Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos

N° 1. Año 2015. ISSN: 2525-0841. Págs.19-42

http://criticayresistencias.com.ar

Edita: Colectivo de Investigación El Llano en Llamas. Ciudad de Córdoba

Conflictos socioambientales y disputas civilizatorias en América Latina: Entre el desarrollismo extractivista y el Buen Vivir[1]

Socio-environmental conflicts and civilizations in dispute in Latin America:

between extractive development and Buen Vivir

Horacio Machado Aráoz[2] 

Resumen

Si bien los denominados conflictos socioambientales tienen larga data en la región, es en las últimas décadas que han cobrado una notoriedad política sobresaliente, a partir de la cual asistimos a su evidente expansión, intensificación y complejización; sobre todo en la última etapa de fuerte crecimiento y “recuperación” económica abierta desde inicios del presente siglo. Dentro de ese panorama general, adquieren especial interés las particularidades que estos conflictos presentan en el escenario de los países cuyos gobiernos marcaron emblemáticamente el denominado “giro a la izquierda” latinoamericano. En ese marco, y más allá de las resistencias y oposiciones de sectores históricamente conservadores, los gobiernos progresistas (GP) se vieron crecientemente interpelados por una amplia diversidad de movimientos sociales surgidos de la defensa de los territorios, ante el avance de distintos proyectos extractivistas. En el presente trabajo, partiendo de un somero análisis de tales conflictos, proponemos una hermenéutica crítica de los mismos, que los interpreta como la expresión de una crucial disputa civilizatoria que hoy atraviesa a las sociedades e incluso al vasto y heterogéneo campo popular latinoamericano.

Palabras claves: Conflictos socioambientales; Desarrollo extractivista; América Latina; Gobiernos progresistas; Buen vivir.

Abstract

Even though the so-called environmental conflicts are longstanding in the region, it is in the last decades that they have gained an outstanding political notoriety. Furthermore, we attend a clear expansion, intensification and complexity process; especially in the last period of strong growth and economic "recovery” from the beginning of this century. In the context of countries in Latin America whose governments marked the emblematic "turn to the left", some of the characteristics of the environmental conflicts acquire interest. Discarding the opposition of historical conservative groups, progressive governments found themselves increasingly challenged by a wide variety of social movements arising from the defense of territories against the advance of extractive projects. In this paper, starting from a brief analysis of these conflicts, we propose a critical hermeneutics to interpret them as the expression of a crucial civilizing dispute that nowadays goes across societies and even the vast and heterogeneous Latin American popular field.

Key words: Environmental conflicts; Extractive Development; Latin America; Progressive Governments; Buen vivir.

A modo de introducción

Como hemos planteado en otros trabajos, con el pasaje del Consenso de Washington al Consenso de Beijing en América Latina, puede constatarse un correlativo desplazamiento del locus sociológico de la conflictividad, pasando desde el “campo clásico” de la lucha contra la explotación de la fuerza de trabajo al de las resistencias contra la expropiación de los territorios (Machado Aráoz, 2013a; 2013b). Así, si bien los denominados conflictos socioambientales tienen larga data en la región, es en las últimas décadas que han cobrado una notoriedad política sobresaliente. Una amplia bibliografía reciente da cuenta de ello (Seoane, 2005; Bebbington, 2007; AA.VV. 2008; De Echave, Hoetmer & Palacios 2009; Acosta & Machado 2012; Machado Aráoz, 2012a; 2013a, 2013b; Seoane, Taddei & Algranati 2013; Svampa 2012; 2013; Merlinsky, 2013; Delgado Ramos, 2013; Composto y Navarro, 2014).

Sobre todo, a partir de la última etapa de fuerte crecimiento y “recuperación” económica abierta desde inicios del presente siglo, asistimos a una evidente expansión, intensificación y complejización de los conflictos socioambientales. Hoy por hoy, este tipo de conflictos se extiende a lo largo y a lo ancho de la vasta geografía regional, comprenden una gran diversidad de temáticas específicas, abarcan a todas las jurisdicciones territoriales de los Estados nacionales, y atraviesan las distintas fronteras ideológicas de los gobiernos en ejercicio.

Dentro de ese panorama general, adquiere especial interés las particularidades que estos conflictos presentan en el escenario de los países cuyos gobiernos marcaron emblemáticamente el denominado “giro a la izquierda” latinoamericano[3]. Estos gobiernos, surgidos en el fragor de las luchas contra el neoliberalismo, inauguraron una nueva etapa política signada por un fuerte proceso de crecimiento económico y recuperación social que les permitió consolidarse electoralmente y obtener amplios consensos políticos. En ese marco, y más allá de las resistencias y oposiciones de sectores históricamente conservadores, los gobiernos progresistas (GP)[4] se vieron crecientemente interpelados por una amplia diversidad de movimientos sociales surgidos de la defensa de los territorios, ante el avance de distintos proyectos extractivistas[5]. Pese a que estos movimientos constituyeron una fracción de sus bases sociales, pese a que estas mismas fuerzas progresistas llegaron incluso al poder del Estado también apoyados en y por las luchas libradas en la defensa de los Bienes Comunes de la Naturaleza, hoy aparecen, fuertemente enfrentados a esos gobiernos; al punto que, a la luz de éstos, representan unos de sus más acérrimos “opositores”.

En el presente trabajo, partiendo de un somero análisis de tales conflictos, proponemos una hermenéutica crítica de los mismos, que los interpreta como la expresión de una crucial disputa civilizatoria que hoy atraviesa a las sociedades e incluso al vasto y heterogéneo campo popular latinoamericano.

La conflictividad social en territorios progresistas. Extractivismo, crecimiento y represión.

A inicios del nuevo milenio, la irrupción de distintas fuerzas progresistas en el poder gubernamental de los Estados en varios países de la región vino a marcar el inicio de una etapa política nueva, presuntamente antagónica. Dejando atrás un largo ciclo de ajustes, privatizaciones masivas, “achicamiento” del Estado y disciplinamiento social vía recesión y desempleo generalizado, los emergentes GP inauguraron un ciclo, ahora, de nacionalizaciones, recuperación del crecimiento económico, el empleo y el consumo en general.

En un contexto de notable aumento de las cotizaciones de las materias primas, el renovado dinamismo primario-exportador de la región[6] pasó a ser económica y políticamente decisivo para la nueva ecuación de gobernabilidad. A través de distintos mecanismos fiscales, los GP implementaron políticas de captación y canalización de las rentas de exportación hacia la inversión social. Nuevos programas y recursos volcados a Educación, Salud, Vivienda, Infraestructura en general, y en la masificación de políticas sociales compensatorias (básicamente programas de transferencia condicionada de dinero) vinieron a cubrir demandas sociales históricamente postergadas que, a la vez que contribuían a la recuperación de las economías internas, tendían también a fortalecer la legitimidad política y electoral de los gobiernos (Gudynas, 2009; 2010;Machado Aráoz, 2012b; Svampa, 2012; 2013).

Esta dinámica fue conduciendo hacia la encerrona del crecimiento extractivista: las posibilidades de “mejorar las condiciones de vida” de la población (en términos estrictamente convencionales) quedaron correlativamente supeditadas a la necesidad de expansión de la matriz primario-exportadora; a su vez, sostener el crecimiento económico, se tornó condición y objetivo clave para el afianzamiento electoral de las fuerzas gobernantes. Tales fueron los condicionantes estructurales sobre los que se fue configurando el Consenso de Beijing. El crecimiento a “tasas chinas” tuvo importantes y complejos efectos biopolíticos (Machado Aráoz, 2013b); se tradujo en fiebre de “inclusión” y de “consumo”. Altas y sostenidas tasas de expansión del PBI fueron suficientes para la configuración de sólidas maquinarias electorales, ya de “izquierda”, ya de “derecha”[7].

En ese marco, el auge de la bonanza primario-exportador fue provocando la reconfiguración de la conflictividad social, de la agenda política y del mapa de los actores y coaliciones en disputa. Mientras que por un lado, el “crecimiento con inclusión social” contribuyó a construir amplias y diversificadas bases de legitimación social y política[8], por el otro, provocó una correlativa intensificación de los conflictos socioterritoriales.

En este escenario, los movimientos críticos de la expansión del extractivismo y de la matriz territorial y socioproductiva que se iba consolidando, fueron quedando relativamente aislados y crecientemente enfrentados a las políticas gubernamentales en marcha. Organizaciones indígenas, campesinas y asambleas socioambientales, que no sólo fueron actores claves en las luchas contra las políticas de los ’90, sino que incluso en los casos de Bolivia y Ecuador tuvieron un protagonismo decisivo para el triunfo tanto de Evo Morales y el MAS en Bolivia, como de Rafael Correa y Alianza País, en Ecuador, ahora aparecían como los “principales opositores” a estos gobiernos.

Las “intransigencias” de uno y otro bando fueron alimentando una dinámica conflictual de violencia creciente. Para los GP (los ‘radicales’ y los ‘moderados’; los de base social mayoritariamente campesino-indígena y los de las sociedades más urbanizadas), el objetivo de sostener a toda costa el crecimiento económico era innegociable; de él dependían sus chances de “sobrevivencia política”. Por el lado de las comunidades y organizaciones enfrentadas a proyectos extractivistas, detener esos proyectos era también, literalmente, una cuestión de supervivencia.

La confrontación en torno al extractivismo no sólo atravesó a los gobiernos sino también al vasto y complejo campo popular. A su interior, hizo aflorar profundas contradicciones que terminaron impactando sobre los tejidos de solidaridad y convergencia política preexistentes y operando una profunda fragmentación. Desde los sectores oficialistas (gobiernos y movimientos sociales afines) se procuró descalificar y debilitar a los movimientos socioterritoriales, fracturando sus bases y propiciando el enfrentamiento con otros sectores populares (Petras y Lora, 2013; Machado Aráoz, 2013c; Villegas, 2014; Lander, 2014). Las acusaciones de ser “funcionales a la derecha” y/o “agentes encubiertos del imperialismo”, de “impedir el desarrollo del país” fueron cada vez más usuales y recurrentes. Tempranamente, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, marcaba el tránsito hacia esta nueva línea de fuego: “no crean a los ambientalistas románticos, todo el que se opone al desarrollo del país es un terrorista”, sentenció por Cadena Nacional ante una serie de manifestaciones en la provincia de Orellana contra empresas petroleras (Isch, 2014: 168). Por su parte, el presidente Evo Morales, en pleno conflicto por el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Secure (TIPNIS), acusó a los indígenas de “imperialistas” por impedir el desarrollo del país, afirmando que “el ambientalismo es el nuevo colonialismo del siglo XXI”[9] (Stefanoni, 2012).

De tal forma, la profundización de la matriz extractivista, ahora bajo la retórica de la “justicia social”, fue creando acá una nueva variante legitimadora de las políticas represivas. En un contexto general de recrudecimiento de la violencia por conflictos socioterritoriales, los gobiernos progresistas no fueron la excepción. Entre 2002 y 2013, en América Latina se registraron 760 asesinatos contra “ambientalistas”, 49 % de ellos aconteció en Brasil. Durante los dos primeros años del gobierno de Lula (2003-2004) se registró un récord de asesinatos vinculados a litigios por tierras (155 casos) (Global Witness, 2014). En la propia Venezuela de Chávez, acontecieron una cantidad no precisada de asesinatos de miembros del pueblo Yukpa, en el estado de Zulia, por conflictos con ganaderos y empresas mineras. Entre ellos, sobresale el asesinato (3 de marzo de 2013) del cacique de la comunidad de Chaktapa, Sabino Romero, reconocido opositor a las explotaciones mineras.

En la Argentina, la expansión de la frontera sojera ha resultado el frente más luctuoso, con más de una decena de asesinatos de miembros de comunidades campesinas e indígenas en Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Jujuy, Formosa y Chaco; en tanto que las políticas de persecución y represión se hicieron más intensivas en las provincias cordilleranas y patagónicas, por conflictos por proyectos de mega-minería e hidrocarburos. Nombres tales como Roberto Díaz, Javier Chocobar, Miguel Galván, Cristian Ferreyra, Comunidad Qom de La Primavera, y lugares como Famatina, Andalgalá, Tinogasta, Malvinas signaron emblemáticamente el ciclo de resistencias y represiones que el extractivismo fue dejando en la memoria oculta de la “década ganada”[10].

En el caso de Bolivia, la brutal represión contra la marcha por el TIPNIS, marcó un antes y un después en el gobierno de Evo Morales.  Los costos políticos de ese conflicto llevaron al gobierno a intensificar el enfrentamiento entre sectores populares (cocaleros contra indígenas, mineros contra campesinos, indígenas contra indígenas),  hasta llegar a intervenir la CIDOB y la CONAMAQ, las dos principales centrales indígenas del país. Las nuevas iniciativas extractivistas del MAS, tales como la nueva Ley de Minería, la ampliación de las zonas de exploración petrolera, la liberalización y flexibilización de las normativas de licencia ambiental, la regulación restrictiva de la ley de consulta previa y la eliminación del Sistema de Áreas Protegidas (decisión tomada en 2013, por el cual se suprimieron las prohibiciones de realizar proyectos de exploración y/o explotación hidrocarburíferas en parques nacionales, áreas protegidas y territorios comunitarios originarios), fueron acompañadas de un proceso de criminalización y judicialización de las protestas. El vicepresidente Álvaro García Linera justificó la eliminación del Sistema de Áreas Protegidas afirmando que el mismo fue creado por intereses geopolíticos norteamericanos para impedir a los bolivianos su propio desarrollo, insinuando que quienes se oponen a estas actividades responden en realidad a intereses extranjeros (Gandarillas, 2015). En el mismo sentido, el presidente de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB), Carlos Villegas Quiroga, acusó a los pueblos indígenas de “provocar trabas y retrasos en las inversiones (…) sus excesivas demandas no sólo son hostiles a las inversiones, sino que incluso no son acordes a la realidad del país” (cit. por Gandarillas, 2015: 123-127)[11].

Dentro de este panorama, la situación en Ecuador marca probablemente la mayor grieta de confrontación entre el gobierno y los movimientos del ecologismo popular[12]. Paradójicamente el gobierno que surgió con el más explícito apoyo de movimientos indígenas y ecologistas y el que en la Constitución de Montecristi  no sólo consagró los Derechos de la Madre Tierra sino que también estableció medidas concretas de gran relevancia (como la prohibición de transgénicos y de la mega-minería a cielo abierto), pronto fue avanzando hacia una escalada poco disimulada de extractivismo y represión. En ese proceso, las nuevas leyes de Agua (2008) y de Minería (2009) –ambas cuestionadas por su presunta inconstitucionalidad- dieron lugar a la primera gran manifestación contra el gobierno liderada por el movimiento indígena, pero acompañada también por múltiples sectores sociales y políticos, que confluyeron en la Marcha por el Agua, la Vida y la Dignidad de los Pueblos, entre el 8 y el 22 de marzo de 2012. Esa misma marcha (que luego se reiteraría en 2014) marcaría también el inicio de la criminalización: entonces, el ministerio público procedió a la detención y a la apertura de causas judiciales contra varias decenas de líderes varones y mujeres de los pueblos Shuar y Huaorani. De allí en más, el accionar represivo fue in crescendo; actualmente hay no menos de 200 activistas detenidos y/o judicializados por oponerse a distintos proyectos extractivistas impulsados por el Gobierno. La persecución al movimiento Yasunidos, (constituido en defensa de la iniciativa Yasuní-ITT), la intervención militar en la región de Intag para abrir el camino a la exploración minera, la detención irregular del líder campesino Javier Ramirez, y más recientemente, el desalojo de la CONAIE de su sede histórica, muestran un inequívoco camino en el que, como afirma la socióloga Natalia Sierra,  “el gobierno de Correa ha configurado como enemigos de su proyecto a los pueblos y comunidades indígenas-campesinas y a los colectivos ecologistas” (cit. por Zibechi, 2014).

La (crucial) cuestión ecológica en América Latina: ¿“lujo”,  “romanticismo utópico”… o ceguera colonial?

Una sucinta revisión panorámica sobre el presente ciclo político de los GP muestra cómo éstos no sólo terminaron profundizando e intensificando la misma matriz de crecimiento extractivista vigente en los gobiernos abiertamente de derecha, sino también recurriendo a nuevas dinámicas de represión y criminalización de los conflictos suscitados por ese modelo.

A juzgar por los sólidos consensos electorales que exhiben, pareciera que no sólo a los gobiernos sino también al conjunto de nuestras sociedades, la explotación de la Naturaleza y los casos de represión preocuparan menos que el tema del “crecimiento”.  A decir verdad, en un escenario de normalización económica, y mientras los efectos anestésicos del consumo siguieron marcando el humor social y electoral en general, las demandas y las resistencias de los movimientos socioambientales tendieron a ser básicamente minimizadas, trivializadas, cuando no ya directamente ignoradas y/o descalificadas por amplias mayorías sociales y electorales.

Así, hay que admitir que los movimientos del ecologismo popular latinoamericano se hallan, hoy por hoy, en franca minoría y a contramano de las sensibilidades políticas predominantes. Parecieran ser casi los únicos sujetos que han quedado por afuera y en directa confrontación con el sólido bloque del Consenso de Beijing. En el fondo, da la sensación de que “lo ecológico” (a esta altura de la historia) sigue siendo pensado como un “lujo” o una “excentricidad” que (aún) no nos podemos permitir en nuestras sociedades “subdesarrolladas”,  agobiadas por “problemas más urgentes”, como “el hambre”, “la pobreza”, “la desocupación”, etc.

Desde esa percepción mayoritaria, hegemónica, que parte de dar por supuesta la “imperiosa necesidad de desarrollarnos”, se esgrimen los principales argumentos de la razón progresista para rechazar las críticas a sus políticas extractivistas. Desde ese punto de partida común, tanto altos dirigentes políticos como reconocidos intelectuales y referentes del pensamiento crítico latinoamericano  (incluso, no todos necesariamente “oficialistas”) han asumido la defensa de los GP contra tales críticas: ya porque lo consideran un problema “no prioritario” e incluso ajeno a los intereses de los sectores populares; ya porque lo ven como un  “costo” o un “mal menor” que todavía hay que tolerar hasta que “maduren” las condiciones “objetivas” (económico-tecnológicas y las relaciones de fuerza) de los “procesos de cambio”; ya directamente porque las conciben como  una posición dogmática y extremista, que parte de visiones románticas -y en todo caso inviables- sobre la Naturaleza.

Dentro de estas “razones”, la apelación al argumento de clase, ha sido una de las más frecuentadas y preferidas. En esta línea, los “reclamos ambientalistas” han sido rotulados como “preocupaciones” propias de “clases medias”, “acomodadas”, incluso insensibles a las necesidades más urgentes de los sectores populares. El presidente ecuatoriano Rafael Correa ha sido uno de quienes con más perspicacia ha recurrido a esta estrategia discursiva al nombrar al movimiento Yasunidos  como “ecologistas de panza llena”; también al tratar de “ponchos dorados” y de “peluconería indígena” a los dirigentes críticos de la CONAIE (De la Torre, 2010: 167). Por su parte, la presidenta argentina, Cristina Fernández (en una video-conferencia transmitida por Cadena Nacional, en pleno fragor de los conflictos por proyectos mineros), ha recurrido a la imagen de un obrero minero que, “con su empleo digno da de comer a su familia” y cuyo sustento se vería “amenazado” por los “movimientos anti-mineros”, más preocupados por el ambiente que por el hambre y la desocupación.

Este argumento de clase ha sido también combinado con elementos ideológico-políticos, al asociar los “planteos extractivistas” ya como meras excusas usadas por sectores conservadores, de derecha y hasta afines al imperialismo, para debilitar, obstruir y/o desestabilizar la gestión de los GP. Tal es la postura asumida por el vice-presidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera (2012) y también por el destacado intelectual brasileño Emir Sader. Para ambos, lo central del momento histórico-político actual es defender y profundizar la “senda postneoliberal” que los GP, a su criterio, inequívocamente han abierto y representan. Argumentan que lo más importante hoy, para una política de izquierda, es luchar contra el neoliberalismo y contra el imperialismo norteamericano[13]. Desde su perspectiva, “en un mundo todavía ampliamente dominado por el modelo neoliberal, donde crecen la desigualdad, la pobreza y la miseria”, los GP latinoamericanos (incluso considerando dentro de éstos los casos más discutibles, como Brasil y Argentina) son inequívocamente postneoliberales porque “aplican políticas sociales que disminuyen la pobreza y la exclusión”; “promueven el crecimiento” y el nivel de actividad económica en un mundo de recesión y ajuste; y porque “defienden el Estado como garante de derechos sociales y del desarrollo económico, impulsando el consumo popular”[14].

En sintonía, García Linera, cuestiona: “¿Con qué superar al extractivismo? ¿Acaso dejando de producir, cerrando las minas de estaño, los pozos de gas, retrocediendo en la satisfacción de los medios materiales básicos de existencia, tal como sugieren sus críticos? ¿No es ésta más bien la ruta del incremento de la pobreza y el camino directo a la restauración de los neoliberales?” (García Linera, 2012: 108). Con esas preguntas retóricas, el vicepresidente boliviano asocia las críticas al extractivismo con posturas políticas irrealistas que lo único que provocarían es incrementar la pobreza; identifica a esos planteos como propios de ONGs que responden a los intereses norteamericanos y de grandes empresas transnacionales alineadas en el “capitalismo verde”, para concluir que “detrás del criticismo extractivista de reciente factura en contra de los gobiernos revolucionarios y progresistas, se halla pues la sombra de la restauración conservadora” (García Linera, 2012: 110).

En el entendimiento de estos autores, las políticas de crecimiento basadas en la profundización de la matriz primario-exportadora, no son un problema, o al menos, no tan grave como se lo pretende. Tal como han declarado públicamente en diversas ocasiones el ex presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva y el presidente boliviano Evo Morales, según ellos “mientras sigan altos los precios, exportar materias primas no es ningún problema”; en todo caso, son “el medio que disponen nuestras economías para financiar su industrialización”. Incluso más, para García Linera y para Rafael Correa, es posible usar el extractivismo para “saltar” a una “economía del conocimiento”[15].

En una dirección similar, Mónica Bruckmann –junto a Theotonio dos Santos, constituidos en los intelectuales orgánicos de la UNASUR-  sostiene que la cuestión no es explotar o no los recursos naturales, sino en todo caso, asegurar “el control soberano” de los mismos para orientarlos como “palanca dinamizadora del desarrollo”. Para Bruckmann, “el acceso, la gestión y la apropiación de los recursos naturales” plantea una contradicción fundamental, básicamente, entre dos proyectos: por un lado, “la afirmación de la soberanía como base para el desarrollo nacional e integración regional y, por otro lado, la reorganización de los intereses hegemónicos de Estados Unidos en el continente que encuentra en los tratados bilaterales de libre comercio uno de sus principales instrumentos para debilitar el primero” (Bruckmann, 2012: 53). Por ello, es fundamental asegurar la “gobernanza de los recursos naturales”, así entendida como “el conjunto de políticas soberanas de los países sobre la propiedad de los recursos naturales y su apropiación, así como la distribución de las ganancias de productividad derivadas de su explotación”[16] (UNASUR – CEPAL, 2013: 07).

Respecto a los planteos precedentes, la postura de Atilio Borón (2013) resulta bastante más moderada, admitiendo que las críticas al extractivismo tienen cierto asidero pues, por un lado, no se puede ignorar que “el grave problema que enfrenta la humanidad en el momento actual es el de la destrucción de los ecosistemas” (Borón, 2013: 116); y por el otro, que si bien en el caso de los GP “las exportaciones extractivistas han servido para financiar amplios programas de políticas sociales, (…) lo cierto es que el frenesí extractivista genera nuevos costos sociales y ambientales que requieren la urgente atención de nuestros gobiernos. Sin exagerar, podría decirse que estamos en presencia de un auténtico círculo vicioso” (Borón, 2013: 121-122).

De todos modos, a su juicio, no se puede caer en el “extremismo” que representa el “pachamamismo”[17]. Para Borón, “una cosa es criticar ese patrón de crecimiento y otra bien distinta es cuestionar el crecimiento en sí” (Borón, 2013: 154). El pachamamismo sería justamente ese “dogmatismo intransigente” que niega la necesidad del crecimiento y la industrialización (2013: 157). A juicio del autor, no se puede “abandonar por completo el objetivo del desarrollo”. Citando la definición de Lenin sobre que el socialismo en su época era igual a “soviets + electricidad”, “en el momento actual el socialismo también implica algún tipo de ‘soviets’ (…) unido a la apropiación de la más moderna tecnología que hoy reposa en manos de las transnacionales” (Borón, 2013: 130).

Frente a ello, los pachamamistas representan –en el mejor de los casos- un romanticismo políticamente ingenuo y económicamente inviable[18]. “¿Qué pretenden estos críticos?”, se pregunta. “Que los gobiernos de Bolivia y Ecuador esperen que llueva maná del cielo para que les aporten todos los recursos imprescindibles para la construcción de una buena sociedad? ¿De dónde obtendrían los dineros que exige cualquier programa de reforma social?” (Borón, 2013: 150). “De lo que se trata”, en definitiva, a su criterio, “es de buscar un punto de equilibrio, siendo conscientes, asimismo, que ningún gobierno, y mucho menos de izquierda, puede hacer oídos sordos a la necesidad de promover el desarrollo de su economía, sin la cual no podrá haber escuelas, universidades, hospitales, jardines infantiles, programas sociales, carreteras, puentes y la infraestructura necesaria para que el ‘buen vivir’ sea algo más que una entelequia y se convierta en una palpable realidad” (Borón, 2013: 130).

Finalmente, en un sentido similar a los planteos de Borón, Claudio Katz, uno de los más agudos críticos de los regímenes que predominan en Sudamérica y que él caracteriza como neodesarrollistas (2012; 2014), coincide en desmarcarse de los planteos postdesarrollistas que provienen de los críticos del extractivismo. Pese a suscribir las críticas al imaginario “desarrollista burgués”, Claudio Katz, persiste en hablar de “economías atrasadas”, en señalar que “el subdesarrollo no es una creencia, un mito o un discurso, sino una terrible realidad de hambre, baja escolaridad y pobreza”. El subdesarrollo, para él, es “el grave problema que afronta una región relegada” (Katz, 2015). De manera semejante a los planteos de Borón, para Claudio Katz, los movimientos sociales que apuestan a lo local y a lo comunitario, al igualitarismo cooperativista, a la autogestión y al uso cuidadoso y respetuoso de la naturaleza, son meros planteos neoludistas, que idealizan las experiencias micro y que resultan absolutamente impotentes para producir las transformaciones sociales y de poder que requieren nuestras sociedades.

Siendo éstas las posturas mayoritarias del pensamiento de izquierda, no es de extrañar el tenor de la declaración de los gobiernos del ALBA, emitida en julio de 2013, en Guayaquil, durante su XII Cumbre de Jefes de Estado. Allí, los jefes de Estado planteaban: “manifestamos el derecho y la necesidad que tienen nuestros países de aprovechar, de manera responsable y sustentable, sus recursos naturales no renovables, los cuales cuentan con el potencial de ser utilizados como una importante fuente para financiar el desarrollo económico, la justicia social y, en definitiva, el bienestar de nuestros pueblos, teniendo en claro que el principal imperativo social de nuestro tiempo –y de nuestras regiones- es combatir la pobreza y la miseria. En este sentido, rechazamos la posición extremista de determinados grupos que, bajo la consigna del anti-extractivismo, se oponen sistemáticamente a la explotación de nuestros recursos naturales, exigiendo que esto se pueda hacer solamente sobre la base del consentimiento previo de las personas y comunidades que vivan cerca de esa fuente de riqueza. En la práctica, esto supondría la imposibilidad de aprovechar esta alternativa y, en última instancia, comprometería los éxitos alcanzados en materia social y económica” (XII Cumbre del ALBA, Declaración de Guayaquil, 2013).

En base a los considerandos de la citada Declaración, puede avizorarse hasta qué punto la retórica “redistribucionista” puede resultar hasta más peligrosa que otras variantes ideológicas, pues en aras del “crecimiento con inclusión social”, los “problemas” de contaminación, devastación ecológica e incluso violación de derechos, aparecen como “males menores”, todos suficientemente “justificados” cuando el fin último es “el desarrollo nacional” y la “redistribución de la riqueza”. Desde esta concepción, no es de extrañar que los GP se hayan mostrado particularmente inescrupulosos, insensibles y violentos en materia socioambiental, incluso tanto como los gobiernos más férreamente alineados a Washington.

En definitiva, en sus políticas y lenguajes, los GP han asumido como propia una concepción sacrificial-desarrollista del territorio. Bajo un ropaje pretendido novedoso y “de izquierda” subyace en realidad una visión que es tan característica de las más rancias oligarquías “nacionales” (Roitman, 2008), y tan antigua como nuestra propia historia colonial. Institucionalizada también como la política oficial de UNASUR, subyace esa “colonialidad de la naturaleza latinoamericana” de la que nos habla Héctor Alimonda (2011), también expresada la visión “eldoradista” que Maristella Svampa (2013) retoma de René Zavaleta: una visión de “las riquezas naturales” de la región, pensada desde la excedencia mítica, presumida inagotable, inmemorialmente predestinada a ser explotada para los distintos fines “desarrollistas” de las élites gobernantes de turno. Por cierto, una mirada que ve los territorios desde un exclusivo interés extractivo; desde lo que “interesa” (y valoriza) el mercado mundial.  Es decir, una mirada desde afuera y desde arriba; que ignora las visiones desde abajo y desde el interior de esos territorios; concretamente, que omite cómo lo ven y lo sienten los pobladores que lo habitan y lo constituyen como tal (Santos, 1996; Porto-Goncalves, 2002; 2006).

Por lo demás, las posturas teórico-políticas asumidas desde “el progresismo” y/o “la izquierda” contra los críticos del extractivismo muestran, por un lado, la increíble persistencia, vigencia y fuerza política que tiene el imaginario desarrollista en vastas mayorías de las subjetividades sociales y las principales expresiones políticas de la región. Por otro lado, pone de manifiesto los alcances y los límites de los proyectos de transformación social que se permiten ser pensados desde la razón progresista.

En el fondo, a nuestro juicio, estas posturas expresan una profunda ceguera colonial que no deja ver las alternativas realmente existentes que se están gestando desde los colectivos del ecologismo popular latinoamericano, los Movimientos del Buen Vivir.

La colonialidad de la razón progresista y su obsesión desarrollista

A la luz de los acontecimientos históricos, pareciera que el progresismo –quizás tanto más el de izquierda que el de derecha- no puede renunciar al imaginario colonial del “desarrollo”. A nuestro entender, la particular intolerancia y violencia que los gobiernos progresistas han aplicado en la “gestión” de los conflictos socioambientales muestra hasta qué punto asumieron como propia la religión colonial desarrollista (Scribano, 2012). Por más trilladas y archi-conocidas que, a esta altura, nos resulten las críticas al “desarrollo”[19], por más deconstrucciones realizadas a la filosofía eurocéntrica de la historia –esa que concibe el tiempo como el ámbito del “despliegue de la Razón” en un sentido único e irreversible-, el progresismo latinoamericano, sigue creyendo ese “credo”.

Para éstos, el crecimiento económico –incluso, independientemente de sus modalidades e implicaciones- constituye un objetivo político innegociable; la vía fundamental que nos “sacará del atraso”. Sólo desde esa mirada colonial se puede confundir –como se lo hizo- “crecimiento” con “revolución”; “neokeynesianismo” con “transición hacia el socialismo del siglo XXI”. Enfocados cada vez  más en la gestión “realista” y “responsable” del poder, los GP pronto fueron descartando los planteos “radicales” por “utópicos”; se centraron en la “lucha contra el neoliberalismo”; omitiendo que el problema no es, en realidad, el liberalismo, ni el viejo ni el nuevo, sino el propio capitalismo como modelo civilizatorio pretendido único/universal.

Como en su momento señalara Ruy Mauro Marini respecto del régimen militar-industrialista brasileño, “se confundió crecimiento con cambio estructural” (Marini, 1973). La borrachera del crecimiento auspició el retorno del “fantasma del desarrollo” (Quijano, 2000). Y esto incluye a intelectuales que, como Atilio Borón, lo identifican como un “mito burgués duro de matar” (Borón 2007). Sólo desde esta ciega obsesión desarrollista se puede comprender –ya, a esta altura de los acontecimientos históricos- que, desde sectores críticos y/o de izquierda, todavía se procure ignorar y/o minimizar los problemas intrínsecos de un “modelo de desarrollo” basado en economías primario-exportadoras.

Al desconsiderar las críticas al extractivismo porque por esta vía se van, al menos, haciendo “transformaciones sociales que implican la inclusión social de sectores históricamente excluidos”, al (pretender) proyectar vías de “desarrollo” (o, más aún,  de “superación del capitalismo”) a partir de la intensificación de la inserción mundial de nuestros territorios como economías primario-exportadoras, el progresismo se muestra ciego ante los problemas históricos y crónicos del capitalismo periférico-dependiente. Es decir, lo que la razón progresista no puede ver es el carácter colonial de las economías extractivistas.

Traducir o definir “extractivismo” como “economías primario-exportadoras” nos deja en la superficialidad fenoménica del problema. Al entenderlo así, muchos de sus problemas estructurales –y sus implicancias sociales, culturales y políticas- desaparecen como tales, y sólo queda la cuestión de cómo maximizamos y qué hacemos con la renta extractivista. Con este planteo, lo que la razón progresista deja fuera del análisis son cuestiones como las siguientes:

Plantearse y abordar todas estas preguntas es un punto de partida importante para romper el velo de la ceguera colonial, trayendo al debate los aportes de la tradición crítica del pensamiento latinoamericano. Los estudios y hallazgos tanto del estructuralismo como de la teoría de la dependencia (Cardoso y Faletto, 1969; Dos Santos, 1975; Marini, 1973) resurgen hoy como  con más vigencia aún que en el siglo pasado. Los análisis del colonialismo interno (Gonzalez Casanova, 2006) y aportes de la geografía crítica (Santos, 1979) resultan no sólo pertinentes, sino imprescindibles para analizar críticamente el momento actual. Desde esas tradiciones y desde estas preguntas es posible enfocar la visión hacia los problemas “del desarrollo” que aparentemente, los GP no pueden ver.

Y el problema de fondo del “desarrollo”, lo que los GP han perdido de vista, es que –como lo ha planteado Aníbal Quijano-, lo que se desarrolla con el desarrollo no es ni un país, ni una nación, sino el capitalismo como sistema hegemónico mundial (Quijano, 2000). Y con ello, se “desarrollan” también (es decir, se transforman, se intensifican y se complejizan)  las formas de explotación de la fuerza de trabajo, las relaciones imperiales/coloniales entre sociedades, regiones y países, y las formas de depredación de la naturaleza, pues todas éstas no son “excesos” del capitalismo, ni efectos separados y contingentes de “cierto tipo de régimen de acumulación” (por caso, el neoliberalismo), sino que hace parte, inherente e insoslayablemente, del propio sociometabolismo del capital (Foster, 2004). Como lo expresa John Bellamy Foster, “la explotación de clase, el imperialismo, la guerra y la devastación ecológica no son, cada una por sí, meros accidentes de la historia, sino características intrínsecas e interrelacionadas del desarrollo capitalista” (Foster, 2007).

En definitiva, lo que, a nuestro juicio, los GP (y en general, todos los sujetos que –de una u otra forma- adhieren al Consenso de Beijing) han perdido de vista bajo la borrachera del crecimiento, es que, tras una década de “desarrollo con inclusión social”, lo que tenemos no es menos capitalismo, sino más; y en nuestro caso, más de capitalismo colonial-periférico-dependiente.

Las (di-)visiones de los sectores populares ante las encrucijadas del progresismo extractivista: crecimiento con inclusión vs. migración civilizatoria.

El problema de la fantasía colonial del “desarrollo” (en América Latina y en el Sur global en general) no es sólo un problema del ¿qué? y del ¿cómo?, sino también, y fundamentalmente del ¿quiénes? Esta cuestión, vista a la luz de los debates entre “postneoliberales” vs. “pachamamistas”, alumbra, a nuestro entender, una dimensión clave de la colonialidad intrínseca de la razón progresista. Pues, más allá de sus retóricas, la práctica política de los GP respecto a la crucial cuestión de los sujetos históricos de la transformación social manifiesta una posición claramente colonial: su visión se halla perfectamente contenida en las lapidarias “Siete tesis equivocadas sobre América Latina”, formulada hace más de cuarenta años por Rodolfo Stavenhagen (1970).

En efecto, la razón progresista sigue creyendo que es preciso ampliar “la difusión de los productos del industrialismo a las zonas atrasadas, arcaicas y tradicionales” (2° tesis); que “la existencia de zonas rurales atrasadas, tradicionales y arcaicas es un obstáculo para la formación [hoy se diría, la maduración y expansión] del mercado interno” (3° tesis). La razón progresista sigue creyendo y apostando en “la burguesía nacional” como el agente de la industrialización y la democratización (4° tesis); sigue, en definitiva, creyendo que “el desarrollo es creación y obra de una clase media nacionalista, progresista, emprendedora y dinámica, y el objetivo de la política social y económica de nuestros gobiernos debe ser estimular la ‘movilidad social’ y el desarrollo de esta clase” (Stavenhagen, 1970: 09).

No casualmente, los discursos de los GP durante los últimos años están saturados de referencias al papel del “empresariado nacional” en la industrialización de nuestros países (Chibber, 2005); a la expansión del consumo[20] y el ensanchamiento de las clases medias[21] como indicadores de superación de las desigualdades de clase (?!) y de la “expansión de derechos”.  Lo que antes eran objetivos de progreso para las teorías de la modernización, ahora se presentan como expresiones de la “revolución social” y de los “procesos emancipatorios” en marcha. Ello muestra hasta qué punto el imaginario político de los GP no sólo sigue colonialmente anclado en las matrices civilizatorias del capitalismo occidentalocéntrico (Coronil, 2000), sino que incluso ha retrocedido hoy hacia posturas pre-dependentistas.

Desde esta visión, no cabe cuestionar ni mucho menos rechazar ese patrón de vida como “modelo civilizatorio”; nadie puede racionalmente negarse a los “beneficios de la modernidad” ni estar en contra del “crecimiento con inclusión social”. Por tanto, los sujetos no incluidos en el patrón urbano-industrial de vida y de consumo hegemónico -en particular los pueblos originarios, el campesinado y las comunidades rurales- son sujetos indiscutiblemente “pobres”, “atrasados” que es preciso “integrar/incluir” a través de políticas de “desarrollo social”. Partiendo de estas premisas, los GP  han procurado (des-)calificar a los movimientos que se oponen al extractivismo, o bien como “sectores de clase media acomodada” que cínicamente rechazan la extensión de los estándares de vida que ellos disfrutan, o bien, presentándolos como sectores fundamentalistas, dogmáticos, en todo caso, igualmente “insensibles” a las necesidades de los “sectores históricamente excluidos”; igualmente funcionales a los planteos conservacionistas del imperialismo y/o el capitalismo verde.

En términos de los sujetos históricos, estas tesituras muestran, en definitiva, un profundo desconocimiento hacia quienes no participan del credo desarrollista; en particular, hacia los sujetos indígenas y campesinos. En tal sentido, pretender que los “ambientalistas” son (sólo o principalmente) sectores de clase media, es mucho más que un “error empírico-sociológico”; se trata de la expresión de una profunda actitud colonial de desconocimiento hacia los sujetos indígenas y campesinos, cuya participación en las resistencias anti-extractivistas ha sido y es no sólo cuantitativamente (sociológicamente) importante, sino también cualitativamente, (políticamente), fundamental.

La pretensión de ignorar el protagonismo y la centralidad política de los pueblos originarios y movimientos campesinos en la defensa de los territorios, es un acto colonial más que se inscribe en una crónica, larga y sistemática historia de negación con la que nuestras blancas élites progresistas han tratado la cuestión indígena, campesina y rural. Es aquí donde aflora la colonialidad insanable de la razón progresista. Pues para el progresismo, los sectores campesino-indígenas, en términos  realistas y práctico-políticos, lisa y llanamente no cuentan, sino, a lo sumo, como “minorías”. Por más que públicamente se muestren como profundamente “respetuosos” de sus modos de vida, incluso, como “fervientes defensores” de que “se respeten sus derechos”, para la mayoría del espectro progresista y/o “de izquierda”, los pueblos originarios y campesinos sólo son “minorías”, no sólo demográfica (lo que de por sí es una cuestión por lo menos polémica),  sociológicamente y electoralmente hablando, sino también, y sobre todo, en términos histórico-políticos. Con esto queremos indicar que, para tales sectores, los sujetos campesinos e indígenas no cuentan efectivamente para nada a la hora de pensar la política y lo político como el ámbito práctico-colectivo de imaginar, proyectar y construir un horizonte futuro común y deseable de sociedad; esto es, un modelo de convivencia y de organización socioterritorial, de gobierno, y de producción y sustentación material y espiritual de la vida colectiva.

Así, las acusaciones de “romanticismo”, la “ingenuidad”, el “infantilismo” y el “irrealismo” que se condensan en la rotulación de “pachamamistas”, expresan esta abismal desconsideración política. Precisamente, como señala Boaventura de Souza Santos, la especificidad racista de la colonialidad reside en negar la contemporaneidad de esas culturas, subjetividades, modos de vida Otros; pensarlas, concebirlas y tratarlas como pertenecientes a un pasado remoto, sin presente y, sobre todo, sin futuro. Y la razón progresista, por muy admiradora que se declare de sus “modos de vida”, las considera formas sociales “atrasadas”, incapaces de aportar o dar respuestas a los problemas más urgentes de las sociedades contemporáneas. Para ellos, sus tecnologías tradicionales no son viables para los requisitos del “crecimiento”; no pueden generar recursos suficientes para puentes, caminos, aviones, escuelas, hospitales, ambulancias, etc… Por más respetables que se reconozcan sus “derechos”, todos ellos, todos sus reclamos e intereses, se presumen y conciben como literalmente subordinados, ya a “los intereses generales de la Nación”, ya a las “necesidades más urgentes de las grandes masas empobrecidas urbanas”.

Ahora bien, la gran cuestión que, nos parece, queda como oneroso saldo político de esta “década dorada” del progresismo latinoamericano, es que esta visión ha dejado de ser apenas una cuestión de élites y clases medias y ha ganado nuevos adeptos entre históricos sujetos de los movimientos populares. La ilusión del “desarrollo con inclusión social” ha calado hondo en amplios sectores del campo popular y ha provocado inmensas fracturas a su interior.

Se delinea así una fractura visible en el ámbito de las fuerzas y los movimientos populares, por un lado, entre quienes conciben las luchas emancipatorias en términos de “inclusión social” y que, por tanto, asumen la defensa de las políticas de los gobiernos progresistas, como únicas alternativas reales, posibles, frente a las cuales, la opción es “el avance de la derecha”. Por otro lado, los movimientos y sujetos populares que piensan la emancipación, no en términos de inclusión, sino de una profunda y radical migración civilizatoria. Una migración hacia un horizonte plena y auténticamente anti-capitalista y post-colonial, que se atreva a imaginar el futuro y lo “civilizado” en plural y más allá de los patrones culturales de Occidente.

Desde el “bando progresista” (Petras, 2012) del campo popular, se mira al otro como “pachamámico” (Escobar, 2011): no sólo con escepticismo sino hasta con desconfianza. Sus propuestas son dogmáticas y utópicas, carecen de todo realismo; sus críticas son funcionales a la derecha y obstaculizan el avance de los procesos de transformación social. Han asumido y se han plegado a la mirada oficialista.

Desde el otro bando, los movimientos hablan del Buen Vivir, pero no como sinónimo de “desarrollo” sino como su radical opuesto. Ven en la “modernidad” un discurso colonial hegemónico que ha puesto a la humanidad en un callejón sin salida. Para éstos, la “lógica de la inclusión” no es novedosa ni mucho menos emancipatoria; respecto al primer término, siempre fue característica de la razón progresista: hunde sus raíces en las históricas políticas de asimilación. En el  segundo sentido, la lógica de la inclusión implica la aceptación colonial de esta sociedad, de este modo de vida, como el único realmente existente y posible.

Desde la blanquitud (Echeverría, 2010) de la razón progresista, desde esa mirada urbana, industrial, ilustrada, solidaria y humanista, sólo pueden ver al Otro como un problema de “exclusión”. Para ellos, los indígenas, campesinos y las comunidades rurales en general que viven de lo que producen, no tienen futuro, son in-viables. Desde la mirada eco-socialista, de los nuevos/viejos  sujetos del Buen Vivir, los inviables son esos modos de vida que viven encarcelados en las mega-urbes y esposados al (las promesas de) empleo de las grandes fábricas. Para estos sujetos en re-ex-sistencia (Porto Goncalves, 2002), allí realmente, no hay futuro; mucho menos, futuro para ser imaginado en términos de autodeterminación, justicia y libertad.

En este escenario, y más allá de la oficialidad del poder, ¿podrán los movimientos populares, el vasto y complejo campo histórico de sujetos constituidos en torno a las luchas contra la opresión y la colonización, dirimir diferencias, conjugar fuerzas y afrontar las nuevas batallas desde la unidad en la diversidad? He ahí, nos parece, la crucial cuestión que se cierne sobre las tierras de Nuestra América.

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Conflictos socioambientales y disputas civilizatorias en América Latina:

Entre el desarrollismo extractivista y el Buen Vivir

Horacio Machado Aráoz


[1] Fecha de recepción: 25/03/2015. Fecha de aceptación: 02/04/2015.

[2] Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).

[3] Nos referimos al proceso de cambios gubernamentales dado en diversos países de la región con la llegada de líderes y/o fuerzas políticas autodefinidas como de “izquierda” y que cronológicamente se inicia con el triunfo electoral del comandante Hugo Chávez en Venezuela (1998), y prosigue con el triunfo del PT y el acceso a la presidencia de Luiz Inacio Lula da Silva en Brasil  (2002), la presidencia de Néstor Kirchner en Argentina (2003), de Tabaré Vásquez en Uruguay (2004), de Evo Morales Ayma en Bolivia (2006), de Rafael Correa en Ecuador (2006) y de Fernando Lugo en Paraguay (2008).

[4] Al tratar acá a los mencionados gobiernos en forma conjunta, no se pretende desconocer las significativas diferencias existentes entre éstos, sino tomar sus denominadores comunes y rasgos similares como eje central del análisis. Por lo demás, cabe señalar que la caracterización de estos gobiernos, así como las taxonomías posibles al interior del grupo son toda una discusión en sí misma. Una vasta literatura reciente habla de “gobiernos de izquierda”, de “centro izquierda”, “nacional-populares” y/o “progresistas” (Véase por ejemplo el N° 46 de la Revista Herramienta, el N° 234 de la Revista Nueva Sociedad, las ediciones 475 y 450 de la Revista América Latina en Movimiento, entre otras). Acá optamos por hablar de “gobiernos progresistas” para resaltar el imaginario neodesarrollista que los comprende.

[5] Con ello aludimos a emprendimientos de gran envergadura orientados a la explotación de bienes naturales, prioritariamente destinados a la exportación y generalmente controlados por grandes empresas transnacionales. Asimismo, diferenciamos el concepto de “proyecto extractivista” de “extractivismo” en sí, cuya definición y alcances especificamos más adelante.

[6] Las exportaciones de bienes primarios agropecuarios más que se duplicaron entre 2000 y 2008, pasando de 28.399 millones de dólares a 72.250 millones de dólares, en tanto que las exportaciones de minerales saltaron de 52.700 millones de dólares en el 2000 a más de 140.000 millones de dólares en el 2008. (CEPAL, 2010).

[7] En efecto, cabe notar que mientras las políticas macroeconómicas eran bastante similares, todas sujetas al dinamismo primario-exportador, en algunos países se hablaba el lenguaje del “socialismo del siglo XXI”, en otros del “capitalismo serio”, del “desarrollo nacional con inclusión social”, o del “éxito de las sociedades de mercado”, según los casos.

[8] Más allá de fuertes confrontaciones iniciales de estos gobiernos con sectores emblemáticos del poder económico y mediático de nuestras sociedades, en general, las altas tasas de crecimiento (y de rentabilidad) les permitió a los GP conseguir apoyos de distintos sectores sociales y fracciones de clase: desde los más humildes sectores populares, históricamente despojados, (beneficiados con las nuevas coberturas de políticas sociales), hasta los grupos económicos y empresariales más concentrados, pasando por el sector de pymes, cooperativas, sectores de clase media (empobrecidas en los ’90), sindicatos y organizaciones de trabajadores en general; todos sintiendo que el “crecimiento” les permitía “recuperar” derechos/posiciones perdidas en los ’90.

[9] Aunque resulte extraño, estas definiciones están en plena concordancia con la tristemente célebre nota “El síndrome del perro del hortelano”, del entonces presidente del Perú, Alan García. Allí, el líder de uno de los gobiernos probablemente más violentos y funcionales a Washington, afirmaba: “allí  el viejo comunista anticapitalista del siglo XIX se disfrazó de proteccionista en el siglo XX y cambia otra vez de camiseta en el siglo XXI para ser medioambientalista. Pero siempre anticapitalista, contra la inversión, sin explicar cómo, con una agricultura pobre, se podría dar un salto a un mayor desarrollo” (Alan García Pérez, diario El Comercio, 27 de octubre del 2007).

[10] Una panorámica general sobre los conflictos socioambientales en Argentina puede verse en Pengue (2008), AAVV (2010), Merlinsky (2013). Un análisis sobre conflictos por minería a gran escala en el país puede verse en Svampa y Antonelli (2009), Ciuffolini (2012). Un análisis sobre conflictos socioambientales con una mirada específica sobre la problemática indígena puede consultarse en Aranda (2011).

[11] Un análisis general del proceso boliviano con un enfoque centrado en la problemática del extractivismo y los conflictos socioambientales en Bolivia puede consultarse en Prada Alcoreza (2014), Petras y Lora (2013). Sobre el conflicto por el TIPNIS en particular, véase Villegas (2011), Soto (2012), Porto Goncalves y Betancourt Santiago (2013).

[12] Sobre el proceso ecuatoriano bajo el gobierno de Correa en general y sobre los conflictos socioambientales en el Ecuador, véase AAVV (2014) y el N° 44 de la Revista Íconos (2012).

[13] Las referencias fundamentales para entender el mundo contemporáneo vienen de la hegemonía imperial estadunidense y del modelo neoliberal dominante. Ser de izquierda en la era neoliberal es luchar por un mundo multipolar y por la construcción de un modelo de superación del neoliberalismo, de uno posneoliberal” (Sader, 2014a).

[14] Según Sader, los gobiernos progresistas “han atacado los puntos más débiles del neoliberalismo: la desigualdad social, la centralidad del mercado, los acuerdos de libre comercio con Estados Unidos. La derecha de cada país y Washington, perdieron capacidad de iniciativa. ¿Qué iban a decir sobre políticas sociales que disminuyen la desigualdad, la pobreza, la miseria y la exclusión social, producidos por sus gobiernos a lo largo de tanto tiempo? ¿Qué podrían argumentar en contra de la acción del Estado para resistir a la recesión producida en el centro del capitalismo? ¿Cómo garantizar derechos sociales y desarrollo económico, sino impulsados desde el Estado, todavía más en época de recesión? ¿Qué argumentos podrían tener en contra de la intensificación del comercio con China y del comercio regional, dos sectores dinámicos en una economía mundial recesiva? ¿Qué pueden argumentar en contra de la extensión del mercado interno de consumo popular, que amplía el acceso de la gente a bienes fundamentales de consumo, a la vez que abre espacio de realización para la producción nacional?” (Sader, 2014b).

[15] “En una primera etapa, ¿acaso no es posible utilizar los recursos que brinda la actividad primaria exportadora controlada por el Estado para generar los excedentes que permitan satisfacer condiciones mínimas de vida de los bolivianos, y garantizar una educación intercultural y científica que genere una masa crítica intelectual capaz de asumir y conducir los emergentes procesos de industrialización y de economía del conocimiento?” (García Linera, 2012: 109).

[16] Sugestivamente, entre los principales instrumentos jurídicos y económicos que disponen los estados para gestionar esa “gobernanza de los recursos naturales” se asigna prioridad a la creación de “regímenes de participación público-privada en la inversión y el desarrollo” y a “la gestión pública y mecanismos de resolución de los conflictos socioambientales en sectores extractivos” (UNASUR – CEPAL, 2013: 07).

[17] Según Borón, “como producto de numerosas y antiguas demandas de los pueblos originarios y los movimientos campesinos, se fue cristalizando una ideología, el pachamamismo, que radicalizó los planteamientos de protección y resguardo de la naturaleza. En algunas versiones, este pachamamismo llegó tan lejos como para exigir a los gobiernos  de izquierda el abandono de cualquier pretensión de explotar los recursos naturales, colocando a aquellos ante un cruel y difícil dilema: ¿cómo conciliar la necesidad de responder a las renovadas demandas de justicia distributiva –elevadas por poblaciones que han sufrido siglos de opresión y miseria- con la intangibilidad de la naturaleza?” (Borón, 2013: 118).

[18] Según el autor, “más allá de su evidente fuerza moral, el pachamamismo no puede ser entendido como una solución viable a los problemas y desafíos que plantea el mundo actual. Su llamado a respetar la naturaleza, por sensato que sea, no logra ocultar la necesidad de también respetar al género humano y de procurarse razonablemente su sustento mediante la utilización racional y responsable de los bienes naturales. (…) Lo mismo puede decirse en relación con el resurgimiento nostálgico de pretendidas ilusiones basadas en las potencialidades de una “economía familiar/campesina” para poner coto a las injusticias y depredaciones causadas por el auge del agronegocio en los países del área. Si bien la preservación de la agricultura familiar es un objetivo encomiable, lo cierto es que la presión que el crecimiento demográfico plantea a nuestros países condena irremisiblemente al fracaso cualquier tentativa de retornar a tecnologías tradicionales…” (Borón, 2013: 129-130).

[19] La bibliografía sobre este tópico es vastísima; sólo a modo de reseña, referimos acá a algunos textos clásicos, como Rist (1996), Viola (2000), Escobar (1999; 2007), Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo (2011).

[20] En innumerables declaraciones y/o discursos, los líderes de los GP han apelado a la exaltación de la expansión del consumo como un logro de gobierno. Sólo a modo ilustrativo citamos acá un fragmento de una entrevista al presidente Lula publicada en el diario Clarín: “En diciembre del año pasado, cuando la crisis estaba en su apogeo, hablé por televisión a toda la ciudadanía. Los medios anunciaban una inminente catástrofe y la gente dejaba de comprar porque tenía miedo. Entonces les dije que la economía era como una rueda gigantesca que no se podía parar. Es cierto que si la gente compraba, se endeudaba y luego perdía su empleo, se vería en problemas. Pero también era cierto que perderían más fácilmente su trabajo si dejaban de comprar. En definitiva fue el consumo de los sectores de menores ingresos lo que mantuvo a la economía andando. (…) Le doy un ejemplo. Tenemos un programa. "Electricidad para todos", que conectó, gratis, a los lugares más remotos del país a la red eléctrica. Llegamos a 2.200.000 hogares. Son 906.000 kilómetros de cables, suficiente para dar 20 veces la vuelta al mundo. Con ese programa creamos gran cantidad de empleos. Y la gente que ahora tiene electricidad compró 1.600.000 televisores, 1.500.000 heladeras y 998.000 aparatos como ventiladores o reproductores de CD” (“Entrevista a Luiz Inacio Lula da Silva presidente de Brasil”, Diario Clarín, 06 de diciembre 2009).

[21] Como la expansión del consumo, también el ensanchamiento de las clases medias aparece en los discursos oficiales de los GP como “conquistas”. Por caso, citamos acá un fragmento de un discurso de la presidenta Dilma Roussef: “Em 2003, apenas 45% da população era de clase média ou A e B. Ou seja, somando classe média, classe C, com a classe A e com a classe B, nós tínhamos 45% da população. De lá para cá a população aumentou, mas nós somos hoje, classe C, A e B: 75% da população. É essa a mudança que ocorreu no Brasil. Ou seja, de cada quatro brasileiros, três são classe média, classe A e classe B. Isso significa uma outra sociedade. Significa também para os empresários um outro mercado e um outro padrão de consumo. Significa também que essa população, ela é hoje muito mais exigente, ela hoje tem mais demandas e ela hoje quer serviços de qualidade. E esse é um grande desafio, é o desafio que todos os gestores, de presidente da República a prefeito de quaisquer lugares do Brasil, terão de enfrentar” (Dilma Rousseff, 2014. Cit. por Scribano y De Sena, 2014: 73).