Luchas por la reapropiación eco-política de los territorios-de-vida contra la producción de zonas de sacrificio. Lecturas críticas de la devastación socioambiental[1]

Struggles for the eco-political reappropriation of the territories-of-life against the production of sacrifice zones. Critical views of socio-environmental devastation

 

Mina Lorena Navarro Trujillo[2]

Verónica Mariana Xochiquetzalli Barreda Muñoz[3]

 

Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-No hay restricciones adicionales 4.0 (CC BY-NC 4.0)

 

Resumen

A partir de la clave de “zona de sacrificio” en este texto dialogamos con distintos esfuerzos por nombrar y caracterizar la lucha de aquellos cuerpos-territorios dañados a causa de las lógicas de despojo y explotación propias de los metabolismos urbano-agro-industriales de las geografías subordinadas y colonizadas del sur global y, en particular de México. Para ello, revisamos los usos de este concepto a partir de un recorrido por distintas experiencias comunitario-populares de Estados Unidos y algunos países de América Latina, quienes han incorporado en sus gramáticas el término para denunciar las afectaciones del maldesarrollo sobre sus territorios-de-vida. En este recorrido nos detenemos en la experiencia de Un Salto de Vida de Jalisco y la Coordinadora por un Atoyac con Vida de Tlaxcala en México para finalmente reconocer algunos campos de un saber-hacer orientados en impulsar procesos de reapropiación eco-políticos para encarar los daños infringidos por la devastación socioambiental y regenerar las condiciones que posibilitan una vida que merezca ser

vivida.

Palabras clave: Zona de sacrificio, saber-hacer, reapropiación eco–política, territorios-de-vida, devastación socioambiental.

 

Abstract

With the key of "sacrifice zone" in this text we dialogue with different efforts to name and characterize the struggle of those bodies-territories damaged due to the logics of dispossession and exploitation typical of the urban-agro-industrial metabolisms of the subordinate and colonized geographies of the global south and, in particular, of Mexico. For this, we review the uses of this concept from different community-popular experiences of the United States and some Latin American countries, who have incorporated the term in their grammars to denounce the effects of maldevelopment on their territories-of- life. In this task we stop at the experience of Un Salto de Vida de Jalisco and the Coordinadora por un Atoyac con Vida de Tlaxcala in Mexico to finally recognize some fields of know-how aimed at promoting eco-political reappropriation processes to address the damage inflicted by the socio-environmental devastation and regenerate the conditions that make possible a life that deserves to be lived.

Keywords: Sacrifice zone, know-how, eco-political reappropriation, territories-of-life, socio-environmental devastation.

 

1. Algunos apuntes metodológicos

Ante la urgente necesidad de poner un límite y revertir la violencia biocida de las dinámicas devastadoras del Capitaloceno, en este texto dialogamos con distintos esfuerzos por nombrar y caracterizar la experiencia de denuncia y lucha de aquellos cuerpos-territorios intoxicados y saturados de contaminantes por la exacerbación y superposición de lógicas de despojo y explotación de los metabolismos urbano-agro-industriales de las geografías subordinadas y colonizadas del sur global.

Una clave que consideramos fértil para nombrar y caracterizar la territorialización de la devastación socioambiental es la de “zona de sacrificio”. En aras de reconocer su potencial explicativo,  rastreamos cómo lo han incorporado diversos entramados comunitarios en sus gramáticas de lucha para denunciar las afectaciones del maldesarrollo sobre sus territorios-de-vida.

Para ello, realizamos un recorrido parcial por experiencias de Estados Unidos, geografía en la que se reconoce el origen del concepto, para después seguir el rastro de las reiteraciones creativas de su uso en países como Brasil, Argentina, Chile, Bolivia y México. En este último nos detenemos, para dar cuenta de la manera en la que se están organizado lecturas eco-políticas de la devastación a partir del despliegue de un saber-hacer que pone en el centro la defensa de la vida.

Cuando hablamos de recorrido parcial nos referimos a un ejercicio no exhaustivo interesado en ubicar, reconocer y vincular dimensiones compartidas del saber-hacer de algunas luchas que, en los últimos 20 años, han ordenado la experiencia de habitar y resistir la radicalidad de la devastación socioambiental que deviene de la vida coproducida en tiempos del Capitaloceno. Un criterio para distinguir unas experiencias de otras en esta suerte de mapeo, fue el reconocimiento del uso temprano y emergente del término “zona de sacrificio”.

La apuesta investigativa que subyace a este texto se interesa por abonar al campo de las producciones no hegemónicas de conocimiento y en ese sentido, reconocemos la capacidad que han cultivado las luchas en defensa de los territorios-de-vida para producir un tipo de conocimiento y saber-hacer crítico sobre sus propias realidades.

 

2. Usos de la noción “zona de sacrificio”: un recorrido parcial de luchas y resistencias ante la devastación socioambiental

La noción de “zona de sacrificio” surge por primera vez en Estados Unidos, en el contexto de la Guerra Fría, para designar áreas seriamente contaminadas producto de la radioactividad ocasionada por la minería de uranio y los desechos tóxicos desprendidos de la generación de armas nucleares como efecto de la competencia armamentista con la Unión Soviética. Estas áreas fueron denominadas por los propios funcionarios del gobierno estadounidense como “Áreas Nacionales de Sacrifico” (National Sacrifice Zones) y posteriormente cercadas y parcialmente deshabitadas por la peligrosidad de la contaminación externalizada en dichas geografías. Lo cierto es que, a pesar de los terribles efectos a la salud humana y ecosistémica, algunas de ellas continuaron siendo habitadas principalmente por comunidades indígenas, afrodescendientes o poblaciones consideradas marginadas (Lerner, 2012 y Espinoza, 2021).

Steve Lerner, en su texto Sacrifice Zones: The Front Lines of Toxic Chemical Exposure in the United States de 2010, sugiere que la noción de zonas de sacrificio es retomada por las comunidades de Black Hills a inicios de la década del 2000 en Estados Unidos para dar cuenta de cómo poblaciones pertenecientes a minorías étnicas e históricamente vulneradas se encontraban enfrentando la primera línea de exposición a tóxicos químicos.

No obstante, la necesidad de reconocer y nombrar la conexión entre la vulnerabilidad de poblaciones racializadas y económicamente precarizadas con la sobreexposición de contaminantes y daños a la salud, viene de más atrás. Los movimientos contra la devastación ecológica y los procesos organizativos por la justicia ambiental de las décadas de 1970, 1980 y 1990 en los Estados Unidos jugaron un papel central en lograr poner en el centro de la discusión la idea de la zonificación de la devastación socioambientales en regiones altamente vulneradas por la exposición a tóxicos químicos[4].

Y es que durante la década de 1980 movimientos por la justicia ambiental comenzaron a organizarse más claramente bajo el eje de la desigualdad ambiental de poblaciones vulnerables y/o precarizadas por la sobreexposición a contaminantes tóxicos.

Específicamente en 1982 surge un conflicto que puso en la agenda de la defensa del medio ambiente el tema de la injusticia ambiental. Se trata de la lucha de afroamericanos, hispanos, comunidades asiáticas, grupos amerindios, veteranos de los movimientos por los derechos civiles de la comunidad negra y organizaciones pacifistas del condado de Warren County en Carolina del Norte contra la pretensión del gobierno estatal de descargar 6,000 toneladas de tierra contaminada con PVC tóxico (policloruro de vinilo) en la comunidad de Afton. Este condado era un área rural, de bajos recursos y mayormente habitado por gente afroamericana en la que se impuso previamente a través de la fuerza pública, un vertedero de materiales tóxicos. Esta acción fue leída como parte de una política gubernamental de discriminación y de racismo ambiental, al haber obligado a una pequeña comunidad afroamericana a alojar un vertedero tóxico. Esta imposición se daba en un contexto en el que esas poblaciones históricamente venían siendo discriminadas y vulneradas en sus derechos más fundamentales en materia de salud, educación, trabajo y vivienda.

De acuerdo con Michael K. Dorsey (1997) este movimiento generó un cambio de perspectiva en los movimientos ambientales del país, ya que detectaron un patrón: las industrias contaminantes se estaban ubicando en territorios pobres y de poblaciones no blancas, lo que evidenciaba las desigualdades estructurales de clase y origen racial. Se aprovechaba que estas comunidades no contaban con consejos municipales, conocimientos profesionales o legales, al mismo tiempo que se negaban derechos fundamentales, como el acceso transparente a la información y en la lengua de las y los habitantes, como era el caso de los hispanohablantes.

En ese mismo sentido, otro caso de conflictividad que contribuyó a la identificación del daño ambiental con la zonificación y vulneración de poblaciones racializadas por la exposición a tóxicos químicos, emergió en el barrio de West Harlem en Nueva York, cuando los habitantes, en su mayoría afrodescendientes, comenzaron un proceso de defensa contra la instalación de una planta de tratamiento y depuración de aguas negras en su barrio. La planta comenzó a instalarse en la década de los sesenta con gran oposición por parte de la población, sin embargo, no es hasta 1988 que la comunidad comenzó a emprender enérgicas acciones en contra del funcionamiento de la planta que depuraba 773 millones de litros de residuos al día. Este límite colectivo se estableció a partir de significar que se trataba de una política de racismo ambiental, porque resultaba indignante que la planta se situase a orilla del río donde se asentaban las poblaciones pobres racializadas y no en los barrios ricos del sur o del norte. La exposición a olores fétidos y nocivos, el atiborramiento de viviendas o la contaminación proveniente de autopistas y líneas de ferrocarril, eran algunos de los problemas socioambientales que la comunidad vivía día a día.

Esta lucha influyó para que algunas organizaciones comenzaran a visibilizar la reproducción de la lógica racista en las políticas públicas en materia ambiental, haciendo evidentes las problemáticas de los grupos marginados y afectados por las desigualdades raciales.

Ello marcó un precedente para la ampliación del horizonte de transformación de la lucha ecologista del país, llevando el concepto de justicia ambiental más allá de la denuncia y judicialización de los conflictos. De tal modo que se logró incorporar la defensa de los derechos humanos universales y se hicieron visibles otras formas de discriminación además de la racial, como las de clase social y etnia (Puerto, 2009), al insistir en la manera autoritaria en que las políticas estatales y empresariales afectaban a poblaciones pobres, racializadas y marginadas.

En suma, a partir del uso de los términos racismo y justicia ambiental estas luchas hicieron visible el patrón de zonificación de la devastación con el que opera la lógica de externalización de los efectos destructivos del metabolismo capitalista contra comunidades pobres y no blancas.

En América Latina la idea de justicia ambiental como categoría para comprender y luchar contra la devastación socioambiental desigual también fue ganando terreno en la medida en que algunos territorios afectados por la contaminación identificaron que la noción era un recurso fértil para nombrar y significar su experiencia, así como para organizar estrategias jurídicas para su defensa.

En particular, hacia la década de 1990 va haciéndose visible la relación entre “medio ambiente, salud, derechos humanos y justicia” (Puerto, 2009) a la luz de distintos contextos de conflictividad asociados a la devastación socioambiental en poblaciones indígenas y campesinas y territorios vulnerables y/o afectados de manera reiterada por la externalización de los efectos destructivos del desarrollo de emprendimientos industriales públicos y privados. Las amenazas a la salud y las dificultades crecientes para garantizar la reproducción de la vida comunitaria, empujaron a las poblaciones a organizarse contra la creciente demanda y despojo de bienes naturales comunes que se anunciaban en favor del desarrollo y el crecimiento económico, pero a costa de sus propios ámbitos de sustento.

En las últimas décadas y hasta el día de hoy, organizaciones comunitarias y populares y distintas expresiones del ecologismo popular en América Latina[5], continúan enfrentando una creciente e intensificada ofensiva extractivista a partir de la imposición de megaproyectos con su correlato de contaminación ambiental y despojo sistemático de sus capacidades para reproducir la vida. Como parte de la respuesta a estas amenazas y en la búsqueda de cuidar y garantizar modos de reproducción antagónicos a los de la lógica de valor, han surgido nuevos sentidos críticos relacionados con un saber-hacer contra la devastación ecológica, la producción de sacrificio y la defensa de los territorios-de-vida.

En ese sentido, los contenidos de la justicia ambiental comenzaron a ser parte de un saber-hacer crítico de los entramados comunitarios en lucha que abonaron a una comprensión más compleja de la territorialización de la devastación y la sobreexposición a conflictividades socioambientales. El desarrollo de este saber-hacer colectivo implicó el “reconocimiento y la denuncia de una situación de injusticia ambiental, [que] evidenciaba entre otras cosas [...] una distribución geográfica desigual de los provechos y los desechos” (Porto-Goncalves, 2011:a en Gutiérrez, 2014, p. 114), haciendo visible que los daños ecológicos no se viven por igual y están atravesados por diferenciaciones que cada grupo y clase tienen en los territorios.

Para América Latina, la distribución de las injusticias ambientales está relacionada con un intercambio capitalista desigual que históricamente ha infravalorado la fuerza de trabajo de los países pobres del mundo, ha deteriorado el valor de los recursos exportados desde dichos países y los ha convertido en verdaderos vertederos de desechos tóxicos (Martínez Alier, 2009). Así pues, las luchas ecológicas a menudo han denunciado el modo de operar de los Estados y empresas quienes distribuyen de manera deliberada y desigual las problemáticas ambientales. Muchas de estas luchas se han posicionado a partir de la idea de la injusticia ambiental para evidenciar la zonificación del maldesarrollo[6] en sus territorios, y de manera temprana, se han posicionado también a partir de un uso creativo y situado de la noción de zona de sacrificio.

A continuación, presentamos algunas experiencias de lucha documentadas en investigaciones comprometidas de Brasil, Bolivia, Chile, Argentina y México de las cuales nos interesa reconocer, los usos tempranos de nociones como zona sacrificio, injusticia y emergencia ambiental para denunciar el modus operandi de las empresas y Estado en la imposición de lógicas de maldesarrollo y organizar estrategias que exijan el reconocimiento de la problemática para poder defender y garantizar la vida. Hacemos una pausa en México, territorio que habitamos y en el cual, sostenemos procesos de investigación con experiencias de lucha que nos permiten entender de cerca la producción de saber-hacer crítico para comprender y enfrentar la devastación socioambiental.

 

3. La emergente idea del sacrificio en América Latina y México

A finales de la década de los noventa, habitantes del territorio de Arica, Chile comenzaron a registrar casos de cáncer, tumores y lesiones en la piel. La fuente de estas enfermedades era la existencia de residuos tóxicos por parte de la empresa minera sueca Boliden, la cual trasladó casi 20 mil toneladas de estos residuos desde su planta Rönjskär de Suecia a la ciudad de Arica, una ciudad empobrecida y precarizada. La desinformación y engaños fueron parte de las estrategias bajo las cuales se impuso el vertedero tóxico, al grado que fueron construidos complejos habitacionales en los que vivían centenas de familias a escasos metros de la zona de desecho.

Ante tal situación, la comunidad fue divulgando las afectaciones que padecían y organizaciones sociales comenzaron a investigar de forma independiente las razones de esto, encontrando que en los suelos existían altas concentraciones de plomo y arsénico. Esto propició la búsqueda de justicia para las y los residentes, sus muertos y sus enfermos, así como un cuestionamiento acerca de la noción de desarrollo que se difundía en los proyectos de progreso capitalista. Fue en 1998 que las autoridades chilenas reconocieron la existencia de un problema de salud que las comunidades identificaron como parte de un patrón más profundo de desigualdad ambiental que se sustentaba en la zonificación de la devastación en territorios económica y socialmente vulnerados.

Por otro lado, una experiencia emblemática de articulación en torno a la justicia ambiental, se dio en Brasil ante la necesidad de evidenciar la relación entre la creciente devastación ambiental y los conflictos sociales y de salud pública. En 2001, distintas organizaciones sociales y comunitarias, poblaciones afectadas e investigadores solidarios y ambientalistas de América Latina y Estados Unidos crean la Red Brasileña de Justicia Ambiental. Hasta el día de hoy la Red ha logrado organizar campañas en torno a casos concretos de injusticia ambiental, así como propuestas de políticas y demandas dirigidas al poder público en torno a la explotación y producción de petróleo, la expansión de la minería y de la siderurgia, la construcción de presas y centrales hidroeléctricas, la producción y utilización de sustancias químicas extremadamente peligrosas por parte de distintos sectores económicos y la expansión de monocultivos intensivos como la soja y eucalipto (Puerto, 2009).

En Argentina, vemos una serie de experiencias de conflictividad con notables similitudes en los idearios que apuntaron a la denuncia del daño desde gramáticas innovadoras. Una de ellas ha sido la de la llamada Villa Inflamable en la localidad Dock Sud en el área metropolitana de Buenos Aires, rodeada por uno de los polos petroquímicos más grandes del país, un río altamente contaminado que arrastra los desechos tóxicos de curtiembres y muchas otras industrias, un relleno sanitario y otras fuentes de grave contaminación (Auyero y Swistun, 2008).

Este caso fue analizado por Javier Auyero y Débora A. Swuintún, ambos investigadores y la segunda activista y residente del lugar, quienes en 2008 proponen el concepto de sufrimiento ambiental para comprender la experiencia de vivir en un territorio tóxico y proponer una mirada compleja sobre las dificultades de la acción colectiva contra la amenaza tóxica, en medio de la sobreposición de desigualdades, la lentitud de las soluciones y la escasa visibilidad de la problemática (Auyero y Swistun, 2008,). Dichos investigadores, destacan que existe una violencia invisible para las y los afectados,  “no sólo porque hay una serie de variables que determinan que vivan en estos territorios y se vean expuestos, sino también porque dichas variables influyen en nuevas formas de victimización en el marco de la exposición, como malos tratos en el sistema de salud, invisibilidad de sus demandas en el espacio público, soluciones deficientes al problema de la contaminación, reubicaciones no consensuadas” (Castillo, 2016, p.1).

En julio de 2004, las y los habitantes interpusieron una demanda al Estado por tres rubros: daños a la salud, daño ambiental colectivo y daño moral colectivo. El Tribunal de Justicia del Estado Argentino reconoció el daño tras haberse declarado incompetente para resolver el problema en diversas ocasiones. No obstante, las empresas negaron en su totalidad la existencia de un nexo entre su actividad y la contaminación.

Por otro lado, en Bolivia durante el año 2006, habitantes de 50 comunidades agrícolas aledañas al caudal del río Huanani se organizaron contra la contaminación minera por parte de una empresa estatal que afectaba sus cultivos y ganado. Los habitantes denunciaron que el gobierno progresista en turno no se hacía cargo de las problemáticas ambientales, y que, en cambio, exacerbaba el modelo de explotación basado en el progreso. En 2009 lograron que la zona se declarara bajo Emergencia Ambiental, sin embargo, las acciones efectivas para frenar la contaminación no se han cumplido. La historia de la contaminación de este cuerpo de agua data de los tiempos de la colonia, impactando en la degradación de la calidad de aguas superficiales y con ello, el aniquilamiento gradual de las actividades básicas de las poblaciones originarias, la migración forzada y la aparición de enfermedades.

A inicios de 2011 vemos otro caso de conflictividad por contaminación nuevamente en Chile, cuando se registraron intoxicaciones masivas de estudiantes, en su mayoría niñas, niños y profesores de la escuela La Greda de Puchuncaví. El motivo fue el de envenenamiento por metales pesados provenientes de plantas químicas, termoeléctricas, cementeras y refinerías. Dichas industrias llegaron durante la década de 1950, consolidando la zona de Quintero y Puchuncaví como una de las regiones industriales más importantes del país. Los efectos de la contaminación no se hicieron esperar, e incluso en 1957 el diario “El mercurio de Valparaíso” afirmó que los habitantes debían aceptar algunos sacrificios: “Las naciones que se han industrializado han aceptado estos sacrificios. Es el precio del progreso” (Del Solar, 25 de septiembre de 2019).

Tras los casos de intoxicación, así como una serie de debates, publicación de documentos y declaraciones de diversos investigadores, autoridades, agrupaciones y medios de prensa, las y los pobladores comenzaron a resignificar y usar el concepto “zonas de sacrificio” para referirse a territorios afectados por una extrema situación de injusticia ambiental. En este contexto, surge el colectivo “Mujeres de Zonas de Sacrificio en Resistencia”, una experiencia que busca generar estrategias para enfrentar las graves condiciones a partir de una crítica a la naturalización del sacrificio en sus territorios y a la violencia diferenciada contra las mujeres, quienes se hacen cargo del cuidado de infancias y enfermos.

La investigadora chilena Paola Bolados señala que desde el trabajo de las organizaciones en Bahía Quintero emerge una acepción de la noción zona de sacrificio en términos de resistencia, como una forma de evitar la victimización y problematizar las dimensiones del poder vinculadas a la toma de decisiones vinculadas a que una zona sea sacrificada en pos del desarrollo nacional, pero a costa de la comunidad local. Dicha conceptualización emerge especialmente entre aquellas mujeres que inician un proceso de articulación y visibilización de una problemática histórica en sus territorios (Bolados, 2019).

De manera paralela vemos en la Patagonia Argentina el uso del término zona de sacrificio para denunciar la explotación de la riqueza abundante que desde los años sesenta y setenta empresas hidroeléctricas han aprovechado para generar ganancias, situación que se complejiza con la entrada de la minería a cielo abierto y el uso de cianuro. Las y los pobladores emprendieron en la década de 2010 un proceso organizativo contra la lógica sacrificial a la que se tenían que someter para la resolución de la crisis energética que vivía el país.

En el caso de México, podemos identificar una larga trayectoria de lucha de las comunidades afectadas por visibilizar los distintos territorios-de-vida que de manera brutal enfrentan la devastación socioambiental ocasionada principalmente por el desarrollo de la industria y de forma simultánea y superpuesta la implementación de otros megaproyectos.

En este marco, resaltamos los procesos de lucha contra la contaminación del Río Atoyac en Tlaxcala y del Río Santiago en Jalisco. Dos territorios que han sido reconocidos por la radicalidad de la devastación que los atraviesa, pero a la vez por la emergencia de vigorosos procesos de lucha que han logrado el reconocimiento de los problemas socioambientales asociados al desecho de residuos tóxicos en sus afluentes de agua.

El primer caso cobra notoria visibilidad cuando mujeres del estado de Tlaxcala comienzan a articularse en la Coordinadora por un Atoyac con Vida (CAV) para denunciar la contaminación del Río Atoyac, afluente que desde el proceso de colonización ha sido utilizado como vertedero tóxico, principalmente del sector textil. El caudal fungió durante décadas como vena residual textil, pero es durante los años ochenta que la situación se complejizó con la entrada del Corredor Industrial Quetzalcóatl y el Complejo Petroquímico Independencia.  Momento desde el cual no han cesado de verterse al río compuestos químicos volátiles como cloroformo, cloruro de metileno y tolueno, químicos asociados a enfermedades como cáncer en la piel, abortos espontáneos e insuficiencia renal. La CAV nace en 2003 con la intención de denunciar la problemática de enfermedad y muerte de las y los habitantes, pero también nace – y principalmente – con la intención de recuperar la vida del río y la salud de las comunidades quienes se han visto en una situación desigual frente a las decisiones estatales que privilegian los intereses privados (Ramírez y López, 2018).

Por otra parte, vemos emerger un proceso de lucha protagonizado por la organización comunitaria Un Salto de Vida (USV) contra la contaminación del Río Santiago en el estado de Jalisco, ante la lamentable situación que ha generado el emplazamiento de zonas urbanas e industriales, manufactureras y agropecuarias en la cuenca Lerma-Santiago-Chapala. Desde finales del siglo XIX se identifica la primera etapa de contaminación industrial con la instalación de un molino hidráulico, una hidroeléctrica y la fábrica textil Río Grande. Pero la etapa de contaminación más significativa se dio a partir de los años 60 con la creación del corredor industrial Ocotlán-El Salto y se intensificó en los años 90 con la llegada de nuevas industrias en el marco de la firma del Tratado de Libre Comercio. Este proceso de intoxicación del territorio se refuerza con la contaminación que llega del vertedero Los Laureles, la refinería de Salamanca y las zonas industriales de Guanajuato (Carmona, 2020). La lucha de la USV ha denunciado que la región enfrenta una lógica de muerte impuesta y que ha sido sacrificada en aras del crecimiento económico (Navarro, 2020a).

En el marco de innumerables esfuerzos de la CAV y USV y muchos otros entramados comunitarios, por generar iniciativas de articulación y visibilización colectiva de las problemáticas de devastación socioambiental, un evento muy significativo fue la organización en 2019 de una caravana de organizaciones ambientalistas, laborales y científicas, nacionales e internacionales, conocida como Toxitour. Su objetivo fue denunciar los efectos destructivos y la intoxicación territorial ocasionados por las empresas, al amparo de los tratados comerciales que México ha firmado con Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea.

El Toxitour recorrió seis centros regionales de devastación ambiental, en coordinación con las comunidades de El Salto y Juanacatlán a orillas del río Santiago en Jalisco; Dolores Hidalgo en la cuenca del río Lajas en Guanajuato; los parques industriales de Atitalaquia, Atotonilco y Apaxco en la región del río Tula y el río Seco en los estados de Hidalgo y México; Villa Alta y Tlaxcala en la región de los ríos Atoyac y Zahuapan; en la ciudad de Puebla, la puerta 3 de la planta industrial Volkswagen, la comunidad Santa María Zacatepec, el embarcadero de la presa Valsequillo y el Mercado Hidalgo; y, finalmente, la ciudad de Coatzacoalcos, que coincide con el puerto y los complejos petroquímicos ubicados en la desembocadura del río Coatzacoalcos al sur de Veracruz (Barreda Marín, 2020).

A decir del investigador Andrés Barreda, los lugares de visita de la caravana de observación internacional fueron determinados a partir del reconocer el trabajo de cerca de quince años de diversos entramados colectivos, cercanos o pertenecientes a la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales (ANAA), que han tenido una gran capacidad de resistir, articularse con distintos actores estratégicos y responder creativamente a las agresiones de los procesos destructivos que vienen enfrentando en sus territorios (Barreda Marín, 2020).

Cabe señalar que la ANAA fue un espacio organizativo creado en 2008 por comunidades, pueblos, colectivos y organizaciones sociales de decenas de localidades para el encuentro autónomo y la coordinación conjunta necesaria para enfrentar las problemáticas ambientales. Los diferentes movimientos que integraron esta Asamblea venían enfrentando conflictos por el uso, gestión y disposición del agua, basura, vivienda, urbanización “salvaje”, construcción de carreteras, destrucción de bosques, políticas agrarias, avance de la agricultura transgénica, desarrollos hoteleros, despojo de playas y daños a la salud. Estos problemas serían atribuidos a la desregulación y re-regulación neoliberal y la falta de actualización de la administración estatal de justicia o su directa complicidad” (Berger, 2014, p.198). Esta lectura propiciaba un acercamiento reflexivo a la tremenda injusticia ambiental que vivían las comunidades y grupos afectados, además del preocupante crecimiento de asesinatos y agresiones a defensores ambientales[7].

Actualmente existe un espacio organizativo en el que confluyen las distintas luchas colectivas que participaron en el Toxitour y que habitan en algunos de los 50 territorios sacrificados por la lógica del desarrollo capitalista, reconocidos como Infiernos Ambientales o Regiones de Emergencia Sanitaria y Ambiental por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología del gobierno federal mexicano (CONACYT, 2021b).

Para finalizar este apartado, podemos ver que, durante los últimos veinte años, ha habido una expansión del uso del término “zonas de sacrificio” u otras nociones como injusticia o emergencia ambiental. Lo que en conjunto ha servido para denunciar y hacer visible una cartografía minuciosa de la devastación socioambiental y de las estrategias colectivas que se han puesto en juego para encarar la violencia de las formas en las que gobiernos y empresas operan para ocultar información, desdibujar la relación entre las fuentes del problema y sus causas y deslegitimar las razones de la indignación colectiva. En suma, se trata del cultivo de una capacidad colectiva de enunciación, visibilización y difusión de un sentido y lectura eco-política sobre la devastación. Veamos de manera detallada esta cuestión.

 

4. La producción del sacrificio y la lucha por la justicia ambiental: lecturas eco-políticas de la devastación

A través del recorrido parcial realizado por algunas de las experiencias comunitario-populares de Estados Unidos y América Latina, podemos notar la producción de un sentido crítico y una lectura eco-política empecinados en enunciar, difundir y evidenciar la injusticia sobre la que se organiza la reproducción del valor y la dinámica de externalización del contenido más destructivo del metabolismo del capital sobre determinados territorios de sacrificio en tiempos del Capitaloceno.

Hablamos del Capitaloceno porque asumimos una distancia crítica de los diagnósticos que señalan que el origen de la crisis socioecológica actual es antropogénica, al asumir que lo humano es un todo homogéneo, como unidad ficticia en la que se desdibujan las responsabilidades particulares y las formas concretas de intervención, apropiación y coproducción en el tejido de la vida. Las narrativas dominantes del Antropoceno sacan de la ecuación al capitalismo y omiten su responsabilidad en marcar las pautas destructivas de las transformaciones ecosistémicas y termodinámicas en el planeta (Wedekind y Milanez, 2017; Moore, 2020; Navarro, 2020b). En pocas palabras, coincidimos con Jason Moore (2020,) en que el problema no es el Antropos en general, sino las relaciones del capital y el patrón de configuración ambiental que desde el siglo XVI ha privilegiado la acumulación sin fin (Navarro y Linsalata, 2021,).

En el contexto de la disputa por definir los patrones de configuración ambiental, la noción de sacrificio ha hecho visibles aquellas territorialidades que se localizan en las primeras líneas de exposición y concentración de riesgos por múltiples órdenes y causales de contaminación y degradación ambiental (Lerner, 2012; Acselrad, 2014; y Bravo, 2021). Así, el mayor potencial heurístico de este término, ha sido el de evidenciar la violencia como rasgo constitutivo del metabolismo del capital y tratar de “interrumpir las narrativas de transformación sin fricciones” y los imaginarios hegemónicos de crecimiento global, desarrollo y progreso (Reinert, 2018).

A contracorriente de las narrativas e imaginarios dominantes que proclaman la dinámica del progreso capitalista como lineal, evolutiva y pacífica, las lecturas eco-políticas como las de las luchas contra las zonas de sacrificio distan de ello, evidenciando que ésta ha sido violenta, sanguinaria y contradictoria. Para ahondar en esta comprensión, recuperamos una reflexión sugerente de la ecofeminista Maria Mies en torno a la dialéctica del capital a partir de la relación entre el progreso y la regresión:

el progreso de unos, supone la regresión de otros; la evolución de unos sectores, provoca el retroceso de otros; la humanización de unos supone la deshumanización de otros; el desarrollo de las fuerzas productivas para unos supone el subdesarrollo y el retroceso de otros. El ascenso de unos supone la caída de otros. La riqueza de unos, supone la pobreza de otros. La razón por la que no puede haber un progreso unilineal está en el hecho de que el modelo patriarcal de producción no constituye una relación recíproca sino que se asienta sobre la explotación. En una relación de este tipo no puede haber progreso para todos (Mies, 2019, pp. 154-155, cursivas nuestras).

La relación entre progreso y regresión ha configurado la geografía del imperialismo en la que los territorios de Abya Yala han quedado marcados como lugares de sacrificio y transferencia de las actividades de riesgo. Y es que un rasgo estructural del capitalismo como economía-mundo ha sido la diferenciación-jerarquización originaria entre territorios coloniales y metrópolis imperiales; los unos pensados como meros espacios de saqueo, sacrificio y expolio para el aprovisionamiento de los otros (Machado, 2013).

Este vínculo entre progreso y regresión opera de manera territorializada con afectaciones concretas, lo cual motiva a las comunidades que viven la transferencia del riesgo a generar un saber-hacer que les permite comprender la manera en que se produce el sacrificio de los territorios a través de la promesa del progreso, tal como lo han venido pensando las mujeres integrantes de la Coordinadora por un Atoyac con Vida:

Somos parte de ese desarrollo porque en determinado momento nos ofrecieron trabajo, nos ofrecieron empleo y grandes divisas hacia las comunidades, pero no nos dieron información suficiente en cuanto a los efectos que posteriormente con el transcurso del tiempo íbamos a obtener de ese desarrollo supuesto de las industrias, del trabajo y de lo que prometieron al asentarse en esta región (Alicia Lara, Coordinadora por un Atoyac con Vida, 2022)

Precisamente la justicia ambiental como categoría de lucha (Acselrad, 2014,), ha buscado dar visibilidad a la desigual distribución de los costos del progreso capitalista que se impone contra territorios y cuerpos subalternizados, feminizados y racializados para absorber la devastación y los costos externalizados del maldesarollo.

Miles de testimonios constatan cómo más allá de las narrativas de progreso, centradas en la promesa de la generación de empleo, el beneficio de la inversión extranjera y la modernización en marcha para los pueblos subdesarrollados, las relaciones capitalistas, patriarcales y coloniales no pueden desplegarse si no es a partir de transformar radical y violentamente los patrones de interdependencia que garantizan la vida humana y no humana.

Enrique Enciso, integrante de Un Salto de Vida, trata de explicar la zonificación de la devastación que enfrentan en su territorio como “un Chernobyl en cámara lenta” (Fisher y Malkin, 2020). El uso alegórico de este desastre nuclear en la ex Unión Soviética, busca dar cuenta del silencioso, pero letal proceso de intoxicación y proliferación de enfermedades, reducción de la biodiversidad y despojo paulatino de los medios de vida y de las capacidades autónomas indispensables para garantizar el sustento de manera sana y digna en los pueblos ribereños del Río Santiago.

El rol del Estado en este proceso de externalización de la devastación es determinante. En un trabajo con Claudia Composto (2014), constatamos el repertorio estatal de dispositivos legales, discursivos, institucionales, represivos y contrainsurgentes con el que se busca generar las condiciones que posibiliten la máxima ganancia del capital para transferir a poblaciones subalternizadas los costos impagos del maldesarrollo. Como parte de este repertorio, cobra una relevancia estratégica, la dimensión discursiva con la que se busca disciplinar las subjetividades, a partir de moldear los deseos y necesidades de quienes habitan los territorios de disputa. En tal sentido entendemos la irradiación de imaginarios progresistas, encaminados a desactivar la indignación e imponer un sentido de inevitabilidad del desastre y naturalización de lo dado como única realidad posible (Composto y Navarro, 2014).

No obstante, pese al conjunto de dispositivos expropiatorios que los estados operan para ocultar, desorientar, trivializar, naturalizar, justificar y considerar inocua o necesaria la violencia destructiva (Reinert, 2018), las poblaciones afectadas despliegan múltiples esfuerzos para esclarecer la confusa maraña de dinámicas que operan en los territorios e identificar las fuentes de los problemas y a los responsables de la devastación.

Un hecho emblemático que ejemplifica este modus operandi fue el ocultamiento durante 10 años por parte de la Comisión Estatal de Jalisco, de un estudio científico liderado por la Dra. Gabriel Domínguez Cortinas y realizado por la Universidad de San Luis Potosí. A través de una solicitud e información este informe se conoció y permitió develar la alarmante presencia de metales pesados como el arsénico, cadmio, mercurio, plomo y benceno en la población infantil analizada. Ante la atrocidad de los resultados, los funcionarios de la Comisión Estatal de Jalisco y de la Secretaría de Salud decidieron callar y hacer caso omiso. O bien, el proceso emprendido por la Coordinadora por un Atoyac con Vida en conjunto con el Centro Fray Julián Garcés de Derechos Humanos A.C., para hacer que la Comisión Nacional de Derechos Humanos reconociera en 2017 la violación al derecho a la vida, la salud, al agua, al saneamiento y a la información ocasionada por la contaminación industrial en la Cuenca del Atoyac, tras seis años de haber interpuesto una queja sustentada en evidencias científicas (Ramírez y López, 2018).

La periodista Dawn Paley en su trabajo “Guerra neoliberal y contra-insurgencia ampliada. Vida en el holocausto de Torreón, Coahuila” propone pensar en la producción de opacidad y confusión que enfrentan los familiares de desaparecidos, como un método que contribuye a la despolitización de la violencia que suele esconder el papel de la militarización, así como el papel del estado en la creación de la impunidad (Paley, 2020). Esta explicación nos ayuda a entender lo que en buena medida ocurre en las zonas de sacrificio y el reiterado modus operandi de gobiernos y empresas para confundir el esclarecimiento de las causas y de los responsables en las problemáticas socioambientales que se enfrentan. Y con ello, obstaculizar y obturar cualquier posibilidad de justicia.

En estos contextos de dificultad permanente, se organizan las exigencias populares de justicia al Estado, al reconocerlo como el principal responsable de lo que en sus territorios-de-vida sucede. No obstante, el sentido estatal de la justicia o, dicho de otra manera, la justicia encausada en términos estatales, va encontrando límites al confrontarse con la cada vez más evidente imposibilidad de los gobiernos de detractarse de su alianza con los procesos de acumulación del capital, en la realización de las tareas de facilitación y gestión de la apropiación de la materia y energía de los territorios-de-vida, así como la localización de las externalidades en las zonas de sacrificio.

Con base en lo anterior, constatamos que el sacrificio que se impone oportunista y alevosamente sobre determinados territorios sea una producción histórica (Barreda, 2021)[8], es decir, se trata de un largo proceso de transformaciones que van gestando las condiciones de posibilidad para imponer y naturalizar la devastación. Tal y como lo plantea Reinart “de alguna manera, en alguna parte, se ha hecho un cálculo, una relación establecida entre la ofrenda y el retorno de tal manera que la destrucción parece justificada y lógica” (Reinart, 2020, p. 600).

Pensar el sacrificio como una producción también supone reconocer que no es un proceso garantizado de antemano y, por lo tanto, hay lógicas y dinámicas que lo posibilitan pero también inhiben u obstruyen su realización. “Para que se consuma un sacrificio, primero deben estar en su lugar muchas cosas” (Reinart, 2020, p. 602).

Esta perspectiva entra en diálogo y se nutre de la perspectiva de la investigadora chilena, Paola Bolados y su propuesta de la “construcción de las zonas de sacrificio” a partir de rastrear las genealogías del desastre, tal y como lo ha hecho para el caso de Bahía Quintero en Chile (Bolados, 2019,).

En relación a esto, diversos entramados comunitarios han venido organizando sus propias genealogías de la devastación y poniendo en juego esfuerzos de memoria e imaginación colectiva intergeneracional para desnaturalizar el sacrificio y entenderlo en clave de producción. Preguntándose, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? y ¿qué alternativas existen más allá de lo que aparece como dado? Alan Carmona de Un Salto de Vida lo expresa de la siguiente manera:

Para Enrique y los señores que empezaron a juntarse, las pláticas iban no siempre en  torno a lo que había que hacer o cómo organizarse, sino a recordar anécdotas, lo cual es muy recurrente cuando cualquier persona se acerca al colectivo a preguntar ¿y cómo era antes? Hacer cuestionamientos sobre el pasado a los mayores es dar rienda suelta a un sinfín de recuerdos, de historias, de personajes, de travesuras, de comidas, de labores; son horas y horas de memoria viva. Es curioso que, a pesar de ahora ser conscientes de la magnitud de la pérdida, esas pláticas no son motivo de tristeza, sino todo lo contrario, es una alegría que da sentido a una lucha, que son metas que se trazan por recuperar un paisaje paradisiaco, es pasado que se vuelve horizonte (Carmona, 2020, p. 80).

Al respecto la Coordinadora por un Atoyac con Vida, ha realizado un ejercicio muy importante de recuperación de la memoria en el marco de la “Propuesta comunitaria para el saneamiento integral de la cuenca Atoyac-Zahuapan y la reparación del daño a las comunidades” (2017), al sistematizar de manera colectiva, una historia ambiental de la cuenca que recupera las voces y saberes históricos de los entramados que habitan la región y que al día de hoy, permite a las y los habitantes ubicar la manera en que se ha transformado la vida de este territorio:

Ese río tan hermoso y tan bonito yo lo recuerdo con sus aguas cristalinas, el cantar de sus piedras, el correr de su agua. Con su gran vegetación de árboles, de ailite, de huejote, álamo, también había bastante chichicascle, el berro, el quelite. Tenía una gran variedad de árboles y hierbas curativas, que se comían, que se bebían. El agua se tomaba, ahí se pescaba, ahí jugábamos, ahí nos bañaban. Ahí mi padre sacaba la arena pa’ la construcción. Hubo mucha vida, mucha organización, muchos acuerdos, en esta temporada que llovía, rompía el río, pero ese rompimiento traía mucha leña, mucha lama que servía para abonar a los terrenos, y eso todo lo recuerdo […] Esa era la vida, lo que traía (Isabel Cano, 2022, p.).

Para abonar a estos análisis de manera adicional, pero no menos importante, consideramos fundamental el campo de conocimiento que se ha ido produciendo a la luz de los intercambios estratégicos y diálogos especulativos entre experiencias que viven las consecuencias y amenaza de las violentas transformaciones que produce el sacrificio. Desde el deseo de contribuir a esos aprendizajes colectivos, a continuación exploramos diversos campos de un saber-hacer contra la devastación y para la defensa de los territorios-de-vida.

 

5. Saber-hacer para la defensa de la vida

En la búsqueda por limitar el daño y revertir la devastación infligida en los cuerpos- territorios a los que se les ha impuesto el mandato del sacrificio (Navarro, 2020a), van emergiendo esfuerzos orientados en regenerar las condiciones socioecológicas que hacen posible la vida. En particular, seguimos estos esfuerzos desde la clave de la emergencia de un saber-hacer crítico que se cultiva desde la lucha contra aquello que amenaza y afecta a los territorios-de-vida, de la mano de un deseo que afirma lo que colectivamente se sabe indispensable para garantizar la propia reproducción.

Echando luz sobre los campos entrelazados de conocimientos, gramáticas, estrategias y prácticas para la lucha, a continuación, esbozamos cómo la defensa y cuidado de la vida se afirma y materializa en múltiples ámbitos y planos organizativos. De modo particular veremos cómo esto sucede en el caso de Un Salto de Vida y la Coordinadora para un Atoyac con Vida en México a partir de diversas investigaciones sobre estrategias colectivas para la defensa y regeneración de la vida que hemos realizado y que actualmente están en curso (Navarro, 2015 y 2020a)[9].

Estos esfuerzos colectivos, como quizá todos aquellos que enfrentan una urgencia sanitaria y ambiental por los altos niveles de contaminación y toxicidad en los territorios afectados, se van acuerpando para garantizar la resolución de las necesidades más apremiantes. Tal es el caso de la crisis de salud que se enfrenta y la necesidad de organizar una estrategia de intervención ante la enfermedad y la muerte impuesta sobre los cuerpos-territorios vulnerados, enfermos e intoxicados. Retomamos la noción de muerte impuesta de la Agrupación Un Salto de Vida (USV) para referirse a esa muerte que no es elegida ni natural, sino que forma parte de procesos de despojo y violencia territorial (Navarro, 2020a).

Ante la limitada capacidad de los sistemas de salud pública y la creciente lógica de mercantilización de la salud privada, la salud autogestionada se organiza sobre la apremiante necesidad de cuidar la vida y lidiar con la enfermedad. Y es que si bien la condición de vulnerabilidad en la que las y los habitantes se encuentran, difícilmente se puede reducir si las causas de la problemática no se atacan, lo que se sabe es que la diferencia radica cuando su gestión se realiza de modo colectivo.

La búsqueda por sacar del ámbito privado e individual el terreno de la salud, ha suscitado que se reconozca colectiva y públicamente la experiencia de sufrimiento ambiental y el amplio arco de síntomas y enfermedades, agudas o crónicas, progresivas y degenerativas que se padecen. El reconocimiento colectivo de la vida en peligro, va activando un sentido colectivo de emergencia y una voluntad de hacer común.

‘yo estoy enfermo’, ‘nació mi niño sin pies’, ‘yo tuve abortos’, ‘mi papá tienen Parkinson’, ‘mi mamá diabetes’, ‘mi hermana tumor’, ‘mi hijo leucemia’, ‘mi primo insuficiencia renal’. Cuando vemos esa gran lista frente al micrófono cuando hacíamos las asambleas, que la gente hacía fila para tomar la voz, y que sólo quería hablar para desnudar su dolor por primera vez en colectivo, fue como un despertar (Entrevista Graciela González, Agrupación Un Salto de Vida, 2013).

En este desgarrador testimonio se evidencia cómo la desprivatización y colectivización del malestar se vuelve clave en el reconocimiento del daño que se comparte y en la construcción de un sentido de afinidad para hacer común. Proceso que se vuelve vital para encontrar respuestas a las preguntas más urgentes e intervenir colectivamente ante los efectos de la lógica sacrificial a la que han sido sometidos.

En la búsqueda por paliar los efectos más acuciantes de las problemáticas socioambientales que se enfrentan, los entramados colectivos han ido generando un conocimiento contra-experto producido a partir del diálogo de saberes y la reapropiación popular del conocimiento científico y técnico existente en relación con las afectaciones a la salud humana y ecosistémica así como la realización de ejercicios colectivos de investigación, publicación de informes y diagnósticos para hacer evidente y pormenorizar las radiografías locales de la devastación.

Un ejemplo es la sobresaliente investigación sobre contaminación atmosférica de micropartículas de metales pesados y pesticidas de Graciela González, integrante de Un Salto de Vida (2019), la cual demostró una vez más la preocupante saturación de contaminantes a la que están expuestos los cuerpos-territorios que viven día a día la lógica sacrificial. Otro insumo importante para la lucha de los entramados colectivos para producir conocimiento contra-experto es la elaboración de la Propuesta Comunitaria de Saneamiento de la Cuenca Atoyac-Zahuapan. Un esfuerzo intercomunitario que, a raíz de la Recomendación 10/2017 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos[10], logra conjuntar en un documento técnico el diálogo de saberes entre científicos y comunidades que buscan generar una alternativa de saneamiento de la cuenca contaminada del Río Atoyac.

Asimismo, se ha cultivado un campo de epidemiología popular[11] que contempla la confección de mapas de los casos de morbilidad y mortalidad, la recolección de testimonios y los relevamientos casa por casa, para poder entender las causas de los problemas comunitarios de salud y sobre todo, encontrar caminos para aliviar el sufrimiento y coadyuvar en estrategias de prevención.

Esto ha sido relevante para abonar a un diagnóstico que vaya desarticulando el sentido común dominante que niega las enfermedades y mantiene la desconexión con las causas que las originan. De hecho, como lo documentan Auyero y Swistun en Villa Inflamable, muchas veces resultan contradictorios los significados que los propios habitantes otorgan a las enfermedades y malestares sociales en relación a las causas del problema (Auyero y Swistun, 2008).

Las afectaciones socioambientales, posiblemente como cualquier otra situación límite en la que hay una relación constante con la muerte, concentran emociones intensas que, en algunos casos, llegan a procesarse colectivamente, habilitándose en los hechos una dimensión catártica y terapéutica (Navarro, 2015). A contracorriente de la militancia tradicional que se construye en torno a la inquebrantabilidad y la resistencia emocional (Arancibia, 2010), algunos de estos sujetos colectivos tienden a compartir y abrir espacios de contención colectiva ante el desasosiego que genera la realidad en la que se habita.

Para aproximarse a esta cuestión, Alice Poma y Tomasso Gravante (2015) hablan de una clase de trabajo que las colectividades cotidianamente realizan para gestionar sus propias emociones y diríamos en diálogo con Suely Rolnik, para sostenerse en el malestar y desde ahí imaginar estrategias colectivas de transfiguración (Rolnik, 2018,). Diríamos que se trata de un trabajo de cuidados que es realizado generalmente por las mujeres, y está orientado a gestionar el dolor, el agravio, la desesperanza, la impotencia, la represión y la relación con la muerte que la lógica de sacrificio impone.

La experiencia de Mujeres de Zonas de Sacrificio en Resistencia de Chile es una luminosa referencia a este respecto, pues ponen en marcha una “ética del cuidado” (Bolados, Sánchez, Alonso, Orellana, Castillo y Damann, 2017) que implica el reconocimiento de la necesidad de acuerparse por la salud de sus hijos, de ellas mismas y de sus comunidades. La ética del cuidado a la que nos referimos, está relacionada con una apuesta por reconocer la relación de proximidad de las mujeres con la naturaleza porque su situación histórica de subordinación y explotación las ha situado en una mayor cercanía con las fuentes de vida en la organización de las economías de sustento. Lo que a su vez ha implicado que las mujeres soporten de manera desproporcionada en sus cuerpos, las consecuencias de la devastación socioecológica.

De ahí la incipiente pero expansiva apuesta de algunas luchas de mujeres y de diversos feminismos por visibilizar y reconocer los protagonismos de las mujeres y sus intervenciones y trabajos en los distintos ámbitos de la vida colectiva. Por ejemplo, en México, un conjunto de mujeres defensoras de sus territorios de todo el país, han lanzado la Campaña colaborativa “Juntas Logramos Más” en la que se viene construyendo una comunidad narrativa ampliada desde donde crear, compartir y tejer relatos sobre las mujeres y las luchas frente al despojo para nombrar y visibilizar su participación y aportes en la defensa del territorio, así como compartir herramientas de autocuidado de las mujeres defensoras[12].

En definitiva, hay un saber-hacer que persistentemente en distintas luchas ha buscado expresar y ponerle nombre al daño que se inflige contra los cuerpos-territorios y el vínculo entre la problemática de salud ecosistémica y las muertes que azotan la cotidianeidad de las y los habitantes. Estas conexiones se han ido logrando difundir a partir de una estrategia de denuncia y visibilización de la emergencia sanitaria y ambiental que se enfrenta.

Sostenemos que desde este saber-hacer están germinando luchas por la reapropiación eco-política de los territorios-de-vida, que entendemos como el despliegue de esfuerzos de autoorganización colectivos para la co-gestión de las relaciones de interdependencia humanas y no humanas en la garantía por regenerar los daños a los cuerpos-territorios enfermos e intoxicados por la lógica del sacrificio y en disputa con el contenido más destructivo de las relaciones de apropiación y explotación capitalista.

Un ejemplo de esto son los proyectos en el marco de los Programas Nacionales Estratégicos (PRONACES) del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología que han sido impulsados por los propios entramados colectivos afectados por la devastación socioambiental para la incidencia en la regeneración y el diálogo de saberes.

En el caso del Río Santiago, Un Salto de Vida con un equipo multidisciplinario de investigadores comprometidos se encuentra impulsando el proyecto “Incidencia para la regeneración ecohidrológica y la reapropiación comunitaria de la Cuenca Alta del Río Grande de Santiago”. El objetivo es implementar un modelo eco-político de formación, investigación e incidencia desde las redes de comunidades, ejidos, poblaciones ribereñas y el colectivo interdisciplinario de investigadores, que construya capacidades técnico-políticas y genere información, análisis, propuestas y estrategias encaminadas a la construcción de horizontes comunes para el fortalecimiento de los sujetos colectivos, la restauración eco-hidrológica y la defensa del territorio en la Región de Emergencia Ambiental y Sanitaria de la Cuenca Chapala-Santiago.

Así como el proyecto “Reapropiación socioambiental para el manejo integral y comunitario de la cuenca Atoyac-Zahuapan” y “Creación de un Sistema Comunitario de Vigilancia y Monitoreo Ambiental para la Depuración Integral del Ambiente en la Cuenca Atoyac-Zahuapan que garantice los derechos socio-culturales, económicos y de salud de la población residente”, ambos proyectos impulsados por la Coordinadora por un Atoyac con Vida, El Centro Fray Julián Garcés de Derechos Humanos y Desarrollo Local, el Centro de Economía Social  Fray Julián Garcés e investigadores comprometidos de la región para la reconstrucción del ciclo socio-natural de la Cuenca Atoyac-Zahuapan y la integración comunitaria en el monitoreo ambiental que garantice la participación y legitimidad de la voz de las comunidades que habitan los territorios afectados. Ambos proyectos han significado un gran logro en términos de los múltiples intentos de las organizaciones por incidir en la regeneración de la cuenca y recobrar la voz de las comunidades en dicho proceso.

 

Conclusiones

En este texto nos propusimos mapear distintos esfuerzos que han buscado nombrar y caracterizar la experiencia de denuncia y lucha de aquellos cuerpos-territorios intoxicados y saturados de contaminantes por la exacerbación y sobreposición de lógicas de despojo y explotación de los metabolismos urbano-agro-industriales de las geografías subordinadas y colonizadas del sur global y, en particular lo que Un Salto de Vida y la Coordinadora por un Atoyac con Vida en México enfrentan.

En aras de reconocer el potencial explicativo de ciertas gramáticas como la de “zona de sacrificio”, realizamos un recorrido parcial por distintas experiencias comunitario-populares de Estados Unidos, Brasil, Bolivia, Chile, Argentina y México, que audazmente han podido ponerle nombre y articular una comprensión desde la complejidad a la devastación socioambiental que enfrentan.

En un primer momento detallamos la experiencia de producción de saber-hacer en Estados Unidos, territorio en donde surge por primera vez la noción de zonas de sacrificio y donde es utilizada por las luchas con una connotación de denuncia. En este territorio encontramos de manera temprana formas de nombrar y caracterizar la devastación desigual y zonificada bajo la idea de racismo ambiental, que más tarde encontraría una alternativa y resolución práctica desde la noción de justicia ambiental.

Esta última noción será retomada por luchas en América Latina, quienes, a partir de alianzas explícitas con luchas por la justicia ambiental de los Estados Unidos y resonancias con los repertorios narrativos, incluirían en sus gramáticas esta idea, que se iría complejizando gracias al pensamiento cultivado en estos territorios. Más adelante, nos centramos en algunas experiencias Argentina, Chile, Brasil y Bolivia las cuales han desarrollado en los últimos años una gran capacidad analítica a partir del abordaje teórico de la idea de zonas de sacrificio, logrando captar la complejidad del engranaje de dominación patriarcal-colonial-capitalista.

En suma, vemos que de manera dislocada las luchas han producido un saber-hacer ecopolítico que, como hemos mencionado, ordena y reflexiona desde sus muy diversas experiencias la injusticia sobre la que se organiza la reproducción del valor y la dinámica de externalización del contenido más destructivo del metabolismo del capital sobre determinados territorios de sacrificio en tiempos del Capitaloceno.

Finalmente esbozamos algunos procesos de reapropiación eco-políticos que diversos entramados comunitarios en México impulsan para hacerse cargo de los daños infringidos en su territorio y regenerar las condiciones que posibilitan una vida que merece ser vivida. En estas luchas notamos la reconstitución de una capacidad política que es capaz organizar una serie de estrategias para establecer un límite a la lógica del sacrificio.

Se trata de un saber- hacer ha ido poniendo de manifiesto el despliegue de un modo de existencia que sin estar exento de tensiones y contradicciones, está tratando de colectivizar los cuidados necesarios para el sostenimiento y encarar la vulnerabilidad en medio de la muerte cotidiana.

Ciertamente las luchas contra las zonas de sacrificio nos confrontan con el contenido más destructivo del desarrollo capitalista y con la contradicción, cada vez más evidente, entre los patrones de reproducción para la extracción de valor y la generación de ganancias en manos de unos cuantos y lo necesario para garantizar nuestras necesidades vitales de manera sana y digna –salud, cuidados, alimentación, tierra, vivienda, educación, trabajo y energía– .

La crisis sanitaria por la propagación del COVID-19 y la emergencia declarada desde principios de 2020 en todo el planeta han expuesto con crudeza a nivel global las estructuras desiguales y jerarquizadas sobre las que se organiza la gestión capitalista de la vida. Por lo que vale la pena preguntarnos, ¿qué pasa en los territorios que antes del COVID-19 ya estaban en emergencia sanitaria y ambiental? ¿De qué maneras quienes habitan estos territorios están experimentando esta crisis múltiple? ¿Qué tenemos que aprender de sus experiencias?

 

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[1]Fecha de recepción: 31/03/2022. Fecha de aceptación: 24/06/2022.

Identificador persistente ARK:

[2]Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

México.

https://orcid.org/0000-0002-5466-9282

mlorena.navarrot@gmail.com

[3]Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

México.

https://orcid.org/0000-0003-4585-4336

veronica.barreda.mx@gmail.com

[4] La popularidad y efectividad del término justicia ambiental es tal, que en 1998 se incluye el derecho a un medio ambiente sano en la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo (De Luis, 2018), un tribunal impulsado por las Naciones Unidas para discutir las problemáticas medioambientales y que derivó en la inclusión de un término que respondería a las necesidades de las luchas quienes empujaban el reconocimiento de un instrumento jurídico que respondiera a los problemas de salud asociados a la saturación de contaminantes.

[5] En el marco de la movilización de las poblaciones afectadas, Joan Martínez Alier y Ramachandra Guha proponen en 1994 la noción de “ecologismo popular”, también conocido como ecologismo de los pobres (Folchi, 2019), ecología de la supervivencia o movimiento de justicia ambiental. El origen de este término se vincula al surgimiento del movimiento Chipko, en la India, en contra de la tala de árboles. Su difusión a escala global, ha sido creciente, principalmente entre los países del denominado Tercer Mundo.  La tesis de estos autores sugiere que en América Latina, el ecologismo no ha sido un asunto de las clases medias, sino de gente pobre intentando acceder a medios que garanticen su existencia.

[6] Retomamos la noción de maldesarrollo propuesta por Maristella Svampa y Enrique Viale (2014) para poner en relieve el carácter insustentable de los modelos en vigencia (2014).

[7] En México, de acuerdo con el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA), en el sexenio de Felipe Calderón (2006-2011), se registraron 86 casos de agresiones contra defensores del territorio y 35 ataques letales. Durante el gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018) se identificaron 460 ataques a personas defensoras del territorio, lo que evidenció un alza preocupante en la que destacaron 175 casos de amenazas, 84 ataques físicos, 82 de criminalización, 70 de intimidación y 68 homicidios. Durante 2019, el primer año del sexenio de Andrés Manuel López Obrador, -el gobierno de la autoproclamada Cuarta Transformación-, CEMDA (2021) denunció 15 homicidios y 24 agresiones. Este mismo organismo reportó que 18 personas defensoras fueron asesinadas al año siguiente, mientras que Global Witness (2021) registró 30 ataques letales de un total de 90 agresiones, entre las que destacan desalojos, secuestros, allanamientos, hostigamiento y criminalización. Durante 2021, 9 personas defensoras del territorio han sido asesinadas (EDUCA, 7 de agosto de 2021), todas ellas relacionadas con conflictos asociados a la tala clandestina, desarrollo de infraestructura (construcción de Tren Maya y otros proyectos carreteros), megaproyectos de minería, industria eléctrica, turismo, entre otros (CEMDA, 2021).

[8] Verónica Barreda (2021) en su tesis de maestría propone pensar la producción del sacrificio para dar cuenta de aquellos procesos de constante expropiación de la fuerza vital para la búsqueda incesante de acumulación de capital. Esto a partir de una radicalización de la injusticia ambiental y una disponibilidad de los cuerpos-territorios a partir de una externalización de la destrucción. Este proceso, jugaría un papel relevante en los metabolismos urbano-agro-industriales de las geografías subordinadas y colonizadas.

[9] Actualmente nos encontramos participando en el Proyecto “Incidencia para la regeneración ecohidrológica y la reapropiación comunitaria de la Cuenca Alta del Río Grande de Santiago” a través del eje de “Horizontes y luchas comunitarias para una transición ecopolítica”. Y Verónica Barreda está realizando la tesis doctoral “Cuidar para regenerar la trama. Retrato de dos luchas en defensa de la vida contra el sacrificio: Un Salto de Vida (Jalisco) y Coordinadora por un Atoyac con Vida (Tlaxcala).”

[10] De acuerdo con el documento “Propuesta comunitaria para el Saneamiento de la Cuenca Atoyac-Zahuapan “El 21 de marzo de 2017, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) emitió la Recomendación 10/2017, dirigida al Ejecutivo Federal, representado por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat), la Comisión Nacional del Agua (Conagua), la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) y la Comisión Federal para la Prevención de Riesgos Sanitarios (Cofepris), además de los gobiernos de los estados de Puebla y Tlaxcala, así como las autoridades municipales de San Martín Texmelucan y Huejotzingo, en Puebla e Ixtacuixtla de Mariano Matamoros, Tepetitla de Lardizábal y Nativitas, en Tlaxcala [...] La Recomendación fue emitida a estas autoridades por la violación de los derechos humanos (el derecho a un medio ambiente sano, el derecho al saneamiento del agua y el derecho a la información, entre otros) de quienes habitan y transitan en el territorio de estos municipios y otros más que conforman la cuenca del Alto Atoyac, ocasionada por la contaminación de los ríos Atoyac, Xochiac, Zahuapan y sus afluentes” (Coordinadora por un Atoyac con Vida Red de Jóvenes en Defensa de los Pueblos Centro “Fray Julián Garcés” Derechos Humanos y Desarrollo Local, A.C. Pastoral de Derechos Humanos, Pastoral Social Diócesis de Tlaxcala Consejo Ciudadano por la Dignificación de Ixtacuixtla, A.C, 2017, p. 6).

[11] Para Phil Brown (1987), la epidemiología popular es definida como el proceso por el cual personas no profesionales acumulan datos estadísticos y otro tipo de información y también dirigen y ponen en orden recursos y conocimiento de expertos a efecto de comprender la epidemiología de la enfermedad.

[12] Para mayor información ver https://www.juntaslogramosmas.org/