Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos

N° 14 (junio-noviembre). Año 2022. ISSN: 2525-0841. Págs. 1-15

http://criticayresistencias.com.ar

Edita: Fundación El llano - Centro de Estudios Políticos y Sociales de América Latina (CEPSAL)

 

Comunidad de la expropiación y compromiso con la alteridad. Sobre comunidades e inmunidades posibles[1]

Community of expropriation and commitment to alterity. About communities and possible immunities

 

Patricia Manrique Fernández[2]

 

Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-No hay restricciones adicionales 4.0 (CC BY-NC 4.0)

 

Resumen

En las líneas que siguen, se recogen algunas notas en torno al recorrido de los conceptos de communitas e inmunitas y el trabajo deconstructivo de la propia noción de comunidad realizado por Roberto Espósito, en la medida en que se consideran relevantes para la imprescindible tarea de nuestro tiempo que es pensar la comunidad. Tales conceptos ayudan a iluminar una comunidad por venir, democrática, de la heterogeneidad, cuando la inmunidad recíproca neoliberal en un extremo y las comunidades fusionales e identitarias, totalitarias, en el otro, opacan la realidad existencial de nuestro ser en común. La contribución de Esposito a la cuestión de lo común, así como las otras apuntadas —Jean-Luc Nancy, Simone Weil y Donna Haraway— abren espacio a un concepto de comunidad signada por la relación y el compromiso, por la obligación recíproca, y renuente a ser apresada en nociones cosificadoras y sustancializantes, como es el caso de las nociones identitarias de comunidad vertebradoras de los totalitarismos, aunque también el de la comunidad contractual de sujetos-individuos (neo)liberal. La noción de lo común que subyace a los pensamientos impolíticos aquí destacados lo vinculan a la singularidad y la pluralidad, la diversidad, la expropiación y la heterogeneidad, alejándose del universo semántico del sujeto y la sustancia, la identidad y la unidad, lo apropiado y la propiedad, la homogeneidad.

Palabras clave: Común; Comunidad; Inmunidad; Esposito; Nancy; Weil; Haraway

 

 

 

Abstract

In the lines that follow, some notes are collected around the journey of the concepts of communitas and inmunitas and the deconstructive work of the notion of community carried out by Roberto Espósito, to the extent that they are considered relevant for the essential task of our time that is to think the community. Such concepts help to illuminate a community to come, democratic, of heterogeneity, when the reciprocal neoliberal immunity at one extreme and the fusional and identity communities, totalitarian, at the other, overshadow the existential reality of our being in common. Esposito's contribution to the question of the common, as well as the others mentioned —Jean-Luc Nancy, Simone Weil and Donna Haraway— open space for a concept of community marked by relationship and commitment, by reciprocal obligation, and reluctant to be captured in reifying and substantializing notions, as is the case of the identity notions of community that are the backbone of totalitarianism, but also that of the (neo)liberal contractual community of individuals. The notion of the common that underlies the impolitic thoughts highlighted here link it to singularity and plurality, diversity, expropriation and heterogeneity, moving away from the semantic universe of subject and substance, identity and unity, appropriateness and property, homogeneity.

Keywords: Common; Community; Immunity; Esposito; Nancy; Weil; Haraway

 

1. La comunidad como relación

La cuestión de la comunidad lleva algo más de medio siglo ocupando con especial intensidad a cierto pensamiento que no acepta reducirla a la semántica del sujeto y las dimensiones del individuo, ya sea en su versión (neo)liberal o comunitarista, y acusa la asechanza del totalitarismo tanto por sus hondas raíces en el discurso occidental —muy especialmente en el discurso tecno-científico de la Modernidad-Colonialidad (Mignolo, 1992; Mignolo y Walsh, 2018)—, como por su vuelta al discurso público en lo que podría considerarse un espeluznante fracaso democrático. Tal reflexión contemporánea sobre la comunidad es un trabajo de investigación repartido y compartido que, más allá de lo puramente político, apunta a lo ontológico, en tanto piensa la comunidad como clave de nuestra existencia, pues pensar nuestra existencia equivale, como apunta Jean-Luc Nancy, a pensar nuestra existencia “a secas”. Existir es ser en común. Esta tarea de pensamiento, de investigación, más distribuida que colectiva, anhela comprender o inventar una articulación del ser-en-común distinta a aquella que nos llevó a lo peor, al horror del nazifascismo, y la que aún hoy medra en la esfera pública, como muestra el auge de los fascismos, tanto en Europa como en América, del “America first” de Donald Trump al “Brasil acima de tudo, Deus acima de todos" de Jair Bolsonaro pasando por el escandaloso ascenso de los partidos de extrema derecha en Europa. Y es que, cuanto más precaria es la situación del individuo, más posibilidades hay de que se transmitan sus anhelos a la comunidad, una comunidad, a la sazón, mítica: homogénea y sustantiva, que se ofrece como acogedora por su carácter fusional.

Recogiendo una rica tradición que piensa una comunidad rupturista, que desplaza la óptica identitaria —de Rousseau a Nancy o él mismo, pasando por Marx, Heidegger, Weil, Arendt, Bataille, Blanchot…—, Roberto Espósito trata de deconstruir, de impolitizar la comunidad, haciendo emerger lo impensado… Persigue, en el pensamiento filosófico occidental que es su tradición, modulaciones del “nosotres” que traten de evitar convertir la comunidad en lo que Nancy caracteriza críticamente como ”un cuerpo de identidad, una intensidad de propiedad, una intimidad de la naturaleza” (2012, p. 13). Es tarea de nuestro tiempo pensar, contra la semántica de lo propio y la identidad, nociones de comunidad que no nieguen la pluralidad ni apunten a una especie de supersujeto, que no resulten incapaces de dar espacio en el pensamiento a la no-sustancialidad de la relación, acostumbradas a reducirlo todo a sustancia. Porque ese modo de operar ha acabado por desfigurar la noción de comunidad, modelándola al gusto del contrato liberal y obviando la heterogeneidad que necesariamente la atraviesa. Y pensar más allá de la comunidad cerrada y entificada es el movimiento que caracteriza a les pensadores que Esposito recoge bajo la rúbrica de “lo impolítico”.

El filósofo italiano, por su parte, explora la potencialidad encerrada en el término communitas, así como el histórico proceso de inmunización que se registra en la filosofía política moderna y que conduce hasta la practica aniquilación de lo propiamente comunitario, esto es, de la relación, que la sociedad, la economía, la técnica y la gestión condenan, obturan, saturan hasta hacer desaparecer. La política moderna, desde Hobbes, resultará, bajo su mirada, un ejercicio de neutralización del conflicto y, por ende, de despolitización. Ya en la propia genealogía del término communitas se evidenciará el asedio de la metafísica de la sustancia que desemboca en la comprensión de la comunidad como mera suma de individualidades. Y esta comunidad identitaria, sustantiva, ya se muestre como monstruo totalitario o agregación individualista, imposibilita la comunidad por venir, la circulación del sentido, la comunidad impensada cuyo aliento es, sin duda, la democracia como actitud, como valor —y no como mero procedimiento—.

La paulatina reducción de la comunidad a sustancia, su entificación en el discurso filosófico-político ha distorsionado y desvirtuado la primitiva communitas, reduciéndola al lenguaje del individuo y la totalidad, de la identidad y la particularidad, del origen y el fin… En definitiva, del sujeto y la metafísica, que tendrá su doble en el ámbito político de mano del lenguaje del individuo. Ya se la entienda como una propiedad de los sujetos a los que une, como algo que los califica como pertenecientes a un mismo conjunto, ya se comprenda como una sustancia producida por su unión, se tratará siempre de un algo —sustantivo— que hace a los sujetos más sujetos, siendo ella misma una subjetividad en versión ampliada. Un “pleno” o un “todo”, un “origen” o un “destino”. Plenitud, pertenencia, propiedad… semántica del propium que asedia la comunidad hasta el punto de convertirla en algo propio a poseer por un determinado grupo de individuos —diferenciado del resto, acomunados en la identidad que permite su diferencia—, algo que tienen en común: su ser propietarios de lo que les es común, ya sea vehiculado por la lengua, la tierra, la identidad… Lo común, lo com-partido, cobra forma de ente propio, apropiado, llevado a la semántica del individuo y su ademán metafísico y posesivo, sustancialista, totalizador, absoluto… que fulmina el reparto, la condivisión, la existencia en común. Y esto, que signa un pensamiento poco prometedor, se acumula con una experiencia histórica de la comunidad más marcada por el horror y el desencanto que por su potencia y promesa.

 

2. El munus de la communitas

Así, como pone de relevancia Esposito (2012) con su minucioso estudio etimológico de communitas, el significado principal que los diccionarios atribuyen al sustantivo communitas y al adjetivo communis adquiere sentido por oposición a “propio”. En las lenguas latinas, y no sólo en ellas, común es lo que no es propio, lo que justamente empieza donde lo propio termina. Es lo que atañe a más de uno, a muchos o a todos y que, por tanto, es “público” en contraposición a “privado” o “general” en contraposición a “particula”. Sin embargo, no es este primer significado canónico, casi oficial, institucional e institucionalizado, en el que ahondará Espósito, quien se interesa por otro, menos tranquilizadoramente dicotómico, que tiene en cuenta la complejidad semántica del término del que proviene, de munus (arcaico minos, moenus), compuesto por la raíz mei y el sufijo -nes, que indica una caracterización social que apuntará, en última instancia, al deber, y no tanto a lo propio y la propiedad, como hará por canonizar la tradición liberal.

El munus es, en derecho romano antiguo, un tipo de don particular que se caracteriza por su obligatoriedad, implícita en la raíz “mei-“ que apunta a “cambio” (Esposito, 2012; Benveniste, 1983), pero cuyo sufijo -nes suma el carácter de deber, de intercambio debido. Ya Mauss señalaba, en su conocida investigación sobre el don (1979), el “carácter voluntario, por así decirlo, en apariencia libre y gratuito y, sin embargo, forzado e interesado de esas prestaciones” (p. 158). En dicho estudio, encontramos apuntes tan interesantes como el relativo al carácter posesor que las sociedades primitivas atribuyen a las cosas que se entregan en los intercambios, a tal punto que el “reo”, reus, es el que recibe una cosa en un contrato y queda poseído por tal cosa, por su espíritu —lo que hoy tal vez denominaríamos “valor sentimental” (Mauss, 1979, p. 158)— ya que la cosa que se da crea una relación “bilateral e irrevocable” (Mauss, 1979, p. 240). Pactos en los que se mezcla la esencia humana con las cosas, en los que se ponen en juego las esencias más allá del puro intercambio material. Mauss ya invitaba a deconstruir la oposición voluntario/libre, entre otras, apuntando la necesidad de “pasar por el crisol, los conceptos de derecho y de economía que nos hemos dedicado a oponer: libertad y obligación, liberalidad, generosidad, lujo y ahorro, interés y utilidad” (Mauss, 1979, p. 253).

En coherencia con esta línea de investigación, que subraya el protagonismo del deber en el munus, a su vez tipo concreto de donum, de don (Esposito, 2012), Benveniste muestra, en su estudio llevado a cabo en el Vocabulario de las instituciones indoeuropeas (1969) sobre la hospitalidad, las instituciones de acogida y de reciprocidad, un mecanismo semántico similar en hostis y munus, entre términos con la raíz mei- (“cambiar”) que tienen en común el carácter social, y establece que, en concreto munus, de donde derivan inmunis y communis, tiene el sentido de “deber, cargo oficial”. Munus es un don que obliga a un cambio e inmunis, en sentido arcaico, es el ingrato, aquel que no cumple con la obligación de restituir. Munus remite a un universo conceptual vinculado a la idea de “deber”, pero uno tal que no se puede no cumplir, que obliga a retribuir, enlazando “don” y “deber”. Si para Mauss los bienes tienen que circular, y aunque el “do”, raíz que apunta a dar implique, según Benveniste siguiendo al propio Mauss, la necesidad de retribución, hay una significativa diferencia entre el donum, que se puede sustraer al retorno, y el munus, que implica una inexorable obligatoriedad, siendo “el don que se da porque se debe dar y no se puede no dar” (Esposito, 2012, p. 28). El fuerte componente de deber de munus interrumpe incluso la circulación entre donador y donatario, ya que el munus “indica sólo el don que se da, no el que se recibe”, aunque sea generado por un beneficio anterior. Resalta el acto transitivo de dar y no implica ningún tipo de estabilidad respecto a la posesión, sino “pérdida, sustracción, cesión” (Esposito, 2012, p. 28). A la postre, lo que prevalece en este universo semántico es la reciprocidad —o la mutualidad, con la que comparte la raíz mu— que determina un compromiso, un juramento común visible en el vínculo sagrado de la coniuratio.

Tal trabajo etimológico permite una interpretación del sustantivo colectivo com-munitas que lo aleje de la identificación con res publica, en un movimiento similar al que identifica koinonía y polis —autorizado por la koinonía politike aristotélica, que se tendió a entender más como communitas que como societas—. Ante todo, si munus implica deber y reciprocidad, la communitas no será nunca la comunidad vehiculada por una cosa, una res. No es, en definitiva, res pública; esto despeja el camino para combatir el concepto de communitas como res, como cosa, su entificación o sustancialización. Communitas es el conjunto de personas a las que une, no una “propiedad”, sino justamente un deber o una deuda, unidas no por un “más” sino por un “menos”, acomunadas en una falta.

El communis era, originariamente, en derecho romano, quien comparte una carga, cargo o encargo y si se le suma el prefijo com, del latino cum, y este, a su vez, de la raíz indoeuropea kon, que indica “enteramente, globalmente”, hallamos que communis se opone a inmunis y communitas no se opone a privado, sino a in-munitas. El munus que la communitas comparte no es una propiedad o una pertenencia —una lengua, una tierra, unas tradiciones…—, sino una deuda, una carga compartida, un deber de los sujetos que hace que no sean enteramente dueños de sí mismos, que les expropia su subjetividad: no es lo propio sino lo impropio, o la expropiación, lo que caracteriza a lo común. No reafirma al sujeto, sino que lo descentra, lo fuerza a salir de sí mismo.

En la communitas, los sujetos no sujetos, o sujetos de su propia ausencia, de la ausencia de lo propio, se asoman a una comunidad que los penetra en su común no pertenecerse. Por este motivo es un error pensar la comunidad como un cuerpo o una fusión de individuos de la que resulta un individuo más grande. Tampoco como un lazo colectivo que conecta individuos previamente separados confirmando su identidad inicial. No es un modo de ser o de hacer del sujeto individual, sino la exposición que interrumpe su clausura, que desbarata su presunta continuidad, que los expropia. Una communitas que nos expone y revela nuestra nada. Pérdida de los límites, de la seguridad del cierre sobre sí y la identidad y, en consecuencia, amenaza al sujeto —e incluso, qué duda cabe, a su subsistencia—. Peligro de la convivencia y en la convivencia, violencia más o menos potencial del existir en común, de la que la communitas ha de protegerse al tiempo que la define. Esa nada, esa expropiación, nuestro fondo común, el que agujerea la entidad de la res pública, que la muestra como una maraña de descentramientos, que inunda la cosa pública de nada, es la communitas que horada la societas —que no es otra cosa que la institucionalización de la inmunitas, la huida de los deberes por la vía de los derechos, en una línea que veremos más adelante de la mano del propio Esposito y de Simone Weil—. Hablamos de una vía prometedora no sólo por inexplorada, sino porque pone en el centro la nada de la relación y la circulación del sentido. No pertenezco en común; me expongo a y en la communitas.

 

3. Pensar la nada de la relación

Roberto Esposito, Carlo Galli y Vincenzo Vitiello compilan en Nihilismo y política (2008) una interesante serie de reflexiones en torno al nihilismo y la propia noción de nada, que tanto Esposito como Nancy vinculan particularmente con la comunidad por cuanto contribuye al destierro filosófico-político de la noción sustancialista que impide (re)pensar communitas como com-munus, deuda recíproca, expropiación, y partage, condivisión, comparecencia de cuerpos y circulación de sentido(s).

Jean-Luc Nancy se refiere, más en concreto, a la nada del Sentido, el Gar kein Sinn que es “bandera del nihilismo” (2008, p. 18), el nietzscheano rechazo radical del valor sustantivo, aplicado ahora a la cuestión de la comunidad.  En su reflexión cobra protagonismo una nada de nihilismo cumplido que se atreve a “pasar entre la destrucción y la extinción, sin por esto ponerse a salvo ni ser salvado” (Nancy, 2008, p. 21), tarea nietzscheana pendiente que blande “la fuerza de ‘dar un sentido’, sin por esto tener sentido” (Nancy, 2008, p. 2). La communitas pendula entre una nada, la de la relación, y un todo, pero sin totalidad sustantiva. Darle sentido será la tarea sin sentido a la que estamos invitadas para sacar a la communitas del universo de la religión y la teología política, pues tienden, ambas, a buscar la tranquilidad del uno, que fulmina la especificidad comunitaria, su radical heterogeneidad, la distancia que hace posible la expropiación que la vertebra, sumergiéndola en la fusión. El movimiento o el gesto de pensar y dar sentido, no lo es de un sujeto, individual ni colectivo, sino de la existencia misma, que es en común, y es un dar sentido carente de sentido. La existencia es caracterizada como fuerza de existir, como una nada que desafía toda religión y también todo nihilismo cuando no hay nada que salvar porque no hay nada perdida.

En La comunidad desobrada o La comparecencia, entre otros trabajos, Nancy ya había planteado una prometedora noción de comunidad, de ser-en-común, de lo común sin '-idad', sin sustancia, sin supuesto fundante, que remitía a la pluralidad de ser singular plural (Nancy, 2006), no al individuo. El ser singular es entendido como un ser expuesto al éxtasis, finito, y repartido, compartido en las singularidades, presentado como “el aparecer a la vez glorioso y miserable del ser-finito mismo” (Nancy, 2001, p. 56). Es ser en tanto que ser-finito, su esencia es la partición y conlleva siempre comunidad, ya que no hay ser singular sin otro ser singular, ya que no puede pensarse sin una comunidad que, por su parte, no será más una totalidad superior a las singularidades, una comunión o fusión
—concepción tan funcional al totalitarismo— sino comunicación, comparecencia, circulación de sentido. La finitud com-parece, hay una interpelación constitutiva de la singularidad y del ser-en-común, siempre repartido, expuesto a un afuera que es la “arealidad”, la superficie de su adentro. Porque hay nada, como ya hemos insistido: no hay vínculo sustancial ni yuxtaposición posterior a un elemento constitutivo —el individuo—, sino exposición singular de la singularidad plural.

Así, en la reflexión nancyana sobre la relación en cuanto tal, tomada en sí misma, se insiste en la necesidad de pensar el impensado de la relación como “comunidad” de la alteridad —partage, condivisión, reparto—, como “una alteración de uno y del otro más que como alteridad originaria”, como aquello que “desgarra la integridad de lo homogéneo” (Nancy, 2008, p. 26), como lo no-sustancial y no-esencial. Volvemos, pues, a la nada del “resplandor, el resplandor y la explosión de la relación gracias a la cual se dan el uno y el otro, puestos a una distancia insuperable entre ellos” (Nancy, 2008, p. 27), la “violencia blanca” del origen —la violencia divina de Benjamin—  frente a la “violencia negra” —mítica, cumplida, totalizadora, totalitaria— propia de la irritación o exasperación que provoca el afán de reducir todo a lo idéntico —afán totalitario e identitario—, ocluyendo la comprensión de lo común como puesta en juego de la existencia en su singuaridad y pluralidad irreductibles.

Espósito sigue en su trabajo la estela de esta la línea nancyana, pero su reflexión impolítica —ultrapolítica— atiende a la noción histórico-política de comunidad para deconstruirla —lo cual supone una diferencia con el trabajo de Nancy, que es eminentemente ontológico—. Pero ambo contribuyen a la crítica del afán de un individualismo fracasado —y de un comunitarismo que es su doble especular— de convertir la comunidad en un dique contra el nihilismo, en hacer de ella “una cosa”, un “algo lleno, —una sustancia, una promesa, un valor— que no se deja vaciar por el vórtice de la nada” (Esposito, 2008, p. 40). Algo que, proponemos con ambos autores, bloquea un pensamiento de la comunidad a la altura de nuestro tiempo. Se impone el reto de pensar —en un sentido amplio, que incluye la praxis— esta nada de la comunidad que es la nada de la relación —insistimos: esta nada en tanto que no es “algo”, ente, sustancia—, la relación misma. Pensar el ser como inter, como relación… como nada, porque lo propioimpropio o expropiado, lo que hace communitas a la communitas es la distancia, el espaciamiento, la común no-pertenencia, la expropiación, el resplandor, que sólo ‘tiene’ en común la falta, el deber, el com-munus, la con-división de (los ya no) sujetos asomados a su afuera, que se constituyen en ese asomarse, en esa exterioridad, en esa partición que es compartir y es partida. Por ello, Espósito advierte:

Por eso la communitas está muy lejos de producir efectos de agrupamiento, de asociación, de comunión. No calienta y no protege. Al contrario, expone al sujeto al riesgo más extremo: el de perder, con su propia individualidad, los límites que garantizan su propia intangibilidad por parte del otro. De resbalar repentinamente en la nada de la cosa. (Esposito, 2008, p. 40).

Sin duda, pensar de esta otra forma la comunidad no es sencillo, tras siglos de comunidades sustantivas, de la identidad, apropiadoras, homogéneas, y no digamos ya la dificultad que supone poner el universo de la expropiación y la deuda recíproca en circulación en la reflexión y la praxis política…

Espósito (2008) distingue lo que podríamos caracterizar como “buen nihilismo”, que piensa y vive la nada de la relación, y un “mal nihilismo”, que denomina “nada al cuadrado” o “nada de la nada”: lo absoluto de lo sin-relación. Necesitamos huir de este segundo nihilismo, inaugurado en la Modernidad por Hobbes, que abre a lo que Espósito describe con la categoría inmunitas y alcanza su clímax en la subjetividad neoliberal. Una vez descubiertas la nada que hay al interior de la communitas y la expropiación, luego el riesgo implicado en la comunidad, Hobbes, junto con una amplia tradición posterior que coincide con la Modernidad —una Modernidad colonial que trata de exportar este modelo a las colonias, con consecuencias desastrosas para la política comunitaria allí existente—, sustituye la communitas por una comunidad sin comunidad, vía contrato. Frente a la comunidad de la falta, de la nada, de la expropiación y el riesgo, Hobbes y la tradición contractualista liberal proponen el “nihilismo al cuadrado” de la inmunidad. Se sustituye así la communitas por una forma política, el Leviatán, que es la disolución de toda atadura, la abolición por contrato del inter de ser y el ser de inter, el sacrificio del cum, de la relación entre los seres humanos “y, por lo tanto, en cierto sentido, a los propios hombres. Paradójicamente, se los sacrifica a su propia supervivencia. Viven en y de la renuncia a convivir” (Esposito, 2008, p. 43). Todas las posteriores formulaciones políticas serán respuesta al problema planteado por Hobbes, y correrán el peligro de caer en este círculo vicioso nihilista que, pretendiendo huir de la nada, aniquila la comunidad con la nada institucionalizada, obviando que aquella nada, aquella falta de la communitas no era una pérdida sino el carácter de nuestro ser en común.

 

4. El peligro del “nihilismo al cuadrado”

En esta misma línea de denuncia del “nihilismo al cuadrado” que es la sociedad contractual como negación de la comunidad, en La comunidad desobrada (2001), Nancy evidencia el secuestro de nuestro ser en común producido por la puesta en obra de la comunidad, esto es, la comunidad plenificada, entificada, hecha obra o mito. El horizonte político moderno está ligado a un inmanentismo en nuestras concepciones tanto de comunidad como de identidad, solidarias entre sí: tratan al ser humano —entendido como individuo— o a la comunidad —su reflejo especular— como productores de sí mismos, como fines absolutos, productores de su propia esencia. La inmanencia absoluta, la absolutidad, ya sea vinculada a la individualidad o a la pura totalidad colectiva, son formas de negar la relación constitutiva, la fragilidad, la trascendencia ateleológica y sin reserva, el éxtasis que no tiene el sujeto sino que le acaece a la singularidad. Este inmanentismo, esta negación de la trascendencia —“transinmanencia”, dirá Nancy (2001)— trasladado a la propia Historia, entendida como un todo absoluto nuevamente, se expresa en una generalizada sensación de “comunidad perdida” que hay que conjurar y de la que hay que abjurar, una especie de melancolía por el duelo no resuelto de la comunidad que nunca fue: el mito de la comunidad perdida. De hecho, cree Nancy, podría ser el mito más antiguo de Occidente, el de la plenitud fundante, el de la comunión, la fusión al origen. Y este peligroso mito esconde una pulsión de muerte que se encarna en el totalitarismo.

En esta misma línea, Espósito advierte acerca del nihilismo respecto a la relación que la comunidad como obra o mito obtura, y que se manifiesta en una serie de rasgos recurrentes, como la aspiración a una perfecta autosuficiencia del conjunto y la oposición a todo lo que esté en su exterior. Comunitarismos, patriotismos, particularismos que hoy vemos proliferar, en el discurso de derecha y de izquierda —la patria, la matria, la fratria, pero también en otras versiones como la manada, la banda… todo tiene un sospechoso aire de familia—, comunidades fusionales con pretensión de autonomía y autarquía, que aspiran a ser absolutas, en lo que podría entenderse como una reconversión koinocéntrica del discurso inmunitario en tanto negación de la comunidad. La semántica del mito político, señala Espósito, “no pertenece en sí misma ni a la derecha ni a la izquierda, sino que constituye exactamente el punto de su yuxtaposición ideológica situado en la confluencia de humanismo y nihilismo” (1996, p. 97). Prolifera en espacios de pureza contrarios a la acepción primitiva de communis como lo “vulgar”, lo “popular” … y lo “impuro” pues el elemento mestizo se hace intolerable, cuando el objetivo es indagar en el “fundamento esencial”, esto es, cuando emerge el anhelo de la mitología del origen. Nos hallamos, entonces, ante la pretensión de entificación de la relación, entificación de la communitas, entificación del origen. Nihilismo al cuadrado, negación de la nada que muta por momentos en violencia, violencia como rabia contra la nada de la relación, su negación… Al fondo, todo recto, el totalitarismo.

Este mito es, en definitiva, el mito de la obra propio de un prometeísmo apropiador que pretende llevar a cumplimiento las esencias, hacer coincidir valor y hecho, llevar a cumplimiento la Verdad —con mayúsculas— en el devenir histórico. Y no se trata, en respuesta a esto, de interrumpir completamente el mito, de llevarlo a su “final” —un nuevo mito, a la postre— sino de pensar sus límites, mantenerse en guardia ante los intentos de saturar la comunidad, de negar su nada, su insuperable finitud, que pretenden convertir su existencia en esencia.

 

5. Inmunitas: el doble inverso de la communitas

Como ya se adelantó líneas atrás, la filosofía política moderna trata de responder al riesgo implicado en el munus —de muerte, de expropiación, de nada— mediante el contrapunto semántico de communitas que es inmunitas. Espósito considera que el paradigma inmunitario signa hasta tal punto el pensamiento de la Modernidad que se puede elevar a clave explicativa de todo el paradigma, en competencia con otras claves clásicas como secularización, legitimación o racionalización, pues, a su juicio, la inmunitas recoge mejor que estos términos los caracteres modernos de individualismo, absolutismo, y, en general, de eliminación del riego implícito en el munus. La Modernidad se afirma separándose violentamente el orden anterior: huye de la obligación, la prestación, la amenaza.

El “inmune”, de hecho, no es simplemente distinto del “común”; es su contrario, su doble invertido. Los “individuos” modernos llegan a ser tales, esto es, absolutos, independientes, con unos límites precisos que los aíslan y protegen, cuando se liberan de la deuda y del riesgo que supone el munus, mediante el contrato, que los dispensa de la relación y su amenaza de expropiación y exposición, de puesta en peligro de la identidad. Bien lo sabe Hobbes cuando elabora su propuesta reactiva: percibe que la communitas lleva inscrito el riesgo de la muerte y se inmuniza absolutamente y por anticipado, rompiendo el vínculo del vivir en común —del vivir, del existir, la relación— que es la communitas, sustituyéndolo por un vivir exento gracias al poder inmunizante del contrato, concebido ante todo como ausencia de munus. Con ello se responde a que, como señalara Hobbes, lo más común en el hombre sea la posibilidad de matar y de ser muerto, igualdad primaria que nos hace equivalentes pues todes podemos ser verdugos y víctimas. A Hobbes, así, no le atemoriza la distancia que separa a los seres humanos, sino la igualdad que los acomuna en esta misma condición. Por ello, el Leviatán abole toda relación que no sea la vertical de protección-obediencia: “si la comunidad conlleva delito, la única posibilidad de supervivencia individual es el delito contra la comunidad” (Esposito, 2012, p. 42). Se renuncia a convivir aniquilando la relación en una suerte de mecanismo sacrificial.

La inmunitas, así, surge por el miedo a la violencia, que es algo común, en todos posible, y no afecta primariamente a la comunidad desde el exterior sino, sobre todo, desde su interior, ya que quien causa la violencia, o en el extremo mata, no es un extranjero, es uno de los miembros de la communitas. Esa es la causa del desasosiego. Pero es, asimismo, el miedo al contagio, a la relación: ante todo de la brecha que es y abre la alteridad, la desestabilización que genera al colocarnos delante nuestra propia finitud… una enfermedad, una forma de ser, virus biológicos o informáticos… Existir en común implica el riesgo de la contaminación, es estar expuesto y la inmunitas es la exigencia de protección de lo sano, de lo seguro, entendido como lo idéntico a sí mismo, lo propio. El inmune es quien no debe nada a nadie, quien está dispensado, el que está exento de la obligación del munus, ya sea en lo personal, fiscal o civil. Es una dispensa a la exposición. Por ello, Espósito propone que el verdadero antónimo de inmunitas no es el munus ausente, sino la communitas de aquellos que, por el contrario, se hacen sus portadores.

Hay en la inmunitas, por tanto, un componente antisocial y anticomunitario, ya que interrumpe el circuito social de donación recíproca al que apunta communitas. Este es el componente extraído de su acepción, sobre todo jurídica, pero no es la única dimensión que ha de ser tenida en cuenta: en el ámbito biomédico, la inmunidad es también la condición de oposición del organismo al peligro de lo otro, generalmente de las enfermedades contagiosas, como bien hemos comprobado en estos últimos tiempos de pandemia y vacunas.

En los siglos XVII y XVIII, de la mano de Jenner, Pasteur o Koch, nace la bacteriología médica que plantea una específica forma de inmunitas biomédica: inocular activamente cantidades no letales de virus en un organismo para estimular la formación de anticuerpos capaces de neutralizar los patógenos. El paradigma inmunitario se puede caracterizar, así, no por la acción sino por la reacción, y en un doble sentido, pues es una fuerza que impide que otra fuerza que ha sido presupuesta como mal se manifieste, y para ello reproduce de forma controlada el mal del que debe proteger. Se establece de este modo una paradójica economía entre protección y negación de la vida. El mal se enfrenta, pero sin alejarlo de los propios confines, incluyéndolo: una inclusión excluyente o una exclusión inclusiva, negación de una negación, ya que lo negativo es la condición para que la cura sea eficaz. Un mal diferido: la vida se conserva interiorizando algo que la contradice, probando la muerte.

Pero el exceso de inmunitas, el exceso de celo protector, acaba con la communitas replegándola sobre sí, generando dinámicas que la aniquilan, dinámicas de autoinmunidad de las que ya hablara Derrida —Un proceso autoinmune, como se sabe, es ese extraño comportamiento del ser vivo que, de manera casi suicida, se aplica a destruir “él mismo” sus propias protecciones, a inmunizarse contra su “propia” inmunidad” (Derrida, 2001)—. Así, la vida en común es sacrificada a menudo en la lógica neoliberal para asegurar la mera supervivencia, desalojando la posibilidad de una vida que merezca la pena de ser vivida. Pero no es esta la única forma de entender la inmunitas, que puede re-conceptualizarse vinculándola esencialmente a la communitas y leyéndola incluso como co-constructora de ella: una inmunidad común. En la reciente pandemia, pudimos ver ejemplos de inmunidad común n grupos de sanitarios enfermos que apostaban por cuidar enfermos desde su propia enfermedad, renunciando a la lógica de frontera y guerra que se impuso en el discurso y la praxis general.

 

6. Simone Weil y el papel inmunitario de los derechos

Simone Weil intuye el paradigma inmunitario en su crítica del derecho, y en sus escritos podemos encontrar, de la mano de la noción de la noción de “obligación”, una puesta en valor del munus y, por tanto, de la communitas, y, sobre todo, una muy buena ilustración de cómo opera la inmunización, visible en su crítica al carácter privado y privativo de todo derecho, su ligazón con la semántica del propium, ya que todo derecho es derecho de parte, nunca de todos, del común. Weil defenderá una primacía de la obligación, que expropia la subjetividad, que conecta con el munus y la responsabilidad con la alteridad.

En la “política de la ascesis” de Simone Weil —así la denomina Espósito en Categorías de lo impolítico (2006)— no existe el miedo al riesgo del “contagio”, sino más bien lo contrario, una interesante simbiosis del ansia de libertad de la singularidad y la pasión por lo común. La peculiar religiosidad que empapa sus escritos y las tonalidades platónicas en las que se inscriben sus reflexiones, no deben hurtarnos la posibilidad de conocer su crítica del excluyente dispositivo “persona”, entendido como productor de desigualdades. Esposito destaca en ella, junto con otros autores que considera “impolíticos” —pensamientos que no siendo directamente políticos resultan ser ultra-políticos por tocar cuestiones de fondo—, como Canetti, Musil o Kafka,  la puesta en cuestión del “individualismo propietario”. Podríamos considerar a estos impolíticos antecedentes del pensamiento crítico con la subjetividad neoliberal (Dardot y Laval, 2013, 2018), paradigma en el que la propiedad privada se convierte en clave organizativa de la vida, y el sujeto es un mero consumidor —hoy prosumidor— en el reinado de la mercancía absoluta: algo que conducirá, en última instancia, a la negación del propio individuo.

Weil investiga cómo opera la subjetividad jurídica, que libera, vía contrato, de los vínculos, resultando el derecho una técnica de control de parte, ajena a la justicia, que, en cambio apunta al todo, a la communitas, mediante una apertura incondicionada hacia la alteridad, la fragilidad, la vulnerabilidad, la finitud. La noción de derecho “está ligada a la de repartición, intercambio, cantidad. Conlleva algo de comercial” (Weil, 2007, p. 33), siempre implica una reivindicación por parte de un grupo de interés determinado, la exigencia de un privilegio que nunca será extensible a todos y, si lo hace, dejará de ser derecho para ser hecho. Analiza, así, el vínculo del derecho con lo propio, con la mismidad, mientras conecta la obligación con la alteridad, para acabar resaltando que la primacía de los derechos en detrimento de las obligaciones con los otros signa nuestro tiempo.

En su análisis, el “sujeto”, la noción de subjetividad, está ligada al poder, tratándose de un ego propietario marcado por el impulso de crecimiento infinito por el que los otros pueden ser percibidos como obstáculo a destruir, lo cual supone la negación de la coexistencia de los seres que componen el mundo. Doblegar el sujeto, aceptar la necesidad del mundo será, en la “política de la ascesis” weiliana, una suerte de obediencia elegida que conduce a su noción de “descreación”: aniquilación del yo que es, señala Espósito, “creación autoaniquiladora, un autoaniquilamiento creador” (Esposito, 2006, p. 219). En el lugar del poder, encontramos la potencia como actividad pasiva que no da lugar a un acto, como pasividad activa que proviene de un clinamen, de la paciencia o la espera, pero no de la voluntad. En definitiva, potencia no convertible en poder, y un pensamiento entendido como praxis cuidadora que se vacía para recibir al mundo en su singularidad plural, desde la energía del deseo sin objeto que vela por la fragilidad, la vulnerabilidad, la finitud. Escuchar, mirar, dejarse tocar por el mundo, abstenerse de actuar para conquistar potencia y, en todo caso, actuar sin aprecio por el actuar en sí o por el fruto de las acciones. Un tránsito para dejar atrás la idolatría de la teología política, que confunde bien y poder y bendice el uno y la homogeneidad, en las antípodas del universo conceptual de la comunidad que aquí tratamos de perseguir.

Weil recalca que el modo de acceder a la alteridad, de establecer, pues, una relación, es la obligación, que nos coloca ante el rostro del otro y nos hace responder a su llamada y no hacerlo desde la preeminencia del yo, la persona, la personalidad. Nadie es sujeto directo de derechos, en todo caso de obligaciones, que se convierten en derechos para quienes resultan beneficiarios de ellas. Así, recoge el impulso desubjetivador, expropiatorio, del munus, puesto que lo propio de la obligación es estar referida a la alteridad. Frente a esto, la inmunización jurídica coloca por delante al sujeto y sus derechos, obviando la obligación: la persona jurídica sustituye la preeminencia del deber —puesto que yo tengo obligaciones, los otros tendrían derechos— por la primacía absoluta de los derechos —puesto que yo tengo derechos, los otros tienen obligaciones—. El cambio va de un sujeto impersonal, anónimo, que admite su expropiación ante la presencia de la alteridad, a otro, marcado por el dispositivo persona, que parte de su individualidad cerrada, absoluta, preminente, y lanza la exigencia al otro de que esta sea reconocida.

En la relación entre derecho y fuerza se hace patente el modo de operar característico del paradigma inmunitario, que difiere aquello de lo que quiere proteger, que protege mediante un rodeo. Para garantizar la vida común, el derecho hará la vida menos común o no común, a saber, inmune, inoculando violencia controlada para diferir la violencia inherente a la communitas. Así, se apropia de la vida en común y de la vida en general, sobre la que decide, para protegerla, pero termina por sacrificar su riqueza, la intensidad de la communitas, la relación, en aras de su preservación. Nada que ver con la justicia weiliana, con el amor, con lo que ella considera una comunidad justa:

Si se le dice a alguien que sea capaz de escuchar: “Lo que usted me hace no es justo”, es posible tocar y despertar en su fuente la atención y el amor. No sucede lo mismo con palabras como: “Tengo el derecho de...”, “Usted no tiene el derecho de...”; éstas encierran una guerra latente y despiertan un espíritu de guerra. La noción de derecho, puesta al centro de los conflictos sociales, convierte en imposibilidad, de una parte como de la otra, todo matiz de caridad (Weil, 2007, p. 34).

 

7. Tolerancia inmunitaria, inmunidad común

Tras todo lo visto, es cuando menos lógico preguntarse si es posible imaginar una comunidad desprovista de protección jurídica, si es posible una communitas sin inmunitas. La respuesta es negativa y requiere una formulación no excluyente —ni simplista— de la relación entre comunidad e inmunidad: no son un par de opuestos, sino extremos que se contaminan y copertenecen en un continuum en el que se sitúa nuestra vida en común. En toda la época moderna, la preeminencia de la inmunitas llega al borde de aniquilar la communitas, si es que no la ha aniquilado de facto. La desocialización es la apuesta inmunitaria prevalente. En la biopolítica actual, es evidente la proliferación de cercamientos inmunitarios, en los que se superponen las prácticas terapéuticas sobre el “cuerpo social” y los ordenamientos políticos, con el objetivo de separar la vida inmunizándola de las derivas comunitarias… hasta el punto de que el mismo sistema queda debilitado a fuerza de inmunizarse: sea desde el punto de vista médico —las enfermedades autoinmunes— o desde el político-jurídico —pérdida de libertad de las personas y de soberanía de los Estados, además de un creciente terrorismo internacional, en la época de máxima proliferación de fronteras y de un renovado impulso de los discursos xenófobos— .

La dificultad estriba en no repetir el procedimiento negador —negar la inmunidad misma— y atender a que la inmunidad no es una categoría que se pueda separar de la de comunidad, ya que es su modalidad invertida no eliminable. No hay comunidad sin algún tipo de aparato inmunitario, no es ese un horizonte posible ni deseable. Espósito busca respuestas en el giro de discurso interpretativo de la inmunología reciente y ahonda en biofilosofías que postulan una concepción de la identidad abierta y no excluyente —Donna Haraway, Alfred Tauber—, que hacen posible un trabajo de relectura de la relación y de la propia inmunitas que abre la posibilidad de una nueva forma de entender que lo inmune no es enemigo de lo común, sino que lo implica y necesita. La metodología escogida supone, a la postre, deconstruir la noción de inmunidad, profundizar en su contradicción interna.

La retórica inmunológica moderna ha presentado muy a menudo su objeto de estudio como una “batalla sin cuartel” contra todo tipo de riesgo o contaminación: las metáforas guerreras preñan las explicaciones de muchos inmunólogos, algo que hemos visto de un modo abundante en tiempos de Covid19. Esta visión nihilista, entiende la relación entre el yo y el otro en términos de una recíproca aniquilación: como la inmunitas llevada al extremo destruye la communitas, el antibiótico, cual bomba nuclear, acaba con todo lo que encuentra a su alrededor o, en el paroxismo de este impulso autoaniquilador, las enfermedades autoinmunes suponen que el sistema inmunitario se vuelva contra sí mismo provocando fallos críticos en el organismo. Pero análisis recientes abren otra posibilidad interpretativa acorde al objetivo de Espósito —y el nuestro— de abrir paso a un pensamiento de la comunidad por venir —que no del porvenir—, que la ponga en una relación no excluyente con su doble inverso —o con el otro extremo del continuum—: lo común. Se trata de análisis que arrancan el cuerpo de la semántica del propium y que operan con nociones de identidad abiertas al contagio y el mestizaje, porosas, que apuestan por el riesgo sin ser temerarias.

Donna Haraway, por ejemplo,  se ha empeñado, desde su feminismo socialista postmoderno, en llevar a cabo una reapropiación del discurso científico que cuestione las fronteras establecidas en la dicotomía metafísica natural/artificial, buscando problematizar y enriquecer las relaciones entre igual y diferente, yo y otro, interior y exterior, reconocimiento y extrañeza... Haraway propone, así, una biotecnopolítica afirmativa que, sin olvidar nuestra fragilidad y finitud, busca acoplamientos y alianzas multiespecies, nuevas “geometrías de diferencia y contradicción” (Haraway, 1995, p. 292) para renegociar “las metáforas públicas que canalizan la experiencia personal del cuerpo” (Haraway, 1995, p. 294). Para Haraway, la enfermedad es un lenguaje, el cuerpo es una representación, y la medicina, una práctica política. Desde ahí, apunta expresamente al “objeto de fe” que es el sistema inmunitario,  que considera todo un mapa diseñado para servir de guía en el reconocimiento y la confusión del yo y del otro en la dialéctica de la biopolítica occidental” (Haraway, 1995, p. 349). En la inmunología mito, laboratorio y clínica conforman una imaginería masculinizada ligada a la exterminación nuclear, las aventuras espaciales, y la alta tecnología militar. Pero, su trabajo incide en “la confusión de las fronteras y a la responsabilidad en su construcción” (Haraway, 1995, p. 254) como señala su Cyborg Manifesto (1984). Así, aporta visiones alternativas: por ejemplo,  las metáforas biológicas que nombran el sistema inmunitario pueden describirlo como un posible mediador, más que como un sistema de control central o como un departamento de defensa armado; la enfermedad misma puede entenderse en términos de reconocimiento y comunicación, y podemos entender que el yo no acaba en la piel, ni tiene límites precisos por más que proyectos como el genoma humano quieran definirnos en una especie de proyecto dominador de humanismo tecno-científico.

 

8. Lo común impolítico contra la comunidad totalitaria

La mirada impolítica de Espósito —y del pensamiento de que se rodea— bordea los límites, asedia aquello que constituye la esencia misma de la política desde su margen, desde su límite, que, como tal, constituye aquello que delimita y, por tanto, no está ni dentro ni fuera. Como ese resplandor nancyano que es la relación, esa nada de la comunidad que es todo, y que es en buena medida ajena al vocabulario de la filosofía política y hasta, diríamos, imposible de nombrar en él, en su gramática… pero resulta —apostamos— absolutamente esencial. Pensadores como Nancy o Espósito contribuyen a liberar el ser en común, la comunidad, de su ocupación por la filosofía política, del intento por parte de esta de fundamentarla y saturarla. Y este pensamiento de lo común sin ismos, este pensamiento impolítico —ultrapolítico— de la comunidad no contiene recetas que irían, justamente contra su esencia, aunque puede advertirnos, al menos, de la política por dejar atrás, la que ocupa el ser en común, lo trata de obrar, plenificar, llevarlo al Mito, hacerlo inmanente: totalitarismo o inmanentismo, horizonte de una época, también de las llamadas democracias.

La communitas saturada, entificada, totalizada, fundamentada… es una inmunitas disfrazada. Es el doble colectivo del individuo, una variación de la identidad en la que buscar lugar seguro, en la que refugiarse, en última instancia, de la alteridad. Para evitar esto y, al tiempo, no caer en hacer obra de la comunidad, —saturándola, entificándola, totalizándola…—, tal vez debamos aprender a dejar ser a la exposición que nos define, poniendo cota al prometeísmo, a la obsesión de hipercontrol y dominio técnico, y abriéndonos a la potencia de habitar las comunidades en que discurre nuestra existencia —que a veces olvidamos políticamente en la búsqueda de la comunidad perfecta—, para poder sentir, para dejar ser a la circulación del sentido en ellas. La comunidad velada por el lenguaje metafísico de la sustancia y el sujeto requiere una deconstrucción que deje paso —que se lo permita— a una semántica, una gramática, una pragmática por venir, una deconstrucción de conceptos políticos sedimentados que la aniquilan y que, como señalara Weil, están vacíos en su interior. Es tarea del pensamiento como praxis —y del existir que es habitar— liberar los conceptos del lenguaje de la sustancia y el sujeto, tan inhospitalarios con la alteridad a la que estamos expuestas y de la que estamos transidas, que nos (des)define. El modo de entender la comunidad es, a este respecto, un reto abierto.

En el trabajo de deconstrucción de la communitas al que nos hemos referido en este somero recorrido, Esposito se encarga, en última instancia, de encarar la teología política, ese falsario pasaje del poder al bien que exhibe una obsesión por la reducción al uno impidiendo la existencia común, en común, la vida justa con el existir que, como ya hemos repetido a lo largo de este trabajo, es existir en común. Y lo hace en un tiempo en que es imperativo abordar desde otra perspectiva la cuestión de la comunidad y disputar su sentido a los totalitarismos, pues nos encontramos en el tiempo de su absoluta disolución en Occidente o su absoluta proliferación en una versión hipostasiada, siendo ambas operaciones parte del mismo dispositivo metafísico: la esencia de la comunidad, la relación, ha sido desalojada de los planteamientos, pasando su gestión como cosa, su entificación, a primer plano. Por ello, el concepto de comunidad necesita ser abierto para abrir su nada, su resplandor, la energía que revienta las costuras de los conceptos que lo han fosilizado en una muy determinada forma, para dejar ser a la relación, para pensar la comunidad inconfesable (Blanchot, 2002), la Comunidad desobrada (Nancy, 2001), la comunidad de los que no tienen comunidad (Derrida, 1998), la comunidad por venir (Agamben, 1996).

Esta tarea de apertura implica dar sentido, abandonando el nihilismo paralizador, el “nihilismo al cuadrado”, para que emerja un sentido cuidadoso con la pluralidad ontológica que tenemos la fortuna de habitar. Habremos de dejar de construir comunidad en una modalidad que la aniquila, para vivir en común munus, responsabilidad recíproca, compromiso. Hoy por hoy, son los totalitarismos quienes reivindican sin complejos la comunidad, pero, como hemos tratado de sugerir en las páginas precedentes, se trata de la comunidad como mito, cerrada, fusional, basada en la propiedad, inmunitaria… Comunidad de muerte. No podemos dejar que sea ese el sentido que se imponga.

 

Referencias bibliográficas

Agamben, G. (1996). La comunidad que viene. Valencia, Pre-Textos.

Benveniste, E. (1983). Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, Taurus.

Blanchot, M. (2002). La comunidad inconfesable. Madrid, Arena Libros.

Dardat, P. y Laval, C, (2013). La nueva razón del mundo. Barcelona, Gedisa.

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Derrida, J. (1998). Políticas de la amistad. Madrid, Trotta.

Derrida, J. (2001). Autoinmunidad: suicidios simbólicos y reales. En Derrida en castellano. https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/textos/septiembre.htm

Espósito, R. (2012). Communitas. Origen y destino de la comunidad. Buenos Aires, Amorrortu.

Espósito, R., (2008). Nihilismo y política. Buenos Aires, Manantial.

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Espósito, R. (1996). Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política. Madrid, Trotta.

Haraway, D. (1995). Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid, Cátedra.

Mauss, M., (1979). “Ensayo sobre los dones. Razón y forma del cambio en las sociedades primitivas”, En Sociología y Antropología. Madrid, Tecnos, pp. 155-269.

Nancy, J. (2001). La comunidad desobrada. Madrid, Arena Libros.

Nancy, J. (2014). La comparecencia. España, Avarigani Editores.

Nancy, J. (2006). Ser singular plural. Madrid, Arena Libros.

Weil, S. (1996). Echar raíces. Madrid, Trotta.

Weil, S. (1996). La gravedad y la gracia. Madrid, Trotta.

Weil, S. (2007). Profesión de fe. México, Pleroma Ediciones.



[1] Fecha de recepción: 17/04/2022. Fecha de aceptación: 26/06/2022.

Identificador persistente ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s25250841/vvqaasa84

[2] Universidad Nacional de Educación a Distancia

España

https://orcid.org/0000-0003-1337-4178

patrimanrique@gmail.com