Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos

N° 13 (diciembre-mayo). Año 2021. ISSN: 2525-0841. Págs.198-217

http://criticayresistencias.com.ar

Edita: Fundación El llano - Centro de Estudios Políticos y Sociales de América Latina (CEPSAL)

 

 

 

Cuando la tragedia se vuelve masacre y la catástrofe, ecocidio. La responsabilidad frente a los procesos críticos[1]

When tragedy becomes massacre and catastrophe, ecocide. Responsibility in the face of critical processes

 

Adrián Koberwein[2]

Diego Zenobi[3]

 

Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-No hay restricciones adicionales 4.0 (CC BY-NC 4.0)

 

Resumen

Las catástrofes y tragedias son objeto de debate, controversia, e incluso conflicto entre los responsables y los afectados. Escrito desde la antropología social y basado en materiales de nuestras investigaciones, este artículo compara dichas dinámicas en relación a dos situaciones ocurridas en Argentina: por un lado, “la tragedia de Cromañón”, un incendio ocurrido en 2004 en Buenos Aires. Por otro, la “la catástrofe del 15F”, unas inundaciones ocurridas en 2015 en la región de Sierras Chicas, provincia Córdoba. Para ambos casos, mientras que las autoridades gubernamentales negaron toda responsabilidad sobre los hechos, los afectados disputaron esta negación. Se aliaron con expertos y sostuvieron un estado de movilización permanente para revertir lo que a sus ojos fueron las verdaderas causas de los acontecimientos: la desidia y negligencia de gobernantes e instituciones. Las versiones oficiales que daban sentido de tragedia y catástrofe a los acontecimientos como formas de negar la responsabilidad, fueron disputadas apelando a sentidos alternativos de “masacre”, y de “ecocidio”. Partiendo de una crítica a enfoques utilitaristas que tratan estos temas como “juegos de culpa”, afirmamos que ambas categorías reflejan un intento de reconstituir aspectos que las instituciones presentaron como inconexos y discontinuos: la responsabilidad como ajena a la política, la causalidad como ajena a la responsabilidad, el sufrimiento como ajeno a la racionalidad. Así, no se trató de expresiones azarosas, exageradas o subjetivas, sino de “categorías totales” al servicio de la producción de sentido, resultados de una creatividad colectiva que expresó el intento de restituir aquello que fue negado.

Palabras clave: Catástrofes; Tragedias; Conflicto; Responsabilidad; Análisis comparativo.

 

Abstract

Catastrophes and tragedies are the subject of debate, controversy and even conflict between those responsible and those affected. Written from the perspective of social anthropology, and based on our own research, this article compares these dynamics in relation to two situations that occurred in Argentina. On the one hand, the "Cromañón tragedy", a fire that occurred in Buenos Aires in 2004. On the other, the "15F catastrophe", a series of floods that struck the Sierras Chicas region, province of Córdoba, in 2015. In both cases, while government authorities denied any responsibility for the events, those affected disputed this denial. They joined forces with experts and maintained a state of permanent mobilization to reverse what in their eyes were the real causes of the events: the negligence and carelessness of government authorities and institutions. The official versions that gave a sense of tragedy and catastrophe to the events, as ways of denying responsibility, were disputed by appealing to alternative senses of "massacre" and "ecocide". Based on a critique of utilitarian approaches that treat these issues as "blame games", we argue that both categories reflect an attempt to reconstitute aspects that institutions presented as unconnected and discontinuous: responsibility as alien to politics, causality as alien to responsibility, suffering as alien to rationality. Thus, these were not random, exaggerated or subjective expressions but "total categories" at the service of the production of meaning, results of collective creativity that expressed the attempt to restore that which was denied.

Keywords: Catastrophes; Tragedies; Conflict; Responsibility; Comparative analysis.

 

Introducción

En el presente artículo analizamos las dimensiones sociales de dos fenómenos considerados como trágicos y catastróficos. El 30 de diciembre de 2004, un incendio ocurrido en la Ciudad de Buenos Aires (Argentina) resultó en 1500 heridos y 194 jóvenes muertos por asfixia al inhalar el humo tóxico generado por la combustión de los materiales acústicos del local en donde se encontraban participando de un recital de rock que había convocado a unas 3500 personas. Este incendio, y sus consecuencias, son conocidas públicamente como la tragedia de Cromañón. El 15 de febrero de 2015, luego de siete años de sequía, una tormenta de proporciones extraordinarias provocó fuertes escorrentías e inundaciones en la región de sierras chicas de la Provincia argentina de Córdoba. Ríos, arroyos serranos y embalses, desbordaron con violencia, provocando al menos ocho víctimas fatales, familias evacuadas, destrucción de viviendas que fueron arrasadas desde los cimientos por la corriente, daños en la infraestructura vial y de servicios, así como el aislamiento e incomunicación de pueblos enteros durante varios días. Estas inundaciones, y sus consecuencias, son conocidas como la catástrofe del 15F. Desde la antropología social, nuestro objetivo en el presente artículo es el de realizar un análisis comparativo de la manera en que los damnificados por los eventos y procesos críticos mencionados se involucraron en la búsqueda de las causas y las responsabilidades sociales sobre lo ocurrido, disputándole a los respectivos gobiernos locales el sentido de los hechos.[4]

Los casos comparados están basados en análisis etnográficos. La etnografía es un tipo de investigación basado en el acercamiento personalizado del investigador a la “realidad” que pretende analizar. Este abordaje pone el foco en la experiencia de los protagonistas de la vida social, de la cual el etnógrafo participa activamente por un tiempo, y ello en virtud de una exigencia del método conocida como “observación participante”.[5] Las pretensiones holísticas de la etnografía hacen de ella una forma cualitativa de pesquisa que apunta a realizar descripciones analíticas del objeto. Ahora bien, el problema al que nos enfrentamos aquí es que la comparación exige abstraer relaciones y recontextualizarlas en un nuevo plano analítico, para alcanzar nuevos resultados no contemplados originalmente en cada uno de los casos considerados por separado. Así, del contraste entre nuestras respectivas etnografías surgieron dos relaciones abstractas o, como diría Barth (2000), dos “ejes de variabilidad” que refieren a aspectos comunes de procesos no necesariamente conectados, pero que adoptan formas homólogas aunque variables en cada contexto. Un primer eje remite a que se trató de fenómenos que involucraron situaciones que han sido socialmente definidas como críticas, por lo cual se movilizaron formas de evaluar y diagnosticar los daños, así como formas de determinar y asignar responsabilidades. Un segundo eje se relaciona con la existencia conflictos por la atribución de significado a los hechos. A este respecto, pudimos observar la presencia de dos posiciones encontradas para ambos casos: por un lado, la interpretación de que los acontecimientos habían sido producto del azar o de la mala fortuna; por otro lado, la interpretación de que se había tratado de acontecimientos previsibles que podrían haber sido, si no evitados, al menos mitigados en sus efectos destructores. Si bien estos ejes son elementos en común para ambos contextos analizados, la manera en que se expresaron fue variable, lo que hizo necesario atender tanto a la uniformidad como a la variabilidad. En el marco del conflicto entre estas posturas, los damnificados por la tragedia de Cromañón dieron sentido a los acontecimientos en términos de una masacre, mientras que las inundaciones fueron cargadas de un significado que apuntó a la idea de un ecocidio.

La presencia coincidente de estas dinámicas de producción de sentido en nuestros respectivos análisis fue lo que originalmente nos motivó a comparar. Como veremos hacia el final del argumento, los sentidos de masacre y ecocidio recuperan un elemento negado por las ideas de tragedia y catástrofe: el grado de responsabilidad humana. Al mismo tiempo, son parte de la búsqueda de la construcción de una totalidad, en contraposición a las respuestas institucionales fragmentarias. Por lo tanto, debemos ir más allá de las definiciones de los términos para dar cuenta del entramado social en el que se produce y/o actualiza su sentido. El conflicto por los significados de los acontecimientos involucró alianzas de los damnificados con expertos y puso en juego formas de conocimiento técnico-científicas que, como medios necesarios pero no suficientes de producir sentido, anclaron las ideas de “masacre” y “ecocido” en procesos políticos más amplios en un intento de reconstituir, como dijimos, una totalidad (Mauss, 1971 y 1972) que las instituciones fragmentaron en partes inconexas. A este respecto, concluimos que se trata de “categorías totales”, como las hemos llamado, que pueden comprenderse como producidas en el marco de una tensión entre lo institucionalmente posible, y aquello que Williams (2000) llamaría las “estructuras del sentir”.

En las ciencias sociales en general y en la antropología en particular, los desastres, tragedias y catástrofes son objetos de investigación relativamente recientes, aunque se trata de un campo actualmente muy prolífico.[6] Enmarcado en esta gran y diversa área de estudios, el análisis que nos ocupa pone énfasis en procesos que se conocen principalmente en la sociología de las organizaciones y en las ciencias políticas, como los “juegos de culpa” (blame games). Muchas investigaciones sobre este tema se dedican a analizar cuestiones tales como los componentes morales de la culpa o la responsabilidad (Sher, 2005; Smith, 2013; Tilly, 2008), o sus componentes expresivos, simbólicos y/o comunicativos (Bennett, 2013; McKenna, 2013), aspectos que tratan como el resultado de los comportamientos de individuos orientados por el interés y la competencia. Así, por ejemplo, el componente moral de los “juegos de culpa” sería relativo a un efecto de las decisiones que toman personas y/o instituciones (consideradas como agentes individuales) frente a los daños o perjuicios que se los acusa de haber perpetrado (Boin, McConnell y Hart, 2008; Fernández Ruiz, 2004; Weaver, 2017). Lo que tienen en común estos trabajos es la ausencia de toda problematización de la relación entre los sujetos a la culpabilidad / responsabilidad y los damnificados por sus acciones, y esto es así dado que la relación se toma por supuesta: se trataría de una relación de interés. Es decir, una relación dictada por la rivalidad y la competencia por la autopreservación, la utilidad y el cálculo instrumental. Considerar la sociedad de esta manera, es considerarla en términos de los comportamientos de los agentes en el mercado, extrapolando la lógica del interés mercantil hacia la totalidad social.

Sostenemos, en desacuerdo con estas lecturas utilitaristas, que los procesos de determinación de responsabilidades no son homologables a una competencia entre individuos. Por suerte, como decía Marcel Mauss (1971), tenemos otras moralidades además de las del mercader. Se trata, más bien, de procesos políticos colectivos que, en el marco de conflictos por los significados de los procesos críticos, producen nuevas relaciones que inciden y/o son parte de la misma definición social de las crisis. Como afirma Visacovsky (2011), “aunque algunas teorías económicas o politológicas sostengan que existen condiciones generales que explican las crisis, (…) los actores no pueden identificar los acontecimientos como críticos independientemente de los esquemas o marcos socialmente disponibles” (p. 40). Tampoco podrían hacerlo, agregaríamos, independientemente de aquellos significados que se producen en el desenvolvimiento mismo de los acontecimientos. Así, nuestro análisis no se centra en la tragedia o la catástrofe como fenómenos sustantivos, como hechos dados por la realidad, sino como producciones sociales que resultan del conflicto enmarcado en un complejo entramado de fuerzas.

Tradicionalmente, la antropología ha tratado las cuestiones de la causalidad de los infortunios y las atribuciones de la culpabilidad / responsabilidad a través de un objeto de estudio que parecería ajeno al tema que tratamos aquí: la brujería.[7] Pero lo relevante para nosotros no es la teoría de la brujería en sí, sino el hecho de que en “nuestra” sociedad también podemos observar formas típicas de asignación de culpas que, al igual que la brujería en otras partes, refuerzan o incluso producen nuevas clasificaciones sociales, tal como quedará en evidencia a lo largo del argumento.

 

La negación de la responsabilidad como negación de la política

Como señalamos al inicio, en el presente artículo analizamos ciertas dinámicas sociales relativas a la determinación de las causas y la atribución de responsabilidades en torno a dos eventos críticos (Das, 1995): el incendio de un local bailable y las concomitantes muertes de cientos de jóvenes conocido como tragedia de Cromañón, ocurrido el 30 de diciembre de 2004 en Buenos Aires, y la llamada catástrofe del 15F, tal como se suele recordar a las inundaciones y violentas escorrentías ocurridas el 15 de febrero de 2015 en Sierras Chicas, Córdoba, y que provocaron muertes y destrucción a su paso. 

Para el caso del incendio, así como para el caso de las inundaciones, las primeras explicaciones de lo ocurrido fueron monopolizadas por periodistas, políticos y funcionarios a través de los medios de comunicación. Estas explicaciones giraron en torno a tres aspectos interrelacionados que le dieron un particular sentido de catástrofe y desastre a los acontecimientos: su carácter inesperado, su condición de excepcionales, y su componente trágico. En Córdoba, una nota del diario La Voz (Lehmann, 2015) titulaba: “Sierras Chicas: muerte, desastre y destrucción por las lluvias”. En la ciudad de Mendiolaza, comentaba su intendente en la misma nota, “tenemos el 80 por ciento de las calles intransitables, la magnitud del daño de esta tormenta no tiene comparación con ninguna anterior”. Unas líneas más adelante, la nota hace referencia a que un “geólogo de Río Ceballos, que lleva un registro de los volúmenes de lluvia de los últimos setenta años en esta ciudad”, habría asegurado que “nunca había ocurrido un fenómeno de este tipo”.

Las noticias sobre el incendio de Cromañón también destacaron el carácter extraordinario y súbito de lo sucedido la noche del 30/12/04:

Tragedia en un boliche de Once: más de 175 muertos y 102 heridos en estado crítico. Lo que debió haber sido una noche de fiesta para miles de jóvenes en un recital de rock en el barrio de Once se transformó en pocos segundos en una tragedia sin precedentes. (…) El accidente (…) sorprendió las personas que asistían al recital (…) Según el testimonio de varios testigos, el detonante que provocó el desastre fue el lanzamiento de una bengala que terminó prendiendo fuego a unas telas que se extendían bajo el techo (Clarín, 31/12/04).

En este caso, la magnitud de la catástrofe fue relacionada con la cantidad de muertos y a su corta edad en combinación con el hecho de que se había tratado de una situación que encontró a las víctimas concentradas en un espacio reducido: el local habría estado ocupado por encima de su capacidad adecuada para la seguridad de las personas. En las Sierras Chicas de Córdoba, las muertes también oficiaron como una medida que, contempladas junto a las destrucciones de viviendas, infraestructura vial, de servicios, y el aislamiento de pueblos enteros, brindó un panorama de catástrofe que abarcó a toda una región en forma simultánea.

Con el correr del tiempo, los consensos y los diagnósticos en torno del carácter catastrófico de lo sucedido, a la magnitud de los daños sufridos, se consolidaron. En cambio, de un modo diferente, otros aspectos de estos hechos críticos se convirtieron progresivamente en objetos de controversia. Los aspectos relativos a lo excepcional y lo inesperado fueron puestos en cuestión de diferentes modos. Si lo sucedido en ambos casos no era excepcional, esto implicaba entonces que ya se habían sucedido hechos similares en el pasado. Si no era algo inesperado, entonces se trataba de situaciones que podía esperarse que ocurrieran. Ambos cuestionamientos apuntaban a que se había tratado de acontecimientos que podrían haberse previsto. De esta manera, el incendio y las inundaciones se transformaron en objeto de disputas en torno a cuáles habían sido sus causas u orígenes y, por ende, cómo discernir a quienes fueran plausibles de ser considerados como responsables o que detentaran, al menos, parte de esa responsabilidad. Decir esto no es más que afirmar que la determinación de las causas y la atribución de responsabilidades son dos caras de la misma moneda. En este sentido, la búsqueda de las causas, como proceso de conocimiento, fue también la construcción de las bases para la atribución de la responsabilidad. Como afirma Douglas, “no sólo la atribución de culpas, sino toda cognición está politizada” (Douglas, 2003, p. 8). Así, lo que desde la perspectiva de los blame games podría entenderse como un conjunto de acciones de individuos orientados hacia el interés por la minimización de los riesgos de ser culpabilizado, desde nuestra perspectiva se entiende como un problema político que involucra conflictos colectivos entre formas desiguales de producir significado y asignar responsabilidades.

La no previsibilidad fue el sentido principal de la tragedia / catástrofe que quiso transmitirse durante los convulsionados momentos posteriores a los hechos, y desde la perspectiva de las instituciones de gobierno. Este sentido de lo inesperado fue construido expulsando a los acontecimientos del ámbito de la política, aspecto que se relaciona directamente con los respectivos esfuerzos de los gobernantes por reducir cualquier probabilidad de que sean tenidos como responsables directos o indirectos de lo sucedido: nada podrían haber hecho para prevenirlo, pues se trató de fenómenos imposibles de prever. Como se encuentra extensamente documentado, es frecuente que las catástrofes o desastres que sacuden los cimientos de la vida cotidiana se vuelvan objeto de reflexión y debate social (cf. Hoffman y Oliver Smith, 1999; Revet y Langumier, 2015; Baez Ullberg, 2017). Se trate de “la mayor catástrofe no natural de la Argentina”, como fue significado desde el primer momento el incendio de Cromañón, o de una “catástrofe natural sin precedentes”, como fueron entendidas en un primer momento las inundaciones en Sierras Chicas, aquellas reflexiones y debates apuntan, típicamente, a la búsqueda y determinación de las causas así como de los niveles de responsabilidad que puedan ser establecidos. Sin embargo, no se trata de un proceso lineal. La búsqueda de las causas y de los responsables se incorporaron al debate público y fueron cambiando y adoptando forma a medida que tomaban fuerza o eran descartadas e impugnadas por otros.

Tanto el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, como el Gobernador de la Provincia de Córdoba se esforzaron, desde el primer momento de su exposición pública luego de los acontecimientos, por evitar la posibilidad de que sean tenidos como sujetos de responsabilidad en cualquier medida o intensidad en que ello pudiera ocurrir. Más que una “estrategia” en el contexto de un “juego” como podría sostenerse desde el enfoque de los blame games consideramos que esta construcción de la no-responsabilidad, por parte de sendos poderes ejecutivos, implicó un intento de despolitizar la tragedia y la catástrofe que resultó fallido en virtud de la movilización y organización política de quienes se vieron por ellas directa e indirectamente afectados. Mary Douglas (2003) decía que los antropólogos conocemos muy bien estas dinámicas, dado que el mundo humano se encuentra, en todos lados y en todos los tiempos, moralizado y politizado. Los desastres, tragedias o catástrofes son, indefectiblemente, convertidos en responsabilidad política y alguien, generalmente impopular o, agregaríamos, que pueda ser desacreditado, va a ser culpado (cf. Douglas, 2003; véase también Tilly, 2008). El político profesional conoce muy bien estas cuestiones, incluso mejor que los antropólogos, pues su buen nombre y reputación están en juego en estos casos. Todo comienza, dice Douglas (2003) cuando las personas explican la mala fortuna.

“Un tsunami que cayó del cielo” fue uno de los primeros análisis que ofreció el Gobernador de la Provincia de Córdoba en conferencia de prensa sobre las causas y consecuencias de las inundaciones del 15 de febrero de 2015 en Sierras Chicas: “Porque así como cuando se producen los tsunamis en las costas, el mar se retira y vuelve con tanta furia, aquí cayó agua de una manera totalmente inusual en esta zona, generándonos todos los enormes problemas que hemos tenido” (Canal 10 de Córdoba, 2015).

Bajo esta idea de desastre natural y apoyado por un meteorólogo que explicó por qué no había habido alertas climáticas, el relato del Gobernador hizo énfasis en la imprevisibilidad y el carácter extraordinario del fenómeno, entendiendo sus causas como ajenas a cualquier responsabilidad humana. Cuando el Gobernador se pronunció efectivamente sobre la posibilidad de que hubiera alguna agencia humana involucrada en la catástrofe, la ubicó en un pasado lejano. Durante un acto público en el que se entregaron subsidios a los damnificados, una semana después de esta primera conferencia de prensa, imprecado por una vecina que le reclamó la falta de obras hídricas en Villa Allende que podrían haber contenido o mitigado el efecto destructor de las aguas, el gobernador derivó la responsabilidad al fundador de la ciudad, por haberla fundado, a su juicio, en un lugar equivocado: sobre un río.[8] Así relató la prensa la respuesta del gobernador a la vecina:

“[La vecina] sostuvo que el desastre se podría haber evitado, a lo que [el gobernador] contestó: ¿Que lluevan 300 milímetros se podría haber evitado?”. Ante la respuesta, la vecina replicó indicando que no se refería a la cuestión climática sino a la infraestructura de la zona, porque era la tercera vez que sufrían inundaciones. “Yo le podría decir que Villa Allende se construyó sobre un río. Tal vez no habría que haberla construido acá. Échele la culpa a quien la fundó”, contestó el gobernador (La Voz, 2015).

Como puede apreciarse, el gobernador está atribuyéndole la responsabilidad de lo sucedido a la naturaleza y, curiosamente, a un error cometido por los antepasados. Como veremos más adelante, al ser entendida como un intento grosero de evadir la responsabilidad, aquella idea de un tsunami que cayó del cielo, junto con la imprevisibilidad y la exagerada extraordinariedad en ella connotadas, fue objeto de un fuerte rechazo político por parte de organizaciones sociales, damnificados, y expertos. Podría decirse, entonces, que estamos tratando con percepciones diferenciales respecto de las catástrofes y los riesgos de que éstas sucedan. Sin embargo, sostenemos que no se trata sólo de percepciones, sino de producciones sociales de sentido. Veamos el otro caso para luego dar cuenta de ello en forma comparativa.

Para el caso del incendio, el Jefe de Gobierno porteño también intentó reducir, desde el primer momento, la probabilidad de ser señalado como responsable. Durante la primera conferencia de prensa luego del incendio, buscó las causas de la tragedia en la irresponsabilidad de los protagonistas de los acontecimientos, principalmente el dueño del local y la persona del público que había lanzado pirotecnia en un lugar cerrado. Esto comentaba el por entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires durante aquella primera conferencia de prensa:

De la información recogida en el lugar y por boca del personal de bomberos (…) [surge que] ocurrió lo que ocurrió porque todos se concentraron en la única puerta de acceso debido a que la puerta de emergencia estaba cerrada. De los datos recogidos también surge que la causa que inició el fuego en el lugar fue el lanzamiento de una bengala, de un fuego artificial que generó el incendio. Entonces: sumando esta actitud irresponsable, junto con el cierre de la puerta de emergencia, sumado a que no tenemos certeza en cuanto a números pero que podemos decir, casi con certeza, que el número era un número excedido, generó el drama con el que todos, que todos conocemos” (Todo Noticias, 2004).

La pregunta que hace a continuación un periodista y la respuesta del Jefe de Gobierno son también ilustrativas de aquella idea de Mary Douglas (2003), en cuanto a que las catástrofes despliegan formas de moralidad política relativas a la determinación del culpable, y que la moralización / politización comienza allí mismo cuando la mala fortuna es explicada.

Periodista: “teniendo en cuenta que la puerta de emergencia tenía candado y alambre, ¿cuándo fue la última inspección que realizó el Gobierno de la Ciudad?”

Jefe de Gobierno: “Mire, nosotros tenemos todos los datos que están siendo buscados en estos momentos (…). Le digo para su pregunta: el candado se puede poner inmediatamente después de una inspección. Creemos que esto se hizo para evitar que haya gente que entrara sin pagar, lo cual, con un criterio estrictamente comercial, se clausuró una salida que hubiera evitado la muerte de mucha gente” (Todo Noticias, 2004).

Así, en ambos casos, los primeros sentidos sobre lo ocurrido giraron en torno a lo que podríamos llamar un “efecto de sincronía”. Es decir, una apariencia de simultaneidad y coincidencia de acontecimientos fortuitos que ponderaba el carácter súbito e inesperado de los hechos, lo que se piensa que ocurre típicamente cuando sucede un accidente. El lanzamiento de pirotecnia y la puesta del candado en la salida de emergencia del local, o la cantidad de lluvia caída en conjunción con los errores urbanísticos del pasado en relación a las inundaciones, son acontecimientos que, efectivamente, podrían ser entendidos como parte de los causantes de la tragedia y la catástrofe, y así fueron socialmente considerados; sin embargo, se trataba de causas que, consideradas en forma aislada, sirvieron para negar el componente socio-político de los críticos acontecimientos. Parecería que, desde el punto de vista político (o, digamos, de los políticos) la posibilidad de que la responsabilidad o alguna parte de ella cayera sobre ellos, fue insistente y enfáticamente negada: quedaba en el plano de la simultaneidad fortuita de los acontecimientos y en su carácter extraordinario. En síntesis, en su imprevisibilidad. La causalidad fue, además, representada ya sea como agencia atribuible a fuerzas no humanas como las de la naturaleza, o a actos humanos reducidos a la acción de individuos irracionales: alguien que fundó un pueblo sobre un río, otro que habría ponderado el negocio frente a la vida de las personas, y un tercero que habría arrojado un fuego de artificio en un lugar cerrado cubierto de material altamente inflamable.

Más que percepciones o estrategias en el marco de un juego competitivo, aquí vemos, en ambos casos, que la responsabilidad es activamente expulsada hacia un ámbito ajeno a la política. Curiosamente, la política negada desde el ámbito político será luego restituida por fuerzas que normalmente se considerarían como no políticas: aquellas impulsadas por las víctimas, los afectados o damnificados que, en alianza con grupos de profesionales y científicos, impugnaron y desafiaron los sentidos hegemónicos sobre las causas y las responsabilidades de los acontecimientos. Así, la tragedia se volvió masacre, y la catástrofe, ecocidio. Veamos esto más en detalle.

 

La restitución de la política

Comúnmente, el término “masacre” hace referencia a la intencional aniquilación de un colectivo de personas, figurando así dentro del campo semántico de lo que se conoce como asesinato en masa. Si bien se entiende que la escala de la masacre sería menor que la del asesinato en masa, el término hace también un particular énfasis en la sevicia del o de los ejecutantes, así como en la total indefensión de las víctimas (cf. Nieto, 2012). En general, aunque no exclusivamente, las masacres contabilizadas como tales son relativas a contextos bélicos o de intensa violencia política y/o crimen organizado. El término “ecocidio” fue originalmente acuñado por el biólogo Arthur Galston en 1970 para advertir sobre los devastadores efectos del “Agente Naranja”, un químico defoliante que fue rociado por el ejército estadounidense en forma sistemática, y a lo largo de una década, sobre la selva y los campos de cultivo de Vietnam con el objetivo manifiesto de destruir vidas humanas a través de la destrucción de su ecosistema (cf. Zierler, 2011; Neira, Russo y Álvarez Subiabre, 2019). Así, el término hace referencia a la destrucción intencional de vidas humanas por medio de la destrucción del ecosistema del cual las comunidades humanas son parte.

Ahora bien, los sentidos de masacre y ecocidio desplegados en los contextos analizados no pueden reducirse a estas consideraciones definitorias. Si bien incorporan elementos de sus definiciones originales, en el marco de las crisis analizadas se transforman para comunicar cuestiones diferentes, fuertemente determinadas por el contexto del conflicto por los sentidos de los acontecimientos, y lo hacen en contraste y oposición a las representaciones oficiales y hegemónicas. Para dar cuenta de ello, debemos ampliar más la mirada espacial y temporal y tener en cuenta otra cuestión central: el hecho de que ambos procesos críticos estuvieran atravesados por un sostenido estado de movilización y asamblea permanente por parte de quienes se vieron afectados. En el marco de esta movilización, se crearon movimientos de oposición a la manera en que las instituciones de gobierno se involucraron en el manejo y gestión de las crisis. Se generaron alianzas con partidos políticos opositores, con otros sectores de la sociedad que se sumaron a las movilizaciones y con expertos y científicos que acompañaron e incluso fueron parte protagonista de este movimiento de oposición. Si bien los aportes de los científicos fueron múltiples y operaron en diferentes planos, aquí quisiéramos rescatar, en función de nuestro argumento, un elemento en particular: su lugar en los conflictos por la definición de la responsabilidad ante lo ocurrido. Es decir, en la restitución del carácter político del proceso que, como hemos visto, fue originalmente negado por la misma política.

 

De catástrofe a ecocidio

Los damnificados por la catástrofe del 15F, al igual que gran parte de los habitantes de las sierras, están hoy convencidos de que las inundaciones podrían haber causado un menor impacto en caso de que se hubieran cuidado las cuencas hídricas controlando el desmonte de la vegetación nativa, cuya principal función ecosistémica sería la de mitigar los extremos del ciclo hidrológico (véase Chiavassa, Ensabella y Deón, 2017; Deón, 2015). Luego de las inundaciones, este conocimiento ofició como la clave para enfrentar los sentidos de “catástrofe natural” desplegados por las autoridades gubernamentales de la provincia.

La Coordinadora Ambiental y de Derechos Humanos de las Sierras Chicas, creada en el año 2012, nuclea a gran cantidad de agrupaciones que se preocupan por el ambiente en la zona,  y se moviliza desde entonces activamente en defensa del bosque nativo, cuya presencia en las sierras es el principal signo de la buena salud de las cuencas hídricas.[9] De esta manera, disputan continuamente con los sentidos que afirman que las sequías y los desbordes de ríos y arroyos son nada más que problemas climáticos. Luego de las inundaciones del 15F, la organización redactó un comunicado en el cual se lee lo siguiente:

La “catástrofe” no es “natural”: Lo natural es que cuando llueve el agua se infiltre y vuelva lentamente a la superficie. (…) Lo natural son los ciclos, pero que se hacen cada vez más extremos mientras más deterioramos nuestras cuencas, que son las que los amortiguan. (…) Hoy más que nunca, seguiremos encontrándonos, trabajando y movilizándonos para exigir nuestro derecho a participar en las decisiones que, visto está, nos afectan profundamente, y para que podamos reconstruir así el equilibrio y la salud de nuestras sierras, nuestras ciudades y nuestro territorio (Coordinadora Ambiental y de Derechos Humanos de las Sierras Chicas, 2015, 17 de febrero).

A los pocos días de la inundación, comenzaron a surgir asambleas de damnificados en diferentes localidades, que comenzaron a organizarse y a marchar por las calles y rutas todos los días 15 de cada mes para exponer públicamente lo que consideraron como inacción del gobierno en relación a las inundaciones. En primer lugar, en lo relativo a la falta de alertas tempranas respecto de las crecidas. En segundo lugar, en relación a la ausencia de obras previas para mitigar la violencia de las escorrentías, de las cuales la del 15F no había sido la única, sino la de mayor impacto. En tercer lugar, en cuanto a la omisión en relación al control del desmonte y del cuidado de las cuencas, un reclamo de larga que se remontaba hasta las primeras épocas de una escasez hídrica que había comenzado hacía varios años. Estos diferentes puntos de reclamo, sumados a aquellos relativos a la escasa y lenta asistencia material luego de la catástrofe por parte del gobierno, hicieron que los grupos de damnificados por las inundaciones sostuvieran un estado de asamblea y movilización permanente.

Los acontecimientos del 15F confirmaron una serie de evaluaciones de riesgo de inundaciones realizados por científicos y por las agrupaciones ambientalistas locales que indicaban la posibilidad futura de deslizamientos de tierra frente a fuertes precipitaciones. Así, esta situación enfatizó aún más el señalamiento de las responsabilidades de los políticos, los gobiernos provinciales y locales, los funcionarios, y los “grandes grupos económicos”. Así lo expresaba nuevamente la Coordinadora en un nuevo comunicado del 15 de marzo de 2015, un mes después de las inundaciones.

A un mes del ecocidio que inició en Sierras Chicas y siguió en toda la provincia de Córdoba, compartimos la posición de la Coordinadora Ambiental y de Derechos en torno de la situación territorial y las acciones (o inacciones) por parte de los gobiernos. (…) La inundación del pasado 15 de febrero no fue un tsunami del cielo, ni una catástrofe natural, sino más bien un cóctel de negligencia, improvisación y pésimas decisiones que por supuesto conlleva serias responsabilidades políticas. El haber ignorado los aportes técnicos y políticos presentados públicamente por ciudadanos, científicos e instituciones demuestra una vez más la sordera selectiva de nuestros representantes y funcionarios de todos los estamentos (Coordinadora Ambiental y de Derechos Humanos de las Sierras Chicas, 2015, 15 de marzo).

En definitiva, a juicio de las agrupaciones locales y de una gran cantidad de expertos científicos, las trágicas y catastróficas consecuencias de las inundaciones podrían haberse evitado.

Hacia fines del 2016, mientras que en algunas localidades aún se discutía la construcción de diques y embalses de regulación del caudal de los ríos, la Legislatura de la Provincia de Córdoba comenzó a tratar un proyecto de reforma y actualización de la Ley 9814/10 de protección de los bosques nativos. Abogados, biólogos e ingenieros que colaboran o son parte de movimientos y agrupaciones “ambientalistas” afirmaron públicamente que el proyecto de ley implicaba una regresión en el nivel de protección del bosque nativo, que estaba siendo nuevamente atacado y, con las inundaciones de las sierras como el antecedente más contundente de las consecuencias del desmonte, hubo que impedir la aprobación del nuevo proyecto a toda costa.

La primera de una serie de marchas en contra de la reforma de la ley fue realizada el 28 de diciembre de 2016 en la Ciudad de Córdoba, mientras transcurría la última sesión legislativa del año durante la cual los promotores de la reforma pretendieron sancionar el proyecto como una nueva ley. La magnitud de la participación callejera logró frenar la sanción del proyecto. Durante la manifestación, y frente a más de diez mil personas, un representante de la Coordinadora en Defensa del Bosque Nativo leyó el manifiesto del movimiento. Un fragmento de este texto ilustra la magnitud de la fuerza que se le imprimió al sentido de responsabilidad, que dejó de estar encerrado en la retórica de la naturaleza, para ser restituido al mundo de la política.

Esta es la crisis y emergencia ambiental que actualmente Córdoba padece y no es reconocida por el Estado. Por esto es que, a esta nueva Ley manipulada por las organizaciones de grandes productores rurales (...), mineros (...) e inmobiliarios, la hemos definido como la Ley del Ecocidio, un crimen de lesa humanidad de parte de sus autores, cuyas consecuencias ambientales serán ya irreversibles para el bosque y toda la sociedad cordobesa. Desde los innumerables espacios de producción de conocimiento científico, organizaciones civiles, sociales, territoriales y políticas, y desde los saberes locales y ancestrales que poseen las comunidades campesinas y originarias que trabajan y habitan el bosque, creemos que ninguna de las modificaciones al articulado original de la Ley vigente resiste análisis técnico, científico y político alguno.[10]

Como se puede apreciar, aquellas consignas y estas proclamas públicas enfatizaron el señalamiento a los responsables de las crisis: políticos, funcionarios y grandes grupos económicos. Así, al restituir la responsabilidad, se intentaba restituir el componente político. Muchos activistas ambientales y agrupaciones ambientalistas en todo el mundo hacen énfasis en el ecocidio como una destrucción provocada sobre el ambiente o la naturaleza de carácter criminal y, por lo tanto, plausible de ser objeto de castigo penal (véase Neira, et. al., 2019). Ya fuera por acción u omisión, la responsabilidad de los daños producidos por la catástrofe estuvo siempre clara para los damnificados de las inundaciones y para los defensores del bosque nativo. La categoría de “ecocidio” es acorde a este convencimiento.[11] Sin embargo, afirmamos, es más que esto. Antes de ampliar esta cuestión del uso de las categorías, debemos detenernos en el otro caso.

 

De tragedia a masacre

Durante los días posteriores al incendio de República Cromañón, varios miles de personas comenzaron a congregarse en las cercanías del local. Muchas de ellas llevaron ofrendas para los fallecidos, que se acumularon en la esquina dándole forma paulatina a lo que luego se conocería como el santuario, un espacio conmemorativo construido en forma espontánea sobre la calle donde se habían colocado los cientos de cadáveres la noche del incendio. Este lugar se transformó en el punto de encuentro del movimiento que exigió justicia por los fallecidos.

Sobrevivientes y parientes de los muertos se movilizaron durante varios años desde el santuario hasta el centro del poder político, la Plaza de Mayo, exigiendo justicia. Pero las víctimas no estuvieron solas. Junto a ellas se movilizaron varios profesionales “psi” comprometidos con su lucha política y movilización que se extendió hasta el año 2009. Dadas las consecuencias traumáticas y dolorosas que había dejado el incendio entre los familiares y sobrevivientes, la presencia de estos expertos siempre fue considerada como una cuestión necesaria, ya que ofrecían contención afectiva o actuaban como intermediarios cuando había conflictos internos. Su presencia fue especialmente valorada en las fechas clave como los aniversarios y cumpleaños de los fallecidos, momentos en los cuales podían desencadenarse, potencialmente, procesos traumáticos. Por ello era habitual encontrar a estos expertos en salud mental acompañando a las víctimas del incendio en estas circunstancias especiales. Algunos de ellos, incluso, participaron de las marchas y movilizaciones.

En este contexto, en el año 2008, las victimas denunciaron que las autoridades judiciales estaban retrasando el inicio del juicio penal para condenar a los responsables del incendio. Por ese motivo organizaron una conferencia de prensa en la que denunciaron esa demora. Resulta destacable que los protagonistas de esa conferencia no fueron las víctimas sino un grupo de profesionales de la salud mental: psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas. Durante la misma, estos expertos denunciaron que la espera a la que estaban sometidos los familiares y los sobrevivientes del incendio no podía dilatarse más dado que, como víctimas traumatizadas, necesitaban imperiosamente de reparación, y ello sería posible únicamente cuando se realizara el juicio penal y se condenara a los responsables del hecho. Como apertura de la conferencia, uno de los líderes del movimiento introdujo el motivo que los había convocado:

(...) necesitamos que se haga el juicio porque estamos padeciendo las consecuencias de que no haya justicia (...). Esto tiene un apoyo científico. Para eso, en esta conferencia de prensa nos acompañan profesionales: la Dra. Ana Quiroga, Directora de la Escuela de Psicología Social Pichón Riviere; la Dra. María Casariego, Miembro de la Asociación Argentina de Psicología (APA) y Miembro de la Escuela de Psicoterapia para Graduados; el Dr. Alfredo Grande, psiquiatra y miembro de la Liga Argentina por los derechos del Hombre, y la Dra. Diana Kordon, directora del Equipo Argentino de Investigaciones Psicosociales. Ellos pueden dar razón de la relación entre muerte y angustia por no tener justicia.[12]

La intención de los familiares al invitar a estos profesionales fue estratégica, dado que sus voces sufrientes y traumatizadas fueron entendidas desde varios sectores de la sociedad como irracionales (Zenobi, 2017b). Tanto las víctimas como los expertos movilizaron nociones como “trauma”, “estrés postraumático” y “reparación simbólica” que, más allá de las diferencias y matices que cada una implica desde el punto de vista científico, dieron forma a lenguaje propio de la denuncia política. Unos y otros señalaron que, cuatro años después del incendio, las víctimas continuaban esperando justicia: la herida abierta luego del suceso traumático, aún no había cicatrizado. Así, y desde el punto de vista del movimiento, el despliegue de la expertise de esos especialistas apuntó no sólo a legitimar su condición de víctimas lo que ya se había hecho por otros medios y en otros contextos, tal como hemos visto—, sino también a desterrar todo juicio de irracionalidad, y restituir así su condición de actores políticos.[13]

Una expresión en particular revela esta intención de restituir la responsabilidad: el incendio fue una masacre. Los familiares y sobrevivientes movilizados durante todo el proceso de demanda de justicia no desaprovecharon oportunidad para impugnar la clasificación oficial y mediática del siniestro como un “accidente” o una “tragedia”, puesto que afirmaban que esos términos connotaban la ausencia de personas concretas que pudieran ser responsabilizadas por lo sucedido. Afirmaron públicamente que se había tratado de una masacre, un asesinato en masa, colocando así, y desde el principio, el problema de la responsabilidad por la ocurrencia del incendio en primer plano.

Algunos profesionales psi que acompañaban a las víctimas del incendio en su lucha, apoyaron esta perspectiva sostenida por los familiares. Esos profesionales habían sido colaboradores en equipos de salud mental de diferentes organizamos de DDHH. En un punto concreto, algunos de ellos compararon el incendio con la dictadura militar: quienes nombraban a esos hechos como “tragedias” ocultaban las responsabilidades sociales y políticas de la violencia y del daño. Para ellos era muy importante nombrar correctamente al incendio ya que “las constelaciones psíquicas” que se ponen en juego son distintas si las víctimas asumen que los daños sufridos se deben a la acción de responsables concretos o, al contrario, al azar y la mala suerte. Ellos afirmaban que el desconocimiento del origen político y social del sufrimiento y de sus responsables, tenía consecuencias psíquicas negativas para los sujetos dañados porque impedía la elaboración del trauma. Tanto en el caso de la dictadura militar como en el caso del incendio del estadio, el poder estatal debía proteger a los ciudadanos; pero en cambio, el estado “administró el terror y la muerte” (AAVV 2008: 112). Por este motivo afirmaban que el incendio debía ser tratado como una “masacre”.

En este escenario, la realización del juicio penal aparecía como una cuestión vinculada a la salud mental de las víctimas. En efecto, el campo de la salud mental no fue ajeno a las disputas que se dieron entre el movimiento y el estado durante la espera por el juicio penal, y el tema llegó a tratarse en el congreso internacional de trauma psíquico y estrés traumático organizado por la sociedad argentina de psicotrauma, la sociedad internacional de estudios sobre el estrés traumático y la asociación mundial de psiquiatría, que tuvo ediciones en ciudades como Amsterdam, Jerusalén y Melbourne. Allí se organizó una mesa de trabajo que llevó como título: “Tragedia de Cromañón. Consecuencias Físicas de las Consecuencias Psíquicas”. Los especialistas que hablaron en esa mesa de trabajo trazaron la relación entre “trauma e impunidad”, pronunciándose en favor de la pronta realización del juicio penal. Así, los expertos en salud mental hicieron pública, nuevamente, su opinión autorizada sobre los acontecimientos en favor de las demandas del movimiento.

Durante todo este tiempo, e influenciado por las ciencias de la salud mental y por sus expertos, las proclamas del Movimiento Cromañón apelaron a categorías como trauma, duelo patológico o estrés postraumático, apropiándose así de categorías cuyo despliegue en el marco de la actividad política reflejaba relaciones duraderas con los especialistas en salud mental. En ese marco, las categorías “psi” se revelaron como eficaces herramientas para la movilización, el reclamo de justicia y la determinación de la responsabilidad plena sobre los acontecimientos.

 

Conclusión

Como hemos visto para ambos casos, ya desde las primeras apariciones públicas luego de haber sido informados de los hechos, los gobernantes ejecutivos de los respectivos distritos se preocuparon por mantener distancia de cualquier idea o sentido que condujera a una posible responsabilización sobre lo ocurrido. Esto fue realizado a través del intento de imponer una interpretación de los acontecimientos que esquivara cualquier posibilidad de que fueran entendidos como insertos en tramas sociales, temporales y espaciales más amplias, y que así pudieran llevar a considerar su dimensión política. Sin embargo, la idea de que se había tratado de hechos súbitos, extraordinarios y no previsibles, base de aquella toma de distancia de la responsabilidad, comenzó a ser puesta en cuestión por diversos actores, entre ellos los damnificados y/o víctimas quienes, en alianza con expertos y basándose en el conocimiento técnico y científico que éstos aportaron, restituyeron los hechos al mundo de la política. En el desarrollo de este conflicto, aquel efecto de sincronía que remarcaba la coincidencia fortuita de acontecimientos que produjeron la tragedia y la catástrofe, se diluyó transformándose en una política de la causalidad cuyo componente fundamental fue la atribución de responsabilidades directas e indirectas. Determinar las causas fue, en este marco, un camino hacia la definición de las responsabilidades. Cuando la “causa política” está en estrecha relación con la construcción de una “política de las causas” (Barthe, 2010), se da una convergencia entre la acción de las personas movilizadas y la de los profesionales cuyos saberes pueden ser un gran recurso a la hora de nutrir sus demandas. Ello se debe a que, como parte de la responsabilizacion, es central la construcción de una etiología: de qué se trata el daño que debe ser atribuido a algún responsable, y quiénes mejor que los especialistas para definir esta cuestión (Barthe, 2010). Pero el especialista y sus conocimientos no alcanzan por sí mismos. Su voz es autorizada, y por lo tanto necesaria, aunque no suficiente. Un estado de asamblea y movilización permanente se hicieron también necesarios para lograr la restitución de la política y la responsabilidad sobre las crisis.

Para el caso de las inundaciones, el elemento clave para que un “evento natural” fuera plausible de ser atribuido a la agencia humana fue el hecho de que un grupo diverso de expertos había adelantado la posibilidad de que ello ocurriera, y que una cantidad de agrupaciones locales advirtieran tal situación al gobierno por diferentes medios en el pasado. Así, la restitución del carácter político implicó un rechazo activo de la idea de que la “catástrofe” era parte del mundo de la naturaleza, es decir de un mundo típicamente azaroso e imprevisible. Para el caso del incendio, la restitución de la política implicó construir una racionalidad que rechazó y se plantó en contra de los intentos de presentar las demandas de los damnificados como “irracionales” dado que se basaban en sentimientos primordiales de dolor y sufrimiento. Como trauma y estrés postraumático, la situación de dolor se cargó no sólo de objetividad técnico-científica, sino que ofició como la sólida base para enmarcar las acciones de los damnificados en el mundo de la racionalidad política.

Ahora bien, ¿qué rol jugaron las categorías de ecocidio y de masacre en estos procesos? Si tratáramos de aplicar las definiciones de estas categorías al contexto de los respectivos casos, encontraríamos que se haría difícil llegar a una correspondencia adecuada con los hechos ocurridos. Este intersticio que revela tal cuestión fue aprovechado por muchos para criticar su uso como exagerado. Sin embargo, estas cuestiones deben ser ponderadas en su justa medida y escala, para que no queden como datos secundarios del análisis, o como un caso más de aquello que es visto como exageraciones semánticas que aparecen constantemente en la vida pública para darle fuerza e impacto a las proclamas políticas. No se trata de eso. Estas categorías pueden ser mejor comprendidas a partir del concepto de “estructuras del sentir” de Raymond Williams (2000) y de la concepción de totalidad social de Marcel Mauss (1971, 1972).

El concepto de estructuras del sentir fue elaborado por el autor para suplir lo que consideraba una falencia de las ciencias sociales, que a su juicio tienden a concentrarse exclusivamente en las formas institucionales, “en las formas explícitamente fijadas, mientras que la presencia viviente, por definición, resulta permanentemente rechazada” (Williams, 200, p. 150). En este sentido, estamos tratando con ...un tipo de sentimiento y pensamiento efectivamente social y material, aunque (...) en una fase embrionaria, antes de convertirse en un intercambio plenamente articulado y definido. Por lo tanto, las relaciones que establece con lo que ya está articulado y definido son excepcionalmente complejas” (Williams, 2000, p. 153).

En términos de Williams, se trataría de formas emergentes no clasificadas ni definidas institucionalmente, pero que pueden ejercer presiones palpables y establecer condicionantes efectivos sobre la experiencia y la acción. Categorías como masacre o ecocidio para hacer referencia al incendio y al desmonte que produjo las inundaciones, comienzan a tomar sentido en nuestro análisis si las concebimos de esta manera. Ambas categorías, como manifestaciones de una praxis emergente, son la expresión de un intento nunca logrado (no por incapacidad, sino por imposibilidad efectiva) de asir una totalidad que es escurridiza al entendimiento individual y colectivo y, por lo tanto, también escurridiza al análisis. Como categorías, son el resultado del esfuerzo creativo de reincorporar lo que las instituciones no pudieron ofrecer, y que es justamente un abordaje total de la crisis. No es que hubieran podido hacerlo, pues nuestras instituciones son el resultado de la fragmentación de la vida social en dimensiones separadas (cf. Weber, 2004; Mauss, 1971 y 1972). Sostenemos aquí que lo que ambas categorías expresan, para cada caso, es la reconstitución de aspectos que se presentaron como discontinuos y separados: la responsabilidad como ajena a política, la causalidad como ajena a la responsabilidad, el sufrimiento, el dolor por la muerte y la pérdida como ajenos a la racionalidad. Asimismo, expresan el límite de nuestras instituciones que, frente a fenómenos sociales totales como éstos, sólo pueden responder fragmentando el mundo en partes inconexas. Es decir, sólo pueden responder fragmentariamente.

En los usos habituales de ambas categorías suele ponderarse y destacarse el componente intencional de los actos a los cuales ellas refieren. Como mencionábamos más arriba, la masacre es asociada a un sentido de asesinato cuyas víctimas, que conforman un grupo o colectivo, se encuentran en una total indefensión. El ecocidio, al menos en sus usos originales, hace referencia a la destrucción intencional de la naturaleza con el fin último de matar a seres humanos. Así, la intencionalidad es un elemento crucial del sentido manifiesto de ambas definiciones originales. Sin embargo, para el contexto de los casos aquí analizados, el sentido de intencionalidad está descentrado; es una parte del significado de las categorías, no su centro; podríamos decir que está connotada, no denotada como en los usos habituales. Pero es más que una simple connotación, dado que, además de quedar en el plano de lo difuso y lo no definido plenamente, la presencia de una intencionalidad real y concreta es cognitiva, moral y técnicamente incierta, y quedará así como una incógnita. No hay manera de definir institucionalmente a un sujeto plausible de ser considerado como el agente intencional. Pero no por ello quedará esta idea borrada de las estructuras del sentir.

Una característica que consideramos central de estas categorías es que no hacen referencia exclusiva a los acontecimientos críticos, a los eventos en sí, sino que incluyen una temporalidad mucho más amplia. Refieren a un proceso que desborda el entendimiento de las catástrofes y tragedias como la sincronización de acontecimientos fortuitos o como eventos aislados. Es decir, incluyen un antes, un después y un devenir que excede los acontecimientos críticos en sí, para hacer referencia no sólo a lo objetivo, es decir a lo institucional, sino también a efectos, afectos, sentires y consecuencias que se continúan experimentando más allá de los acontecimientos. Esta temporalidad incluye también un énfasis en la idea de previsibilidad (que refiere al “antes” de los acontecimientos), pues desde la posición de los damnificados, el incendio pudo haber sido evitado si los organismos de contralor hubieran funcionado correctamente, y las consecuencias destructoras de las inundaciones podrían haber sido mitigadas si los gobernantes hubieran escuchado a las organizaciones locales y a los científicos. No es arbitrario, entonces, que las categorías de masacre y ecocidio connoten una intencionalidad que, si bien es prácticamente imposible de determinar objetivamente en términos jurídicos e incluso técnico-científicos, está presente como una tensión ineludible que vincula a la interpretación social e institucionalmente admitida como posible, con la experiencia vivida y sentida.

Antes de finalizar quisiéramos aclarar que aquella idea de “fase embrionaria” de la que habla Williams en relación a las estructuras del sentir no implica para nosotros un tránsito hacia una supuesta “madurez” social o consolidación efectiva que podría eventualmente ocurrir con la institucionalización. De hecho, la vida en sociedad está hecha de “emergentes”, y las formas institucionales son aquellas que se han vuelto hegemónicas. Desde esta perspectiva, la sociedad es un continuo proceso de producción y re-producción. Incluso las formas fijas o relativamente permanentes como las instituciones, lo son sólo temporalmente si cambiamos la escala. Expresiones y consignas políticas como no fue un tsunami, fue el desmonte en relación a las inundaciones de Córdoba o la calificación de la eventual implementación de una ley de bosques como un ecocidio, así como la categoría de masacre en relación al incendio del local Cromañón, no son expresiones azarosas, exageradas o “subjetivas” de quienes las pronunciaron como parte de la construcción del sentido político de su lucha y movilización. Son lo que denominamos “categorías totales”, resultados de una creatividad colectiva que expresa el intento de restituir aquello que fue negado desde el principio.

 

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[1] Fecha de Recepción: 25/08/2021. Fecha de aceptación: 26/10/2021.

Identificador persistente ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s25250841/epcbhdsvm

[2] Universidad de Buenos Aires (UBA), Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Ciencias Antropológicas

Buenos Aires, Argentina

https://orcid.org/0000-0002-6614-7692
adriankoberwein@gmail.com

[3] Universidad de Buenos Aires (UBA), Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Ciencias Antropológicas

Buenos Aires, Argentina

https://orcid.org/0000-0002-9652-8330
diegozenobi@yahoo.com

[4] Cuando hablamos de responsabilidad o de determinación de las causas, nos referimos a la producción colectiva de estos sentidos por parte de los damnificados y otros actores que los apoyaron, no por parte de los tribunales de justicia.

[5] Para ambos casos, el método etnográfico fue implementado en los contextos de actuación de grupos y personas aquí denominadas como los damnificados por la tragedia / catástrofe. En cuanto a los sentidos desplegados por parte de los políticos y funcionarios sobre los hechos, hemos recurrido a los medios de comunicación, que es también la manera en que, desde las esferas de gobierno, se producían y transmitían estos sentidos hacia la población en general.

[6] La problemática comenzó a consolidarse hacia fines del siglo XX con la publicación de Risk and Culture, de Douglas y Wildavsky (1983), y La Sociedad del Riesgo, de Ulrich Beck (1998), obra editada originalmente en 1986. Estas  obras seminales, producidas desde la antropología y la sociología respectivamente, sentaron las bases de una amplia gama de estudios en torno a diferentes líneas, tales como: la manera en que se perciben culturalmente los riesgos frente a posibles tragedias y/o catástrofes en diferentes sociedades (Alaszewski, 2015; Baez Ullberg, 2017; García Acosta, 2020); el conocimiento involucrado en la determinación de las causas de los desastres (Barthe, 2017); la gestión del riesgo (Narváez, Lavell y Pérez Ortega, 2009); la relación entre los estados o eventos críticos y la calamidad (Das, 1995; Visacovsky, 2011); los relatos sobre el sufrimiento y las consecuencias de las tragedias y catástrofes (Harper, 2001; Zenobi 2017a);  la relación entre riesgo, cultura y subjetividad (Evans, 1994; Urteaga, 2012), o la relación entre riesgo e incertidumbre (Koberwein, 2019; Murgida y Radovich, 2020). La complejidad de estos fenómenos es tal, que ninguna de estas líneas es independiente de las demás, ya que su entrecruzamiento está dado por la evidencia misma que las diferentes líneas presentan. Sin embargo, se puede hablar de temáticas diversas y relativamente autónomas en el sentido en que el énfasis está puesto mayormente sobre algún aspecto de los fenómenos más que sobre otros.

[7] Desde que Evans-Pritchard (1978) se preguntara por los aspectos cognoscitivos y políticos de las acusaciones de brujería, el tema se fue consolidando como una especialidad de la antropología social, generándose un consenso en torno a que la brujería —es decir la atribución de culpas y responsabilidades, como diría Gluckman (1972)—, tenía por función resolver los conflictos y así reforzar la moralidad colectiva oficiando como “válvulas de presión social” (Marwick, 1965). Tanto es así que, en las sociedades con bajo nivel de conflictividad, no se encontraría la práctica, afirmaba Nadel (1952). Aquel consenso duró poco, pues pronto hubo evidencias sobre acusaciones de brujería que servían tanto para reforzar la moralidad y mitigar la tensión social, como para provocar, a veces intencionalmente, cismas y fisiones entre grupos (Turner, 1957; Middleton, 1960).

[8] Si bien no está literalmente fundada sobre un río, muchas localidades de las Sierras Chicas avanzaron, en su proceso de expansión urbana, sobre cauces históricos o sobre las áreas de inundación. Así, las típicas crecientes de los ríos serranos comenzaron hace tiempo a causar inconvenientes cada vez más graves para la población, dado que el pequeño cauce de un arroyo puede transformarse, en pocas horas, en una corriente cuya fuerza y caudal arrasa con lo que encuentra a su paso. La responsabilidad de esta expansión urbana descuidada es también atribuida a gobernantes y planificadores urbanos.

[9] Por aquella época, la Coordinadora estaba conformada por 12 agrupaciones de diferentes pueblos y ciudades de las Sierras Chicas.

[10] Fragmentos del Manifiesto “Por otra ley de bosques”, escrito por la Coordinadora en Defensa del Bosque Nativo de Córdoba, y leído desde un escenario para el público presente durante el festival realizado en el marco de la manifestación y marcha en contra de la reforma de la ley de bosques el día 28/12/16. Grabación en audio realizada in situ por nosotros. Para un análisis en mayor profundidad sobre el conflicto por la ley de bosques en Córdoba, véase Koberwein, 2018.

[11] Mientras escribimos estas líneas, se están quemando grandes extensiones de bosque nativo en la Provincia de Córdoba, fenómeno que también está siendo considerado como un “ecocidio”. Al respecto, Quirós (2021) escribió una interesante nota en la que trata el uso de esta categoría en relación a estos incendios.

[12] Fragmentos de la conferencia de prensa ofrecida por familiares y sobrevivientes de Cromañón. Buenos Aires, 14 de abril de 2008. Grabada in situ por nosotros.

[13] No estaría demás aclarar que la política sólo es reconocida socialmente como tal cuando es practicada, en cualquiera de sus formas, por sujetos racionales.