Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos

N° 12 (junio-noviembre). Año 2021. ISSN: 2525-0841. Págs.137-147

http://criticayresistencias.com.ar

Edita: Fundación El llano - Centro de Estudios Políticos y Sociales de América Latina (CEPSAL)

 

 

 

Dossier neoliberalismo

Resistir al neoliberalismo o resistir en el neoliberalismo

Resist to neoliberalism or resist in the neoliberalism

 

Candela de la Vega[1]

 

Resumen

Este artículo parte de la preocupación por el avance de los principios de la lógica de gobierno neoliberal sobre las propias prácticas de resistencia. Como hemos estudiado previamente, el neoliberalismo es una forma de gobernar poblaciones que no se detiene simple y automáticamente ante cualquier expresión de oposición; por el contrario, ha encontrado la manera de volver gobernables la expresión de diversidad de oposiciones, descontentos, protestas o rebeliones. De ahí la pregunta: ¿estamos resistiendo al neoliberalismo o resistimos en el capitalismo neoliberal? Este texto se organiza en dos apartados. En el primero, describimos las notas principales de una economía de la conflictividad neoliberal, esto es, la manera en la que el neoliberalismo gobierna las prácticas contestarias, de oposición o descontento. En el segundo apartado, mostramos específicas claves para cualquier práctica dispuesta a desestabilizar o incluso hacer estallar esta economía neoliberal de la conflictividad social. Aquí, situaremos como estratégica la cuestión de una práctica política de solidaridad hacia el interior de los sectores en lucha.

Palabras clave: Neoliberalismo; Lucha social; Capitalismo; Conflictividad social; Solidaridad.

 

Abstract

This article is based on the concern for the advancement of the neoliberal principles of government logic over the own resistance practices. As we have previously studied, neoliberalism is a way of governing populations that does not simply and automatically stop in front of any expression of opposition; on the contrary, it has found a way to make governable different expression of opposition, discontent, protests or rebellions. Hence the question: ¿are we resisting in neoliberalism or are we resisting to neoliberal capitalism? This text is organized into two sections. In the first, we describe the main notes of neoliberal economy of social conflict, that is, the way in which neoliberalism governs opposition, or discontent practices. In the second section, we show specific keys for any practice willing to destabilize or even explode this neoliberal economy of social conflict. Here, we will place as strategic the question of a political practice of solidarity within different social sectors in struggle.

Keywords: Neoliberalism; Social struggle; Capitalism; Social conflict; Solidarity.

 

Introducción

La escena mundial alrededor del COVID-19 nos mostró con claridad que las estructuras de orden y mando del capitalismo global están en crisis, pero aun en crisis, su dominio continúa vigente. Nos referimos al neoliberalismo como modo de gobierno global y transversal del capitalismo. Funcionando con y a través de diversas crisis, agonizando o reconvirtiéndose, recurriendo a una menor o mayor intervención estatal e inversión pública en la economía, el neoliberalismo sigue erigiéndose como la compleja y dinámica arquitectura política de nuestras sociedades. En este sentido, es ese orden de poder que hace posible la continuidad de la acumulación y la extracción capitalista, y que funciona principalmente a partir de la extensión de los principios de la competencia de mercado hacia todos los aspectos y rincones de la vida social; el esfuerzo y la responsabilidad individual de las acciones y resultados sociales; y un tratamiento moral de la desigualdad social que se limita a exaltar la falta de esfuerzos que explica que distintas personas obtengan distintos resultados en el acceso a bienes, servicios u otros “capitales”.

Asimismo, la organización capitalista y neoliberal de nuestras sociedades sigue escupiendo efectos en la profundización de las desigualdades sociales; y cuando no se han agudizado, estas se han visibilizados de modo descarnado durante la crisis sanitaria del COVID-19. En el año 2020, América Latina sumó 22 millones de personas en condición de pobreza (CEPAL, 2021). Más aun, a las históricas y significativas barreras al acceso de las grandes mayorías a los servicios de salud de calidad, el esquema de asignación de vacunas para combatir el COVID-19 no se está desplegando justamente de manera equitativa: en los inicios del 2021, los países ricos habían comprado una cantidad de dosis de vacunas que duplica o triplican la cantidad de su población, mientras que los países más pobres aun no pueden ni garantizar cubrir la quinta parte de sus ciudadanos[2].

Con este escenario, es de esperar que las formas de conflictividad social protagonizadas por aquellos grupos sociales que sufren cotidianamente estas desigualdades tampoco se hayan frenado, aún bajo las conocidas y extendidas medidas de restricción a la circulación y a los encuentros sociales. Con nuevas amenazas y bloqueos, y en condiciones constrictivas para el uso del espacio público, es indebido sentenciar la desaparición o derrota total de los procesos de resistencia ante el evidente deterioro o destrucción de las condiciones de vida que ha producido la “nueva normalidad”. En el 2021, podemos decir que las luchas de los sectores subalternos no se han desvanecido ni en gran parte de este Sur rebelde y, tanto en Argentina como en Chile, en Ecuador como en Brasil, en Bolivia como en Colombia, las insurrecciones registradas –más o menos organizadas, más o menos espontáneas, más o menos reprimidas por las fuerzas policiales y militares– se muestran atravesadas por la denuncia a históricas condiciones de vida extremadamente precarias e insustentables.

Ahora bien, no es posible pensar que la forma en la que se constituyen y expresan los procesos de resistencias y de conflicto puedan quedar al margen de los embates de un modo de gobierno neoliberal. La principal preocupación que da origen a este artículo es que los principios de la lógica neoliberal hayan avanzado considerablemente en permear las prácticas de resistencia y la manera en la que se vuelve gobernables la expresión de oposiciones, descontentos, protestas o rebeliones. Es que, por lo que hemos estudiado previamente (de la Vega & Ciuffolini 2019, 2020A y 2020B ; Ciuffolini & de la Vega 2017), el neoliberalismo es una forma de gobernar poblaciones que no se detiene simple y automáticamente ante cualquier expresión de oposición; por el contrario, justo allí, se dispone a ofrecer un hilo para tensar las mallas sutiles que, en ocasiones, empujan la emergencia aislada de prácticas contestarias, y en otras, el ritmo del conflicto social en su conjunto[3].

¿Estamos resistiendo al neoliberalismo o resistimos en el capitalismo neoliberal? Ensayar respuestas ante esta pregunta no es fácil porque desnuda el inevitable ejercicio de someter a revisión crítica nuestras prácticas de resistencia, de organización y de lucha; y luego, estar dispuestxs a la imaginación política para modificarlas parcial o completamente. Incluso, vale aquí una advertencia: la propagación de la defensa de una libertad de molde individualista es tan potente y atractiva que ha sido capaz de movilizar políticamente también sus propias promesas de emancipación y justicia. Es decir, el neoliberalismo también ha ofrecido alcanzar más libertad y más justicia, y, aunque tras escudriñar esas promesas nos demos cuenta de su limitadísimo alcance y de sus contradicciones internas, no por ello dejan de encontrar eco en sectores dispuestos y convencidos de militarlas.

Con estas preocupaciones, este texto se organiza en dos apartados. En el primero, describimos las notas principales de una economía de la conflictividad del neoliberalismo, esto es, la manera en la que el neoliberalismo gobierna las prácticas contestarias, de oposición o descontento. Vale decirlo anticipadamente: para permitir la acumulación capitalista, el neoliberalismo no anula la manifestación del conflicto y la disidencia; al contrario, la lógica neoliberal gobierna a través de la producción de ciertas formas de conflicto y oposición. En el segundo apartado, explicamos desde qué claves desestabilizar o incluso hacer estallar esta economía neoliberal de la conflictividad, de manera de asegurarnos de resistir al neoliberalismo. Aquí, situaremos como estratégica la cuestión de una práctica política de solidaridad hacia el interior de los sectores en lucha.

Antes de avanzar en nuestro argumento, si todavía quedan dudas de la naturaleza colectiva del pensamiento político, este texto viene elaborándose desde 2018, y es producto de un ciclo más bien descompasado entre lectura y escritura. Nació entre las inquietudes de un seminario optativo sobre neoliberalismo que organizamos y compartimos con estudiantes de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, en la Universidad Católica de Córdoba, en 2018. Durante 2019, fue reelaborado a partir de un intercambio con compañeras del Colectivo de Investigación El llano en llamas: a Mercedes Ferrero, a Erika Saccucci y a Fidel Azarian mi agradecimiento a sus dudas, a sus preguntas, a sus objeciones y a sus respuestas. A su vez, ha recogido reflexiones colectivas de los encuentros de formación y discusión sobre neoliberalismo que llevamos a cabo durante entre 2019 y 2021 con otras y otros compañeros de El llano en llamas. Particularmente, la sección final recoge algunas discusiones vis-à-vis con Alejandra Ciuffolini, que terminaron publicadas en otros artículos más ampliamente[4]. Por último, desde una lectura militante, urgente y no menos comprometida, agradezco los comentarios de Claudio Garrot y Noelia Feldmann a las versiones iniciales de este escrito.

 

Resistir en el neoliberalismo. Sobre una economía de la conflictividad neoliberal

El ejercicio de esta sección consiste en examinar las claves de una economía de la conflictividad, es decir, del modo específico que ha desplegado el neoliberalismo para gobernar el conflicto social y las prácticas de oposición y descontento. En este sentido, de nuestras investigaciones previas hemos reconocido dos estrategias principales de gestión política de las disidencias.

Un primer conjunto de estrategias abarca una dimensión que podríamos denominar como ideológica y que opera principalmente en la creación y reproducción de “sentidos comunes”. Estas estrategias no ocupan ni se centran en el Estado, como aparato administrativo, sino que involucran siempre a una multiplicidad de agentes en relación y, a veces, en contradicción. ¿Qué significa gobernar el conflicto social para este conjunto de estrategias? No significa eliminar o reprimir –a prima facie– cualquier expresión colectiva de descontento u oposición. Antes de eso, el orden político neoliberal produce y reconduce los conflictos sociales a niveles y códigos y sentidos aceptables; los vuelve inteligibles y, por ende, gestionables dentro de las fronteras, códigos y lenguajes de la propia racionalidad neoliberal.

Veamos dos de estas estrategias de gobierno: 

a. La institución de específicas áreas de preocupaciones o reclamos políticos

Lejos de los grandes discursos que la política tradicional contemplaba como preocupaciones sociales legítimas de los sectores sociales subalternos en conflicto (la “autonomía nacional”, el “desarrollo”, la “inclusión social”, la “desigualdad social”, la “emancipación”, los “grandes poderes” o incluso “el imperialismo”), el neoliberalismo fue abriendo el campo ideológico dispuesto a desvanecer esos temas y construir otros sentidos o inquietudes como posibles de ser politizados o reclamados en la esfera pública. En este sentido, y al menos bajo la órbita ya de las formas institucionales democráticas, no hablamos de una desaparición del espacio público o de su achicamiento, sino de su reconducción hacia asuntos sobre los que es esperable y posible que la política se ocupe.

La “vida sana”, los “espacios verdes”, la “salud deportiva”, los “animales”, la “feminidad”, la “libre expresión” de “identidades folclóricas”, la intranquilidad moral por la “corrupción”, la “maldad de los políticos”, la “ecología” o el “cambio climático”. Estos discursos han ido emergiendo como narrativas específicas, con una asignación particular de causas y consecuencias que se desliga de estructuras sociales e históricas; a partir de lo cual se hace más viable representarlos e introducirlos en los mecanismos democráticas existentes, traducirlos en circuitos burocráticos y normativos, y, desde allí, gestionarlos como problemas de política pública focalizadas o sectorizadas.

En ocasiones, el lugar que ocupaba la desigualdad para comprender los efectos de la explotación y dominación capitalista, ha sido reemplazado por un inocuo registro de las “diferencias culturales” que hay que “tolerar”, o en el mejor de los casos “incluir”. Si el problema de las comunidades indígenas de nuestro país es una cuestión de “reconocimiento” –y no una cuestión de legitimidad y acceso a la tierra–; o el problema de las asambleas ambientales es simplemente una “reivindicación folclórica a la Pachamama” –y no la desigualdad e insustentabilidad en la apropiación y la explotación de la naturaleza–; entonces no hay mucho riesgo para un espacio de lo político que admita, debata o se manifieste en la calle todo el tiempo que se desee sobre estos problemas.

 

b. La traducción en términos individuales de los deseos y necesidades sociales

En esta estrategia, advertimos la permeabilidad del neoliberalismo a ciertas demandas de nuevos o ampliados derechos o conquistas que suponen una garantía al ejercicio de la libertad individual como principio del orden ético-político neoliberal. Por nombrar ejemplos en Argentina, el derecho al matrimonio entre personas del mismo género; la interrupción voluntaria del embarazo; la legalización del autocultivo de cannabis para uso medicinal; entre otros. Por supuesto, la sanción de estos derechos constituye importantes victorias al calor de la movilización permanente e históricas de diferentes sectores sociales. Que estas conquistas se cumplan efectivamente sigue preocupando a la movilización y la activación política, cada vez que son atacadas por la crítica conservadora. Pero, lo que aquí queremos advertir es que la remoción de algún tipo de prohibición sobre la conducta individual no resulta tan ajena a la gubernamentalidad neoliberal.

En la lógica neoliberal, habilitar a los individuos estas libertades es coherente con la asignación de una “responsabilidad individual” para comprender –o juzgar– resultados sociales. Son estas libertades individuales la condición de posibilidad de una importante dosis de elasticidad, plasticidad y auto-regulación que se exige en el mundo neoliberal y que se pregonan como “capacidades necesarias” para enfrentar y adaptarse a “posibles” circunstancias adversas. Librados cada vez más a sus propios recursos y a su propia sagacidad, los individuos se ven obligados a idear o gestionar soluciones individuales para sus deseos y necesidades también codificados como problemas individuales. Así, la garantía de esas libertades individuales abre una vía para que, en la cultura política, se desestime el reclamo político y colectivo que rodea el ejercicio real de cada uno de esos derechos.

En este mismo plano, la simbolización del conflicto político en los términos y canales de la institucionalidad jurídica representa uno de los efectos de esta individualización de deseos y demandas. Esto, que se ha venido a llamar la judicialización de la política, conlleva la reducción del conflicto social a los tiempos y formatos de unos aparatos judiciales de dimensiones monstruosas, de caminos kafkianos y de resultados funestos que hacen cada vez más frecuentes prácticas autoritarias y desobedientes a la misma ley que dicen representar y defender. La consolidación de la intervención articulada del sistema judicial y otros aparatos del Estado (el Parlamento, los servicios de inteligencia) con los medios masivos de comunicación y las redes sociales viene operando como la principal vía para ejecutar la persecución, proscripción y deslegitimación de dirigentes de fuerzas políticas progresistas o de organizaciones populares.

 

Consenso + represión

Hasta aquí, el tipo de estrategias a la que nos referimos traducen la máxima neoliberal de gobernar sujetos de tal manera que aparezca como mínima la intervención física y directa. Desde una conocida fórmula foucaultiana (Foucault, 2007), gobernar, en la lógica neoliberal, no significa –en primer lugar– imponer una coacción; sino conducir, orientar conductas, y en el mejor de los casos, producir subjetividades que permitan que los individuos caminen solos –parafraseando la vieja fórmula del viejo Althusser. Reducir lo más posible la coacción; gobernar “pacíficamente”. Con esta impronta, la gubernamentalidad neoliberal parece adquirir un aparente apaciguamiento de la confrontación directa a partir de una promesa de “paz perpetua” –o de al menos “fin de todas las guerras”.

La promesa de una paz perpetua y la gestión jurídica-democrática de los conflictos ha colaborado a ocultar el carácter del neoliberalismo como una fuerza política en disputa antagónica con otras para la instauración y desarrollo de un proyecto político específico. Ya en el acta de nacimiento del neoliberalismo en América Latina, allá por la década de 1970, encontramos una feroz “violencia fundadora”, como dijo Walter Benjamin (2007). Esto que hemos llamado la genética autoritaria del neoliberalismo fue lo que permitió abrir las condiciones de posibilidad para una importante reorganización de la acumulación capitalista, de la jerarquía de sus agentes y núcleos privilegiados de acumulación, y de las instituciones políticas que la gobiernan; del derecho, de las formas de cultura y, por si fuera poco, de las formas de subjetividad.

La insistencia con que algunas miradas definen las técnicas de poder neoliberales solamente como “productivas” nos ponen en guardia contra toda concepción represiva, destructiva y bélica del poder. Dudamos también de los diagnósticos que pretenden describir nuestras sociedades a partir del reinado cada vez más sólido de una violencia que no necesita enemigos ni requiere ejercer la fuerza, y que, por el contrario, parasita en un ideal de libertad y de una subjetividad emprendedora que recluye las prácticas violentas a las psiquis individuales (Han, 2016)[5]. Estas posiciones pueden ser conceptualmente atractivas pero exóticas para los pueblos que todavía en el siglo XXI viven en guerra durante gran parte de su vida e, incluso, exóticas para quienes las declaran. Y definitivamente, no se corresponde con la experiencia que tenemos del capitalismo neoliberal en Nuestra América. Justamente, desde la década de 1970 a esta parte, fueron las luchas y resistencias las que en mayor o menor medida forzaron a activar sistemáticamente los dispositivos de fuerza represiva, y al hacerlo, mostraron esta violencia siempre necesaria y fundamental de la gestión neoliberal de los conflictos y luchas que se le oponen.

En su faceta más carnal y feroz, la activación de la fuerza represiva del orden, la disposición de ir a la guerra, anuncia que los dispositivos de aquel primer conjunto de estrategias de la economía neoliberal de la conflictividad operan al límite de seguir conteniendo, normalizando o canalizando las exigencias y reclamos de las resistencias que se le enfrentan. Comprender lo anterior exige dos aclaraciones precisas. Primero, que el uso de la violencia y la producción del consentimiento, más que antitéticos o contradictorios, aparecen estrechamente combinados en dosis y estrategias diversas en el ejercicio del poder neoliberal. Segundo, que la guerra no consiste solamente en batallar –como dijo Hobbes[6]– sino que también describe aquellas situaciones en las que no podemos garantizar que no seremos atacados o dañados. En esta concepción amplia, la guerra es la ausencia de garantías para la posibilidad y continuidad de la vida.

El neoliberalismo armado y siempre dispuesto a ir a la guerra no tiene mejor prueba que la actual crisis colombiana que explotó en abril y mayo del 2021. La insurrección popular ha cuestionado no sólo una reforma tributaria sino una histórica situación de miseria y precariedad, pobreza y violencia en la mayor parte de sus ciudadanos y ciudadanas[7]. Y el saldo es escalofriante: entre el 28 de abril y el 1 de mayo al menos 940 casos de violencia policial: 672 detenciones arbitrarias, 21 víctimas de violencia homicida, 30 casos de disparo con arma de fuego y cuatro casos de violencia sexual[8]. Colombia, además, fue el segundo país con mayor gasto militar de la región, después de Brasil, durante el primer año de pandemia[9].

Agudizado en un contexto de desaceleración económica y disputas geopolíticas, el carácter autoritario y violento que viene mostrando estos últimos años, ya estuvo siempre en el ADN del neoliberalismo. Y si vamos a cuestionar o batallar contra su condición hegemónica –insisto, en tanto forma de gobierno de un determinado modo de producción capitalista–, entonces no podemos dejar de traer a la memoria que la consagrada fórmula de la hegemonía gramsciana (Gramsci, 2010). En tanto concepto que nos permite entender el ejercicio de la dominación en sociedades capitalistas, cualquier hegemonía es siempre una combinación histórica y contingente tanto de consenso como de fuerza.

Y en esto, es la resistencia colectiva la única que una y otra vez puede provocar la apertura de un umbral donde el neoliberalismo así como no puede seguir conteniendo la lucha social en los códigos aceptables de su dispositivo de gestión; tampoco puede seguir ordenando los procesos de explotación y acumulación. Por eso, la fuerza represiva contra estas luchas, cuando aparece, expone tanto una crisis de la economía neoliberal de la conflictividad como del capitalismo como proyecto sustentable y equitativo.

 

¿Y dónde ancla la fuerza de resistir al neoliberalismo?

Para resistir al neoliberalismo, debemos primero dejar en claro qué es aquello que su economía de la conflictividad busca camuflar, reducir o reconducir: la conflictividad inherente a la forma de acumulación capitalista.

Lo primero que debemos dejar en claro es que, en las sociedades capitalistas, es constante –e irrenunciable para la práctica emancipadora– la posibilidad que emerjan diversidad de luchas sociales con capacidad de desnudar y vulnerar las actuales bases de la acumulación y explotación. Esta posibilidad está inscripta ya en la diversidad de las contradicciones que caracterizan la también múltiple manera en la que el capitalismo organiza la producción-acumulación a nivel global: el capital necesita, para reproducirse, extraer y mercantilizar volúmenes suficientes de naturaleza; precarizar y despojar cuerpos; saquear y desposeer territorios; y explotar y extraer valor constantemente del trabajo remunerado y del no remunerado. Esta explotación y acumulación representa una tendencia constante, expansiva y asombrosamente adaptativa. Pero, además, la acumulación y mercantilización capitalista se extiende por, se apoya en o se opone a todo un conjunto de relaciones culturales, étnicas, políticas, legales, territoriales, lingüísticas. Por eso, el capitalismo no es solo un sistema o un modo de producción económico: es también un orden social que se gobierna a partir de la estructuración de relaciones sociales de manera racista y patriarcal, que agudiza la separación entre humanidad y naturaleza; y que, simultáneamente, hace posible y constriñe demandas democráticas y transformadoras.

Con esta dinámica compleja, el capital logra reproducir de manera ampliada la acumulación y ello genera relaciones desiguales e injustas entre distintos grupos sociales: quienes trabajan pero no son dueños de lo que producen, y quienes no trabajan pero son los dueños de lo que otrxs producen; entre quienes trabajan y reciben un salario por ello, y quienes no reciben salario, pero también trabajan; entre quienes habitan la tierra y quienes reclaman la propiedad del suelo pero sin habitarlo; entre otras. Estas relaciones de desigualdad son inmanentes a las sociedades capitalistas, aun cuando no se expresen abiertamente en el espacio público como lucha entre sectores sociales o, quizás, como lucha de clases.

Pero cuando sí se expresan, el capitalismo y su característica definitoria –la división desigual entre las personas– reaparece en la voz y en el cuerpo de tanta lucha que nos devuelve el reflejo histórico de Nuestra América despojada, saqueada y humillada. En el medio de aquella constante fuerza de codificación neoliberal del conflicto en términos individuales y de solución “técnica” e “individual” de los problemas sociales, aquella forma potente de conflictividad social será la que pueda reunir a colectivos, organizaciones o asambleas en una denuncia común de las insoportables e injustas consecuencias sobre la vida que tiene el arraigo de relaciones de expropiación y dominación capitalista sobre el trabajo productivo y reproductivo, las identidades sexuales y étnicas, sobre territorios y sobre la naturaleza.

En un escenario latinoamericano de múltiples demandas y procesos contestatarios, es posible entender que cada lucha desnuda un aspecto particular de la genética común de las relaciones sociales capitalistas y se nos presentan como puntos de insurgencia en la malla de poder diversa y compleja del capitalismo neoliberal actual. La necesidad de una política de alianzas hacia el interior del campo subalterno se muestra urgente ante la preocupante avanzada de la ideología neoliberal que no ha hecho más que devastar las condiciones y sentidos para poder “luchar juntos”.

Justo aquí, la solidaridad como práctica política tiene una fuerza expansiva pues habilita la producción de acercamientos y confluencias con otras luchas en un mismo espacio político común que resulta estratégico para la derrota al capital.  La solidaridad emerge en el momento exacto en que diversos colectivos en lucha se dan a sí mismos el objetivo común de luchar contra el capital que, como dice Bensaïd, asume la “construcción de convergencias para las que el capital es el principio activo, el gran sujeto unificador” (2013, 102). Justo en ese punto, la solidaridad se nos aparece estratégicamente como ese antídoto contra políticas sin principios o sin proyectos, contra acciones sin continuidad, contra improvisaciones a diario y bajo la urgencia de la coyuntura; es que la solidaridad así pensada expone siempre la necesidad de un movimiento permanente para derrocar el orden del capital, y al mismo tiempo, un termómetro para determinar lo que acerca a ese objetivo, o lo que nos aleja de él.

En una operatoria que promueve el individualismo como cultura política y la sectorialización de las demandas sociales, la balcanización de sujetos, de demandas y de espacios institucionales y no institucionales de protesta es un hecho. Y por eso, producir una praxis política de solidaridad alrededor de las resistencias al capitalismo neoliberal debe ser capaz de vérselas con este carácter plural de las luchas sin retroceder a reduccionismos y esencialismos. La solidaridad a la que nos referimos, pues, no conlleva una homogenización de sujetos ni su jerarquización o subsunción; su valor radica en el sentido estratégico-político que aporta a la confluencia de sujetos en lucha frente a la potencia sobredeterminante del capital.

Entonces, y en este escenario de pandemia, no hay ninguna crisis de la que nos hace falta salir; hay una guerra contra el capitalismo neoliberal que nos hace falta ganar y su intensidad dependerá de la fuerza y la solidaridad de la resistencia que le opongamos. La crisis actual abre el campo de los posibles, pero no garantiza las condiciones de su propio desenlace. Si aún queda o no margen para que no seamos nosotrxs lxs que otra vez paguemos los costos de una nueva crisis, es un asunto que depende de las bases de solidaridad de los sectores en lucha sobre las que organicemos nuestra batalla.

 

Bibliografía

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[1] Dra. en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires), Mgter. en Administración Públicas (IIFAP-Universidad Nacional de Córdoba), Lic. en Ciencia Política (Universidad Católica de Córdoba), Docente (UNC y UCC), Investigadora (UCC).

[2] Con datos de la Universidad de Duke, el medio argentino La Nación informó en febrero de 2021 que, en el promedio mundial, “Los países ricos tienen el 55% de las vacunas compradas, mientras que los pobres el 8%” (En: https://www.lanacion.com.ar/el-mundo/desigualdad-de-vacunas-los-paises-que-tienen-mas-dosis-aseguradas-y-los-que-menos-nid27022021/ ) Aporta en la misma línea el portal francés DW Akademie publicó en febrero de 2020 que “Casi la mitad de los más de 200 millones de vacunas ya administradas en el mundo se aplicaron en los siete países más ricos, donde solo vive el 10% de la población del planeta” (En: https://www.dw.com/es/vacunaci%C3%B3n-contra-covid-19-es-desigual-en-pa%C3%ADses-pobres-y-ricos/a-56638883 ). Coincide la agencia argentina Telam, con datos de Unicef, que informa que “Los países del Primer Mundo concentran 9 de cada 10 de las 180 millones de dosis aplicadas” (https://www.telam.com.ar/notas/202102/544774-de-manera-lenta-y-desigual-avanza-el-programa-de-vacunacion-en-el-mundo.html). A mediados de mayo de 2021, la OMS declara que solo el 0,3% de todas las dosis han sido inyectadas en los países pobres, cuyas poblaciones, sin embargo, representan al 10% de la población mundial (https://www.cba24n.com.ar/internacionales/desde-la-oms-critican-desigualdad-en-vacunacion-anticovid_a60a66685e49a8c7eb3958a2e). Por su parte, el sitio Our World in Data describe también a mediados de mayo de 2021 que algunos países de Latinoamérica (Paraguay, Nicaragua y Guatemala) no llegaban a cubrir el 5% de su población con al menos una dosis de alguna vacuna; en el caso del continente africano, casi todos los países no llegaban a cubrir ese porcentaje (cfr. https://ourworldindata.org/covid-vaccinations).

[3] Explicando el funcionamiento de los mecanismos de dominación, siguiendo a Foucault, Esposito (2006) dice que el poder siempre necesita un punto de confrontación con el cual medirse en una dialéctica sin resultado definitivo.

[4] Ellos son: de la Vega & Ciuffolini 2019, 2020A, 2020B, 2021.

[5] Muy resumidamente, esta es la mirada que nos ofrece el filósofo Han en su libro Topología de la Violencia (2016). Allí sostiene que la violencia física, hacia un enemigo, la fuerza descargada hacia él, ha dejado de ser “un componente esencial de la práctica y la comunicación social” (2016:16). Luego, sugiere que en la actualidad la lucha ya no se da “entre grupos, ideologías o clases, sino entre individuos” (2016:61).

[6] Dice Hobbes: “La guerra no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad para luchar se manifiesta de modo suficiente […] así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario” (2006: 102).

[7] Colombia tiene una población total de aproximadamente 50 millones de personas, y de acuerdo con el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) del país, la pobreza trepó del 35,7 al 42,5 por ciento en 2020, agravada por una informalidad laboral que alcanza el 55 por ciento (DANE, 2021). La situación argentina es similarmente preocupante: sobre un total de 45 millones de personas, al final del 2020 el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) informó que el nivel de pobreza en la Argentina ascendió al 42 por ciento, con un incremento de casi siete puntos porcentuales respecto al 2019. En el año 2020, los sectores con nivel de empleo no registrado más elevado fueron el servicio doméstico (75%), construcción (67,8%) y agricultura y ganadería 55 por ciento (Schteingart, Trombetta, Pascuariello y Primas, 2020).

[8] Fuente: La Tinta, “En Colombia vivimos la intervención de la policía a sangre y fuego”. Disponible en: https://latinta.com.ar/2021/05/en-colombia-vivimos-la-intervencion-de-la-policia-a-sangre-y-fuego/

[9] Fuente: La Tinta, “Crisis neoliberal, protesta social y autoritarismo en Colombia”. Disponible en: https://latinta.com.ar/2021/05/crisis-neoliberal-protesta-social-y-autoritarismo-en-colombia/