarismo convencional que se reconvierte en una carga autoproyectada que va desde la desesperanza masificada hasta el hedonismo nihilista imprimiría la vida de los sujetos en la posmoderna sociedad neoliberal de la cual no pareciera haber salida, según esta mirada. “El latiguillo recoge con exactitud lo que entiendo por realismo capitalista: la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle un alternativa” (Fisher, 2016, p.22). En este capitalismo sin fin donde la desesperanza y la rebeldía se transmutan en consumo y espectáculo, la eliminación de los opuestos también es la regla. “En ese mundo (en referencia al film `Children of men´), como en el nuestro, el ultrautoritarismo y el capital no son de ninguna manera incompatibles: los campos de concentración y las cadenas de café coexisten perfectamente”… “El poder del realismo capitalista deriva parcialmente de la forma en la que el capitalismo subsume y consume todas las historias previas. Es este un efecto de su `sistema de equivalencia general´, capaz de asignar valor monetario a todos los objetos culturales, no importa si hablamos de la iconografía religiosa, de la pornografía o de El capital de Marx(Fisher, 2016, p.25).

Tal el proyecto de máxima de perfeccionamiento de las prácticas hegemónicos en este presente del siglo XXI.

Unidimensionalidad y realismo capitalista sin embargo deben ir de la mano, para su comprensión, de los procesos de construcción de hegemonía y resistencia a los que hacíamos referencia antes. El mecanismo dialéctico coerción-consenso se hace claramente visible y evidente en la sociedad neoliberal y posmoderna por cuanto la explotación social es difícil de ser entendida por los propios explotados debido a que la categoría como tal casi ha desaparecido del conjunto de los significantes y también de los significados en esta era. La abdicación intelectual tiene su importante culpa a este respecto. La explotación social que remite más directamente al plano material de la estructura capitalista se hace casi invisible dado el intrincado juego de la dominación hegemónica que ya no solo oculta sino que hasta ha hecho “desaparecer” el significado de la explotación social.

¿Cómo pueden las masas explotadas y oprimidas comprender su condición de clases serviles para rebelarse, cuando la dialéctica coerción-consenso ha hecho casi desaparecer las nociones de clase y mucho más la de clase explotada que se ocultan bajo una batería interminable de sucedáneos de resignación y desconocimiento derivados de la liquidación de los opuestos y su reemplazo por la unidimensionalidad que construye una falsa felicidad? Efecto que solo puede lograrse a partir de la aceptación primero y la complicidad después de los propios oprimidos, resultado que se logra no en el plano material de la extracción de riqueza vía el trabajo sino en el plano simbólico de la construcción de las subjetividades y la justificación de una dimensión cultural que define aquello existente y creíble de aquello no existente y no creíble. “Por ello, el problema fundamental de la filosofía política sigue siendo el que Spinoza supo plantear (y que Reich redescubrió)[4]: «¿Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su salvación?» Cómo es posible que se llegue a gritar: ¡queremos más impuestos! ¡menos pan! Como dice Reich, lo sorprendente no es que la gente robe, o que haga huelgas; lo sorprendente es que los hambrientos no roben siempre y que los explotados no estén siempre en huelga. ¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de quererlas no sólo para los demás, sino también para sí mismos? Nunca Reich fue mejor pensador que cuando rehúsa invocar un desconocimiento o una ilusión de las masas para explicar el fascismo, y cuando pide una explicación a partir del deseo, en términos de deseo: no, las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario” (Deleuze y Guattari, 1973, p.36).

Corriéndonos de aquel momento histórico del fascismo y adentrándonos en este presente, la pregunta de Spinoza sigue siendo válida. Los enormes movimientos de masas que en estas décadas del más duro egoísmo neoliberal pugnan por sostener los principios de egoísmo competitivo (de interés primordial y casi exclusivo de las clases dominantes) contra toda intención de hacer hincapié en la solidaridad y la cooperación, asociando el primero con la libertad y los dos siguientes con el autoritarismo, son un claro ejemplo de cómo los procesos de construcción de hegemonía constituyen un mecanismo clave a la hora de sostener los procesos de dominación.

Este hombre unidimensional que se produce y reproduce en esta sociedad crecientemente alienante lejos está de poder entenderse a partir de los clises mecanicistas que reducen la explicación fundamentalmente a la base material de las relaciones sociales y que miran la cultura y los procesos de subjetivación solo como un reflejo, enfocando además todo, o casi todo, en el estudio de la clase obrera. Lejos también están las interpretaciones dominantes que actualmente solo pueden ver la dimensión simbólica e identitaria que sostienen la autonomía absoluta de la política y la cultura. Quedará claro entonces que ninguna teoría que mire unilateralmente este proceso complejo puede dar cuenta de los intrincados procesos de dominación y hegemonía, de esta contradicción de seres explotados que niegan primero para elegir inmediatamente su propia explotación. Solo un análisis dialéctico estructura-sujeto puede hacerlo, y es un camino que todavía ha dado muy pocos pasos en la historia del conocimiento contemporáneo. Es el único camino que nos podrá permitir retomar la premisa del Hombre Nuevo, pues este hombre nuevo debe gestarse en contra precisamente de las refinadas prácticas contemporáneas de dominación para construirse en las antípodas de toda perspectiva unidimensional. Sin conocer en profundidad los intrincados caminos de las prácticas hegemónicas, imposible será generar renovadas prácticas de resistencia y rebelión.

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Unidimensionalidad y hegemonía.

Algunas reflexiones críticas sobre la dominación desde un intento dialéctico de interpretación

Guido Galafassi 


[1] Fecha de recepción: 10 de junio de 2018. Fecha de aceptación: 23 de octubre de 2018.

[2] Profesor Titular de la Universidad Nacional de Quilmes – Investigador Independiente CONICET. Director del GEACH - Grupo de Estudios sobre Acumulación, Conflictividad y Hegemonía.

[3] Seguramente que el análisis freudiano de la catexia y contra-catexia más el proceso de la introyección, resignificadas a partir de un análisis sociológico y filosófico, serán de utilidad para la construcción de estas subjetividades instrumentales libres pero no liberadas de las sociedades basadas en la explotación. Talcott Parsons primero (desde una interpretación de lo social exenta de cualquier consideración hacia la explotación), Herbert Marcuse luego y Deleuze y Guattari después (estos tres desde un lugar muy distinto al primero), entre otros, son algunos ejemplos de esta integración categorial para conectar sujeto con estructura en base a la utilización de conceptos del psicoanálisis. Por todo lo dicho en el artículo, sería poco fructífera esta integración teórica sin incorporar la dimensión de la explotación y la construcción de hegemonía para la dominación social.

[4] Se refieren a al conocido estudio de Reich (1973) sobre el fascismo.