Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos.

N° 5. Año 2017. ISSN: 2525-0841. Págs. 1-21.

http://criticayresistencias.com.ar

Edita: Colectivo de Investigación El Llano en Llamas. Ciudad de Córdoba


La fuerza originaria del EZLN. Un análisis de correlación de fuerzas

The EZLN original strength. A correlation of forces analysis

Victoria Inés Darling[1] 

Resumen

El texto pone en común un análisis de la correlación de fuerzas históricas que permite explicar las causas históricas del levantamiento indígena zapatista de 1994, en Chiapas. Comúnmente se señalan como desencadenantes del alzamiento zapatista, factores contextuales que iluminan aspectos propios de la realidad mexicana y de la región latinoamericana de mediados de siglo XX, diluyendo la especificidad de las condiciones en que se expresa el poder hegemónico estatal en el Sur de México. En ese sentido, el texto busca ser un aporte a aquellas investigaciones que procuran identificar razones profundas que cimentan los elementos que, como una amalgama, se unen para cristalizar la autonomía indígena zapatista. En esa línea, el artículo recupera el vínculo que el Estado central ha tenido con el estado de Chiapas desde la Colonia, pasando por la Independencia, la Revolución y el Cardenismo. Siguiendo el entramado de sucesos históricos, se relevan las condiciones objetivas y subjetivas desde una matriz teórica gramsciana, con el fin de fundamentar la visión que de los pueblos indígenas de Chiapas el Estado ha construido y reproducido con pretensión hegemónica. El texto concluye afirmando que se trata de un vínculo periférico en el marco de un Proyecto de Nación que no logra cristalizarse por completo.

Palabras clave: EZLN; Chiapas;  Historia; Correlación de fuerzas;  Pueblos Indígenas

Abstract

The text proposes an analysis of the historical force correlation that explain the historical causes of the 1994 Zapatista uprising in Chiapas. As a trigger for the Zapatista uprising, contextual factors that illuminate specific aspects of Mexican reality and the Latin American region of the mid-20th century are commonly identified diluting the specificity of the conditions under which state hegemonic power is expressed in southern Mexico. In that sense, the text seeks to be a contribution to those investigations who seek to identify deep reasons that cement the elements that, as an amalgam, unify the Zapatista indigenous autonomy. In this way, the article recovers the relation that the central Mexican State has had with Chiapas since the Colony, through Independence, Revolution and Cardenism periods. Following the pattern of historical events, the objective and subjective conditions coming from Gramsci's theoretical matrix are relieved, in order to provide a basis for the vision that the State has constructed and reproduced with hegemonic pretension. The text concludes affirming that there is a peripheral relation with Chiapas in the framework of a Project of Nation that can not be completely crystallized.

Key words: EZLN; Chiapas; History; Indigenous people


El surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) mexicano se da en un momento atípico a nivel internacional, en pleno decaimiento de las ideas vinculadas a la revolución posible como consecuencia de la caída del Muro de Berlín, la crisis de las ideas socialistas y el auge del neoliberalismo como ideología económica, política y filosófica. Existen de todas maneras, antecedentes que permiten describir el clima de época mexicano en el contexto latinoamericano y el percurso de luchas que los sectores populares atravesaron para alcanzar un significativo nivel de organización. El movimiento estudiantil de 1968 en México, sobre todo con posterioridad a la masacre de Tlatelolco, fue de importancia transcendental para la dilucidación del horizonte de visibilidad que permitiría un análisis situado de las opciones de cambio radical que podrían abrirse en zonas marginadas a las grandes ciudades en franco cuestionamiento al capitalismo reinante. La revolución cubana había marcado la línea de lo posible y no sólo deseable, en un contexto en el que el resto de los países latinoamericanos vieron emerger una multitud de guerrillas urbanas y rurales comprometidas con la transformación revolucionaria (sobre todo en la década de los años setenta, previo a la irrupción violenta de los militares a través de golpes de Estado).

Asimismo, la penetración de las ideas referidas al papel protagónico del pobre en los procesos de cambio y la apuesta de la salvación por medio de la lucha en la tierra más allá de las promesas venideras de una vida eterna, fueron ideas dominantes en ámbitos católicos donde se debatía la teología para la liberación vis a vis la revolución posible. Y en un clima de ascenso de los sectores de clase campesinos, las luchas guerrilleras y agrarias proliferaron creando el clima de época para una confrontación con el Estado que tendiera líneas de continuidad con las incipientes reformas agrarias impulsadas en la mayor parte de los países de la región a partir de la iniciativa de los Estados Unidos revestida de nombre progresista, como fue la Alianza para el Progreso.

Lo cierto es que, si bien estos sucesos y tendencias características de la época son de importancia indiscutida, del todo trascendente para la gestación de ideas de cambio y visualización de alternativas colectivas frente a las condiciones objetivas de la realidad que se impuso en la década de los noventa, su referencia y análisis no explican a cabalidad el modo, la especificidad y el entramado de significaciones que asume la lucha del EZLN como disrupción del orden estatal. En otras palabras, la suma de factores que se condensan en términos de circulación de ideas presentes en grupos políticos de la región latinoamericana entre los años sesenta, setenta y ochenta no agota su posible interpretación ni permite explicar la potencia y capacidad disruptiva, extendida en el tiempo, de un movimiento indígena. Sobre todo si consideramos que se trata de un movimiento indígena que luego de declarar, armas en mano, la guerra al Estado, abandona las armas y pervive como movimiento social pacífico-portador de un proyecto de nación propio, atrayendo en sus iniciativas y acciones políticas la simpatía y fidelidad militante de personas del mundo entero en pleno siglo XXI.

En la profundidad del discurso zapatista subyacen voces diversas que, alternativas y enriquecedoras de las ideas expresadas en sus discursos por la Comandancia remiten a procesos específicos de comunidades indígenas con trayectorias político-organizativas diversas que, con diferentes visiones de mundo abonan la hipótesis que entiende que el EZLN es un movimiento subsidiario de un complejo entramado social étnicamente diferenciado que en virtud de una determinada correlación de fuerzas pudo conformarse como ejército armado y al mismo tiempo, como movimiento social pacífico que reclama y ejerce frente al Estado mexicano, autonomía.

En una apuesta de reconstrucción, tarea siempre inacabada y condición de necesidad de un análisis situado, proponemos en el presente artículo indagar en la construcción ideológica hegemónico sobre y contra el que se posiciona la Comandancia y las bases de apoyo de las que se nutre el EZLN en el Estado de Chiapas. En ese sentido, consideramos que es la correlación de fuerzas de largo aliento, de necesaria reconstrucción histórico-social en aquel estado del Sur, alejado, con ánimos nunca olvidados de integración nacional en paralelo a su virtual exclusión territorial y en aparente ajenidad a la dinámica político institucional del centro del país, la que entendemos, puede permitir dilucidar los aspectos concretos que subyacen como resabios adormecidos -aún en el presente- a la hora de hacer referencia a la autonomía zapatista.

Proponemos entonces construir un recorrido que permita dar cuenta de las ideas materializadas en prácticas en que se sedimenta la dominación y la coerción estatal que se manifiestan de manera radical, en el siglo XX en el Sur de Mexico, hasta alcanzar el periodo posterior a la preeminencia que adquiere la política liderada por Lázaro Cárdenas, que para algunos autores -como Adolfo Gilly (1997) y Andrés Aubry (2005)-, es considerado el periodo de cierre, la última fase de la revolución mexicana. Entendemos que en esa recuperación radica un elemento subyacente a la definición del tipo de autonomía que los zapatistas terminan colocando en práctica en 2003, en diálogo con el tipo de hegemonía estatal cristalizada.

Consideraciones metodológicas

Abordar un análisis de las relaciones de fuerza históricamente construidas por al menos un siglo en el estado de Chiapas es una tarea ardua y probablemente más extensa que aquella que inicialmente nos proponemos. No obstante, su señalización implica ante todo la necesidad de considerar la diversidad de experiencias históricas, culturales y de trayectoria de diferentes pueblos que conceptos de propensión unificadora como “mayas”, “chiapanecos”, “pueblos originarios” o bien, “México profundo”, muchas veces inintencionadamente, colaboran en ocultar.

La pretensión de abarcar como unidad histórica, política y social a los pueblos de Chiapas exige una mirada compleja que abarque la multiplicidad de territorios que fueron incorporados en la forma estado, provincia-región, y de las formaciones sociales que allí se despliegan. En virtud de la dificultosa tarea, la herramienta implícita en la noción relaciones de fuerza en tanto análisis de situaciones, allana el camino y actúa incluso como cristal de un posicionamiento epistemológico que problematiza el lugar desde dónde se recupera el saber y con qué finalidad esto se realiza.

Por un lado la herramienta permite situar el análisis considerando las relaciones económicas que dan forma y contenido, o, sintetizan las relaciones sociales con la naturaleza en un momento y espacio determinado, y al mismo tiempo, permite trascender un análisis de coyuntura aportando interpretaciones historicistas. A partir de allí se analiza la conflictividad, entendida como momento constitutivo en que sectores subalternos mantienen una disputa por la alteración del orden social frente a la normativa estabilidad.

Trazando un paralelismo entre la propuesta de raíz gramsciana que intentamos recuperar, la cual implica un abordaje teórico-metodológico orientado a la praxis transformadora, se integra la propuesta analítica de aquello que el intelectual boliviano René Zavaleta de manera más llana en la región latinoamericana denominó, para el caso de formaciones sociales de condición multisocietal, forma primordial.

Considerando que “una determinación estructural está siempre revelada por su forma ideológica, y la combinatoria de ambas, estructura e ideología, debe producir siempre una política” (Zavaleta, 2009 [1974]: 291), la forma primordial tiene como propósito el bosquejo de las formas que la relación entre Estado y Sociedad Civil fue asumiendo y de sus transformaciones a lo largo del tiempo. Más aún,

“además de nombrar el análisis de ese tipo de relación estructural, la idea de forma primordial también contiene algunas pautas o principios epistemológicos. Contiene la idea de que para la explicación de estos procesos de articulación tiene primacía el dar cuenta de los procesos de formación local del poder por sobre las determinaciones externas, cuyo efecto tendría que ser explicado a partir de las condiciones de recepción producidas o contenidas en la forma primordial” (Tapia, 2009: 35).

Este aspecto resulta importante para nuestro caso en tanto propuesta de análisis que remite a la articulación de poder local real en Chiapas, contemplando variaciones y aspectos particulares de su diversidad cultural, propios de sociedades que heredaron de manera fragmentaria esquemas de poder impuestos por el proceso de Colonización. La herencia implica por consiguiente, dar cuenta de sociedades que “no sólo hablan diferentes lenguas, sino que son sociedades diferentes o varias sociedades a la vez; que han mantenido sus estructuras no sólo productivas sino también de reproducción social y, sobre todo, de autoridad y autogobierno a través de tiempos coloniales y liberales. En esas condiciones ocurre que la distinción entre estado y sociedad civil no puede contener todo” (Tapia, 2009: 36). Y esto es así porque estructuras agrarias se solapan de manera compartimentalizada e interrumpida con estructuras modernas, propias de un Estado moderno liberal en construcción, en el que las dimensiones política y económica se disocian y expresan con autonomía relativa.

El solapamiento, aquello que René Zavaleta denomina sociedad abigarrada, es producto de estructuras coloniales impuestas por la fuerza que generaron sociedades nacionales divididas, fragmentadas, que incluso comprenden en una misma región, o de manera general, en el marco de un mismo Estado nación, visiones de mundo, de la naturaleza, de la autodeterminación, de la política, de los mitos, diferentes y muchas veces encontradas. Más aún, si la forma que en que los modos de producción de la vida inciden en las formas de relación social y por tanto en las formas organizativas que la praxis política asumirá en tanto forma-expresión de una visión de mundo, entonces, las formas políticas presentes en estos grupos sociales, étnicamente diversos, con estructuras propias, serán determinantes para dilucidar el proyecto que persiguen y por tanto, el tipo de lucha autonómica que desarrollan.

La complejidad chiapaneca

Condiciones objetivas

Ubicada al Sureste de México, consolidado en 1824 como territorio políticamente demarcado, Chiapas comprende en el presente 118 municipios que alcanzan una población de casi 5 millones de habitantes (INEGI, 2015). Casi en mitades exactas, el 49% de la población chiapaneca vive hoy en territorios urbanos y el 51% en zonas rurales, siendo que a nivel nacional las proporciones son más dispares, el 78% de la población mexicana vive en ciudades y el 22% solamente en zonas rurales (INEGI, 2015). Las principales actividades económicas desarrolladas en las zonas rurales son herencia de las comunidades agrarias históricamente extendidas en la región, considerando que cerca de un tercio del territorio es selva y bosques tropicales lluviosos. Debido al clima, ubicación geográfica y condiciones de adaptación a la economía nacional e internacional, la economía primaria del estado fue especializándose en el cultivo de café, maíz, plátano, aguacate, caña de azúcar y cacao. En las zonas urbanas, la principal actividad a la que se dedican las unidades productivas en la actualidad es al comercio, luego en orden de importancia se encuentran el turismo, los servicios inmobiliarios, la construcción y servicios educativos (INEGI, 2015). Vinculada al sector externo, la extracción de minerales, petróleo y gas, así como la exportación de semillas, son las actividades más destacadas, no obstante, una fuente importante de recursos provenientes del extranjero lo constituyen las remesas económicas, asociadas a trabajadores que emigraron y colaboran apoyando económicamente a sus familias.

La diversidad de etnias en la región es una de las características distintivas de la conformación estructural de la región, Chiapas es, después de Oaxaca, el estado con mayor cantidad de grupos indígenas étnicamente diferenciados de México. En particular, los grupos originarios que habitan el territorio son tzeltales, tzotziles, choles, mam, y “tojolabales, herederos —junto con kanjobales, jacaltecos, motocintlecos y lacandones— de la vieja cultura maya (…) Chiapas es también la casa de los zoques, de filiación mixeana, que a las prácticas y conocimientos heredados de sus antepasados prehispánicos han sabido, al igual que los de origen maya, agregar nuevos aspectos a su cultura y hacerlos propios” (Nolasco, 2008: p.15).

El derrotero histórico político de Chiapas deviene, entre los numerosos puntos de inicio posible, desde el siglo XVI, de la irrupción de la invasión española, que en virtud de su violencia y capacidad de destrucción desplazó a Mesoamérica como espacio milenario de construcción de un orden social. Previo a la invasión, los mayas de la región habían sufrido la caída de Mayapán, que fue luego de la de Chichen Itzá, símbolo de la caída de la última dinastía de gobernantes mayas. Tenochtitlan había ganado fuerza y aún se desconoce si los mayas fueron incorporados a los dominios del Anáhuac o si fueron simplemente invadidos. Lo cierto es que el náhuatl se convirtió en una de las lenguas más usadas al punto de renombrar en ella a sus propios poblados. Los españoles, desconociendo la organización social existente, nombran a los pueblos Señoríos que tienen escasa delimitación de sus límites y desatan conflictos intermitentes por el control de las rutas comerciales.

“(…) los indígenas conceptualizaban su espacio como Jujub Tak’aj en quiché o Altepetl en náhuatl, ambos términos referidos a ’territorio que corría en forma perpendicular’, de la cumbre de los cerros al agua de los valles (…) para aprovechar los varios pisos térmicos, lo que permitía diversificar los cultivos en esta ecología plural, equilibrar riesgos agrícolas (heladas arriba, granizo abajo), tener cosechas casi todo el año, facilitar el intercambio de productos (por ejemplo algodón en tierra caliente con leguminosas de tierra fría, o frutas del piso intermedio). Esta opción geotécnica favorecía la autosubsistencia y la autonomía de las unidades políticas (llamadas por los conquistadores Señoríos, con sus “sujetos” -nuestros parajes o pueblos dispersos federados) (…) en esta economía rural no acumulativa (que ofrecía tiempo extra y creativo fuera de las escasas horas dedicadas a la parcela) la propiedad era colectiva, “del común”, y trabajada sin peones por quienes tenían el derecho de usufructuarla” (Aubry, 2005: p.61).

Gudrun Hildegard Lohmeyer Linder, conocida como la compañera y esposa de Karl Heinz Herman Lenkersdorf Schmidt (Carlos para los tojolabales) en su obra República de indios (2004), desarrolla la especificidad organizativa de lo que considera sociedades sin Estado, de ninguna manera igualitarias pero sí “solidarias, participativas y complementarias, gobernadas por un campesino elegido al gusto del común, asesorado por un consejo de “pasados” experimentados (elegidos, liberados de su cargo). Esta forma de “gobierno conjunto”, no coercitivo ni de control, conceptualizado en Yucatán como multepal (un consejo federativo opuesto al ahtepal, gobierno autárquico del ahau o monarca), reflejaba en el presente la forma de los dioses primeros quienes, en el Popol Vuh, se concertaban antes de tomar decisiones relevantes” (Aubry, 2005: 61).

Si bien esta aproximación resulta ideal para bosquejar una imagen de estas sociedades, Andrés Aubry señala omisiones que pueden colaborar en la complejización del periodo. Aubry sostiene que además de trabajar en el tributo a los españoles, los indígenas de la región central trabajaban también para ofrecer el tributo a los mexicas, asimismo, existían sujetos determinantes que jugarían un rol importante en la transformación de la estructura económica de las unidades políticas, los pochtecas, o comerciantes profesionales que convivían en los poblados durante el tiempo en que no se encontraban viajando. Más aún, recuperando la obra de otros historiadores como Calnek (1966) y Navarrete (1996), sistematizados por De Vos (1980), el periodo se caracteriza por una flagrante decadencia, con gobernantes hereditarios en disputa y un orden militar de guerra intermitente. Incluso habrían existido tierras de un sector considerado noble entre los indígenas, trabajadas por peones explotados y a diferencia de lo que comúnmente se cree, el gobierno quiché no administraba de manera colectiva los territorios sino de manera centralizada.

La Colonización por su parte, no fue un episodio de homogénea sumisión. Interesados en Tenochtitlan, Chiapas fue de tardía invasión. Pedro de Alvarado fue el enviado especial de Hernán Cortés hacia el Sur, quien con sus tropas exploró e invadió el este del territorio, encontrando una feroz resistencia del Soconusco. Por su parte, los zinancantecos, apostando a la liberación del hostigamiento experiementado por los indígenas chiapa, apoyaron a los conquistadores españoles en 1524 permitiendo el aniquilamiento de los Chamula que dominaban las tierras de todo el valle de la actual ciudad de San Cristóbal. Las sucesivas guerras de conquista y la resistencia se prolongaron por cuatro años, encontrando en 1528 al español Diego de Mazariégos como protagonista encarnizado.

Las comunidades indígenas fueron diezmadas, diseminándose pueblos, alterándose los espacios comunitarios y de vida socio-política. Los tsotsiles estaban agrupados anteriormente en unidades políticas organizadas, y en este caso se destaca Zinancantán. La selva Lacandona era habitada por los lacandones históricos y por grupos tseltales y choles menos nucleados. Los mam dependían de unidades políticas de Guatemala. De manera fáctica, la unidad regional de Chiapas fue dada por los propios colonizadores, en la sucesiva adición de territorios conquistados por los españoles enviados desde el centro del país por Cortés: Marín, Portocarrero y Alvarado. Esto no desconsidera las luchas de resistencia que de allí se derivaron, no obstante, doce años de resistencia no fueron suficientes considerando las maniobras estratégicas de los colonizadores por dividir etnias colocando a zinancantecos y chiapa contra lacandones, bendecidos por la Iglesia católica sucesora de la obra de Las Casas.

Hasta 1697 las guerras entre españoles y zinancantecos, chiapa y lacandones continuaron, retrasando por más de un siglo la efectiva colonización, disputas violentas acabaron con el exterminio de los lacandones históricos, hoy llamados caribes de habla maya. En este contexto, la Iglesia Católica tuvo un rol fundamental, pues colaboró y justificó las acciones de conquista y colonización. Como sustento ideológico legitimador, “los frailes mendicantes de la Real y Militar Orden de Nuestra Señora de la Merced, acompañaron a todos los conquistadores en sus combates, de principio a fin. Siempre fueron leales al ejército, hasta en la captura de concubinas indígenas para los oficiales, excitando a las huestes a no fallar en las matanzas” (Aubry, 2004: 68)

Es incuestionable de todas maneras el punto de vista de la ruptura con la tradición más excluyente de la Iglesia, encabezado por el Obispo Las Casas. En 1545, Fray Bartolomé de las Casas, ya interiorizado de las acciones de conquista española, y habiendo luchado en términos diplomáticos por un resarcimiento económico a la familia de los Moctezuma, fue enviado a la periférica región de lo que hoy se conoce como Chiapas. Allí, tomó posesión de su obispado con un conjunto de frailes dominicos. Él y sus seguidores fueron activistas del derecho de gentes, aplicaron el confesionario de Fray Las Casas que condenaba la encomienda, hechos de armas y botines de guerra.

Hasta el siglo XVII, la Iglesia tuvo una influencia decisiva en la región de Chiapas. En términos religiosos, alcanzaron una hegemonía que abarcó a los indígenas y sus prácticas. En sentido político, ejercieron el poder colocándose por encima de las decisiones de las autoridades civiles. Una de las penalidades más temidas era la excomulgación, potestad de los sacerdotes. Con los indígenas practicaron la catequesis incorporando elementos de su mundo de la vida, rescataron el Popol Vuh, les permitieron expresarse en su lengua y rescataron los mitos preexistentes a la Colonia. Con ellos, no sólo comenzó el proceso de sincretismo religioso, sino de manera más profunda, el replanteo de prioridades de vida y construcción comunitaria. La mayoría de los pueblos contactados fueron relocalizados en reducciones que con el nombre de cacicazgos redefinieron lazos sociales y políticos desmembrando la herencia maya (Aubry, 2004: 69).

Tanto en el terreno dibujado por los colonizadores, como en el superpuesto por clérigos, la región de Mesoamérica, ahora confinada a Chiapas, fue desmembrada y reconstituida. La violencia y la búsqueda de consensos hicieron posible una nueva sociedad conformada por retazos de sociedades anteriores ahora subalternizadas.

Existen elementos que simbólica y subjetivamente, pero también de manera concreta, modificaron estructuralmente las sociedades indígenas preexistentes a la invasión española. Aubrey señala algunos que pueden ser iluminadores como expresión del tipo de formación social que se crea. a) El tributo: si bien existía con anterioridad de la colonia como pago comunitario o de un poblado a un sector noble, la Colonia lo institucionaliza como pago individual, como un impuesto personal garantizado por la propia fuerza de trabajo, la mayoría de los casos, forzado. b) La vestimenta: se les prohibió a los indígenas vestir sus trajes típicos y se les impuso ropa visible para poder identificar claramente a los tributarios. Muchos de ellos se atrevieron a ornamentarlos, sin embargo, fue percibido como una forma de humillación. c) El tiempo: la temporalidad indígena reúne, como en un caracol o espiral, el tiempo y el mundo orientado por la Naturaleza y su ritmo de siembra, esta dimensión logra visibilidad en el calendario maya y azteca. La Iglesia, impuso una temporalidad anclada en la organización de la vida acorde al nacimiento de su dios, distante de los tiempos de la Naturaleza y arbitrada en meses con semanas y domingos que regulan los actos litúrgicos. d) La lengua: la organización del lenguaje como expresión de visión de mundo, fue cercenadoa. El náhuatl había fungido como unificador de diversidades lingüísticas hasta la caída de los mexicas, una vez más, su sustitución forzada generaría una enorme pérdida que condenaría historias y mitos a un relato oral siempre insuficiente y cargado de sobresimplificación. Los códices mayas y los jeroglíficos, fueron prohibidos, y con ellos la transmisión de la memoria.

En gran parte, debe reconocerse que el alto grado de analfabetismo sostenido en el tiempo que encuentra expresión alarmante en las cifras oficiales de la región a lo largo del siglo XX, sorprendiendo a políticos y representantes ministeriales, no es otra cosa que la consecuencia de la imposición de un sistema de códigos y significados ajenos, de escasa apropiación a los usos y costumbres locales, que, propios de Occidente en nada representan el universo de significación de pueblos indígenas.

Periodos históricos solapados como capas geológicas

Como una metáfora, Chiapas merece en su nombre el carácter duplo, plural, debido a la existencia hasta el siglo XVIII de dos Chiapa-s. Una denominada Chiapa de Indios, antigua Chiapán, y Chiapa de los españoles, ciudad menor en términos poblacionales (Aubry, 2004). La existencia de ambas partes de la provincia obedecía no sólo a aspiraciones cristalizadas en luchas de resistencia, sino también a asuntos administrativos pero también eclesiásticos, pues fueron dos Obispados hasta la independencia.

Como va evidenciándose, la Colonia siguió esta tendencia al solapamiento de estructuras sociales y políticas de un sistema del todo extraño para las poblaciones locales originarias. El pasado colonial común nucleado por la Capitanía General de Guatemala (definida por la Corona Española en 1549 en que gobernaba un Capitán General, de rango menor a un Virrey) donde Chiapas, Honduras y El Salvador constituían un territorio unificado, permite visualizar puntos de encuentro entre las tradiciones culturales híbridas de Centroamérica entre las que Chiapas se encuentra y confunde. De alguna manera, eso explica en parte el distanciamiento visible y subalternización presente hasta el día de hoy en el paisaje sociocultural y económico de Chiapas en relación al resto de la República Mexicana.

Hacia fines de este siglo, la inserción de Chiapas en la modernidad occidental capitalista a través de la Colonización no dejó atisbos de un capitalismo prometedor. Como afirma Wallerstein, la depresión demográfica de los indígenas no fue una catástrofe para todos porque “creó un mercado regional con altos precios para el propietario de hacienda” (Wallerstein, 1999). Frente a un panorama que dejaba a las haciendas con menos brazos para trabajar el campo, fueron traídos negros de Cuba, Honduras y Oaxaca.

“Los hacendados más duchos compraban negras o mulatas, porque se reproducían de a gratis, hasta se vendían como valor agregado del casco de hacienda, como hoy el ganado (…) se los venía a ofrecer en la hora feliz de la tarde bajo los portales del Templo Mayor. Así nació la tercera raíz de Chiapas, que se diluyó cuando su fama de tabajadores calificados les ameritaron sueldos altos, con los cuales, a finales del siglo XVIII se le permitió comprar su libertad y casarse según su querencia” (Aubry, 2004: 78).  

Los inicios del siglo XIX marcaron asimismo el destino de la región. En 1821, en Comitán, una Junta de autogobierno declaró la autonomía de Chiapas, adhiriendo al Plan de Iguala. No obstante, hasta 1824 continuó siendo espacio de intensa deliberación interna sobre una posible independencia como nación, debido a la declaración de independencia de la República mexicana y fin del Plan de Iguala, suceso que culminó con el periodo monárquico de Agustín de Iturbide y la consecuente independencia de la República Federal de Centroamérica (1823-1839). Entretanto, la economía de la región seguía basada en el tráfico, el contrabando y la piratería.

Antes ligada a Guatemala, frente a la duda respecto de la posibilidad de constituir un Estado autónomo, se deliberó entre los partidos regionales chiapanecos en audiencia abierta, no sin conflicto de elites, constituir parte de la federación de estados mexicanos.

“(…) el ministro de Relaciones, Lucas Alemán, propuso al gobierno de Guatemala, en mayo de 1824, un plan para que se realizara libremente la determinación de esa provincia, y se concedió un plazo de tres meses para que la Suprema Junta Provisional chiapaneca -restaurada en esos días por el congreso constituyente- resolviera libremente el destino de la región. Pero la junta, desde el 3 de mayo de ese año y por pluralidad de votos, ya había resuelto que Chiapas continuara agregada a la nación mexicana, y en un plebiscito realizado el 12 de septiembre del mismo año, que mostró 96,829 votos en favor por 60,400 en contra, la provincia ratificó legítimamente su unión a México” (Sepúlveda, 1958: 147).

Esta definición, incorporada a la Constitución de octubre de 1824, no sería sin embargo, sinónimo de sello de paz. En la segunda mitad del siglo XIX Chiapas continuaría siendo botín de guerra entre Guatemala y México en el marco de las disputas por la demarcación de sus fronteras.  Si bien la Ciudad Real de Chiapa, cabecera del dominio de los españoles (hoy San Cristóbal de las Casas) y Tuxtla, fueron incorporadas prontamente y con escasa resistencia a la República Mexicana, la región del Soconusco, hoy territorio centralizado políticamente por la ciudad de Tapachula -de Córdova y Ordoñez-, debido a su importancia en términos políticos y económicos, continuó siendo una región asediada.

Hacia 1841, la debilidad de la República de Centroamérica despertó el concreto interés de Guatemala en independizarse, y en su intento de fortalecer el vínculo con Chiapas para expandirse, no logró más que su aversión política. A través del acta de la Junta General Chiapaneca los pobladores del Soconusco confirmaron su definitiva anexión a la República Mexicana. En consonancia, el entonces Presidente Antonio López de Santa Anna, su “Alteza Serenísima” cuestionado por su endeble posición política frente a la Guerra con Estados Unidos que culminó con la anexión al país del norte de las inmensas tierras mexicanas que hoy constituyen los actuales estados de California, Utah, Nevada, Texas y Arizona, envió tropas al Soconusco y lo ocupó en clara señal de apoyo a las fuerzas pro mexicanas. Años más tarde, en 1854, el pleito fronterizo reavivaría las discusiones diplomáticas entre ambos países. Chiapas tenía una deuda con la Corona española y Guatemala pretendía saldarla en su favor. En su lugar, México desconocía esa deuda por un acuerdo de 1836 en que sus réditos la habrían incluido.

El conflicto renacería veinte años después, aduciendo no sólo la deuda sino también la existencia de un antiguo manifiesto denominado Chiapa Libre en el que se manifestaba por parte de un grupo de elite la voluntad de que Chiapas formara parte de Guatemala. En 1877 se estableció una comisión mixta de resolución del problema fronterizo, incentivada más por el temor guatemalteco de que la región del Petén decidiera su anexión a México que por la salvaguarda del Soconusco, quedando una vez más el tema irresuelto y hacia 1881 el conflicto llevó a un cuasi conflicto armado, con la intervención de Estados Unidos como mediador a sabiendas de su favoritismo por Guatemala. No fue sino hasta fines de 1882 en que se firmó por representantes de ambos países una convención para el establecimiento claro de límites territoriales.

El problema de la tierra

Las diferentes perspectivas derivadas de la importancia de la tierra como medio de vida y espacio de construcción social y en paralelo, su valorización, merecen un breve detenimiento. Durante el siglo XVI, fueron consideradas tierras realengas las parcelas de la Corona prohibidas de plantación o uso. Eran amplios terrenos entre las haciendas y los ejidos ya existentes. Por un lado, las tierras realengas eran reivindicadas por los indígenas debido a su ocupación original del territorio, por otro, codiciadas por los hacendatarios que buscaban mayor extensión de tierra laborable. La administración colonial tuvo un papel importante en la resolución de las contiendas que se deban, pues los trámites burocráticos eran tan complejos y penosos de acompañar, que los indígenas desistían de su intento de legitimación de las tierras.

Más aún, en el contexto de postindependencia, la tierra, “más que símbolo de posesión (un capital), era el asiento de poder: para los indígenas, su esperada recuperación después de las frustraciones coloniales, significaba la posibilidad de volver a ser lo que habían sido los pueblos originarios, para los hacendados que las usurparon, estas tierras aseguraban su dominio de la economía agrícola para levantar al nuevo país, tener poder” (Aubry, 2004: p.116). Como el autor señala, recuperando a Thomas Benjamín, en Chiapas, finquero (o ganadero) y gobierno, no son más que la misma cosa.  

De revoluciones y olvidos

Condiciones subjetivas

El inicio de un análisis sobre la hegemonía estatal en el estado del Sureste mexicano necesariamente nos retrotrae a la Revolución mexicana. A diferencia de las disputas que ocurren en el centro y norte del país, en Chiapas la disputa se relocaliza y visibiliza en grupos que, realizan disputas al interior de las grandes confrontaciones que la Nación atraviesa. Si nos detenemos en los análisis generales que se realizan sobre el periodo, constataríamos que se habla frecuentemente de los rebeldes como campesinos organizados en una División del Norte liderada por Francisco Pancho Villa y en un Ejército Libertador del Sur, direccionado por Emiliano Zapata. Ambas referencias en términos de puntos cardinales dejan fuera al estado de Chiapas para quienes el Sur no es otra cosa que, figurativamente, el Norte. Más aún, para los pobladores del estado, la mexicanidad tenía una joven trayectoria de identificación complicando la apelación a valores nacionales y símbolos patrios que los chiapanecos apenas sentían como representativos.

A partir de 1910 Chiapas se ve atravesado por la confrontación entre los llamados “mapaches“, de filiación villista, y los carrancistas, que en nombre del Gobierno nacional impusieron en Chiapas un gobernador. En el marco de un proceso de extranjerización prematura del territorio como parte de la política de Porfirio Díaz, quien abrió la zona del Soconusco a madereras que serían explotadas por alemanes, belgas, estadounidenses y canadienses, la industria del café, del chicle y de la madera hicieron de la región un territorio signado por profundas desigualdades (De Vos, 1980).

La revolución se expresó con fuerza en la mayor parte del territorio aunque encontrando en la parte central del país -lugar de encuentro de la División del Norte y del Ejército Libertador del Sur- mayor intensidad y alcance. La información sobre lo que sucedía era efectivamente más difundida y los actores protagónicos por allí fertilizaron la más tarde llamada Ruta de la Revolución. Ahora bien, para muchos intelectuales, en Chiapas la revolución fue sólo una representación caricaturesca del proceso real, que no alcanzó materializaciones concretas en el cambio relativo a la propiedad de la tierra. El proceso anuló las tendencias más radicales que propugnaban un cambio en el derecho a la propiedad e incluso proclamó un caluroso fervor a la institucionalización del Estado como legítimo árbitro.

“Este mito (…) olvida insistir en el hecho de que dicho México “moderno” sólo se construyó sobre la derrota general de los grupos campesinos más radicales que participaron en esa Revolución mexicana, de las huestes villistas y zapatistas, y por lo tanto sobre la marginación, aplastamiento y cancelación del proyecto de nación que hubiesen podido encarnar esas mismas clases campesinas radicales” (Aguirre Rojas, 2003: p.36).

Suele considerarse que tras las luchas libradas ocurre una consolidación de propuestas igualitarias que amortiguaron las diferencias de clase, resultante distante de lo que de hecho puede constatarse en Chiapas. Como sostiene Aguirre Rojas,

“el mito de la memoria mexicana olvida también señalar que, en virtud de los reacomodos geopolíticos mundiales de finales de siglo XIX y principios del siglo XX cronológicos, el proyecto de un México supuestamente ‘civilizado’ y ‘moderno’, que se impuso como resultado de la Revolución mexicana y del triunfo en ella de la facción del grupo Sonora, no era otro que el del proyecto de imitar y tratar de adoptar, acrítica y servilmente, el modelo de la modernidad y de la civilización que durante el siglo XX se volvió el modelo hegemónico en todo el mundo occidental, es decir, el modelo norteamericano del vacío, tecnocrático y consumista american way of life” (Aguirre Rojas, 2003: 38).

Lo cierto es que los grandes intereses de las familias tradicionales de la época, de perfil oligárquico en la región continuarían con sus privilegios más allá del proceso revolucionario. Como afirma Waldo Ansaldi, siendo una forma de organización y ejercicio de la dominación y no una clase, oligarquía define un tipo de régimen o de Estado.

“La forma contradictoria de la oligarquía como dominación política es la democracia (…) la dominación se construye a partir de la hacienda, considerada matriz de las sociedades latinoamericanas; en tal sentido, la institución familia constituye el locus inicial de la gestación de las alianzas de “notables” (…) el ejercicio oligárquico de la dominación genera un modo de ser también oligárquico, en cuya definición intervienen valores tales como el linaje, tradición, raza, ocio, dinero (Ansaldi, 1991: 3)

Las familias oligárquicas cuentan con apellidos que continúan nomenclando los espacios públicos chiapanecos, las calles y las grandes festividades privadas. “Las familias Gutiérrez, Castillejos, Corzo, Castañón, Guillén Vidal, Sabines se unieron por matrimonios y marcaron con su sello los grandes periodos políticos chiapanecos, de la Reforma a la Revolución” (Aubry, 2004: 106).

Hacia finales de la década revolucionaria de 1910, grupos finqueros de Tuxtla y San Cristóbal se unieron a campesinos e indígenas trabajadores del campo y enviados del ejército de Emiliano Zapata, creando un frente contra el ejército de Venustiano Carranza que representaba el moderado esfuerzo por la reforma constitucional. A este movimiento del Sur del país, como mencionamos antes, se lo conoció como Ejército Mapache o mapachistas, ya que asaltaban a los enemigos por la noche. Los carrancistas o constitucionalistas por su parte, más radicalizados, contaban entre sus filas a obreros que veían en la posibilidad de unirse al ejército oficial, la posibilidad de librarse del poder de los finqueros que constituían la representación del poder oligárquico-terrateniente. No obstante, los mapachistas no fueron los vencedores de la revolución en el Sur, la retirada de las tropas carrancistas fue comandada por el gobierno nacional que tras el asesinato de Carranza vio asumir a Alvaro Obregón, ahora enemigo personal de Pancho Villa.

Al terminar la revolución, los representantes del poder oligárquico chiapaneco realizaron un acuerdo de gobernabilidad con el gobierno central manteniendo sus posesiones y privilegios. La propia Constitución de 1917, vanguardia en términos de defensa de derechos políticos, no alcanzaría a ver en Chiapas una cristalización acabada.

La construcción de una hegemonía estatal

La perspectiva desde la cual se construye una interpretación de la historia, nunca es neutral.

“Cuando revisamos el sentido global de esta memoria hegemónica durante el medio siglo que corre desde 1921 hasta 1968, es claro que se trata de una memoria alimentada por la versión liberal de la historia de México, que critica moderadamente a la Iglesia y al clero; a los grupos terratenientes más conservadores; a los prointervencionistas que han apoyado reiteradamente las invasiones extranjeras, y más en general a todos los representantes de la derecha mexicana; a partir de exaltar y reivindicar al nacionalismo, a los liberales, a los poderes laicos, y a esos grupos dominantes, precisamente liberales que salvo ciertos claros paréntesis temporales, gobernaron en su mayoría en México, a todo lo largo de los últimos dos siglos transcurridos” (Aguirre Rojas, 2003: 51).

El capitalismo y su proceso de expansión a nivel mundial, impuso como forma dominante de organización política a la forma Estado Nación. En ese terreno, se condensan aunque no resuelven las diferencias culturales y étnicas propias de sociedades heterogéneas como las latinoamericanas. En ese marco priman acciones de gobierno cristalizadas en políticas tendientes o bien a la asimilación, o bien a la exclusión, aunque es posible dar cuenta de una zona gris en que ambos procesos se mixturan y confunden. Dar cuenta del modo en que la integración a una Nación se desarrolla implica considerar los diferentes proyectos nacionales que coexisten y se enfrentan al proyecto unificador del Estado, en su condición de organizador. Asimismo, implica considerar el cuestionamiento al modo en que la hegemonía se construye.

El Estado a través de sus aparatos o instituciones, construye, consagra y reproduce la hegemonía -el común acuerdo y la aceptación revestida de consenso- estableciendo un juego siempre variable de compromisos provisorios entre los sectores que se encuentran en bloque en el poder y ciertos sectores dominantes enraizados en el territorio local. Para esto, requiere de un revestimiento, de una aparente neutralidad o prédica de representación del bienestar general que autores como Nikos Poulantzas cuestiona al dar cuenta de su autonomía relativa. “La autonomía relativa del Estado respecto a tal o cual fracción del bloque en el poder es igualmente necesaria para la organización de la hegemonía, a largo plazo y en conjunto, del bloque en el poder con respecto a las clases dominadas” (Poulantzas, 1979: 153). En ese sentido, si el Estado constituye e instituye la unidad política de las clases, cuenta con un papel clave en la organización no sólo de una institución sino que organiza y crea diversos aparatos políticos institucionales, como pueden ser los propios partidos políticos.

En México, la preeminencia del partido político que se crea y organiza a partir de la revolución mexicana, es el Partido Revolucionario Institucional (PRI), antes Partido Nacional Revolucionario (PRN). La importancia del PRI no radica sólo en su longevidad, pues ha permanecido sesenta años de manera ininterrumpida encabezando el gobierno nacional durante el siglo XX, sino, sobre todo, en la especificidad de las estrategias que supo desenvolver al calor de su propia consolidación institucional. Fundado en 1929 por Plutarco Elías Calles, el PRN, luego PRI, constituye la vía para acercar a los mexicanos a la vida política y canalizar las demandas expresadas en la revolución.

La presidencia más destacada del PRI por su carácter disruptivo del orden que le antecede, fue sin dudas la de Lázaro Cárdenas, entre 1934 y 1940, conocido por su labor de difusión del nacionalismo popular. Cárdenas buscó alcanzar un grado de unificación nacional a partir de la promoción de instancias educativas, públicas y laicas, y de fomentar la organización colectiva en sindicatos y cámaras empresariales. Es reconocido por haber promovido la nacionalización de la industria petrolera y por impulsar la reforma agraria. Ahora bien, entre sus acciones más destacadas se encuentra su propensión a la integración de los pueblos indígenas de México en búsqueda de “homogeneizar y modernizar” el país. En 1940, el gobierno de Cárdenas convocó al Congreso Continental Indígena, en Pátzcuaro, el mismo tuvo como finalidad fundar una política indigenista a nivel continental. Lo cierto es que había sido pautado en 1938 en la VIII Conferencia Internacional Americana de Lima realizarlo en Bolivia, pero por diversas razones el mismo terminó estableciéndose en suelo mexicano.

El Congreso de Pátzcuaro abrió el debate sobre la necesaria protección de los gobiernos a la integración de los indígenas de los diferentes países parte. En el discurso de apertura Cárdenas enfatizó que el problema de emancipar al indio es semejante al de la liberación del trabajador-obrero. “En ambos casos, aunque respetando la personalidad histórica de las sociedades indígenas se trata de incorporarlo a la cultura universal para que se aproveche de la ciencia y de las técnicas, de manera que puedan ser ciudadanos útiles”. También consideró que debían ser abolidas las diferencias de casta y clase. “En realidad, diría, nuestro problema no es conservar indio al indio, ni en indigenizar a México, sino en mexicanizar al indio. Para ello es necesario dotarlo con tierra, crédito y educación” (Pineda, 2012: 17).

Los temas de debate abarcaron diversas polémicas nucleares en los ejes: biología, socio-economía, educación y área jurídica. Si bien el espíritu de fundación de un nuevo México fusionado encontraba consenso, temas como la tenencia de la tierra y el respeto al marco autónomo jurisdiccional generaba rispideces. “Una de las principales tensiones debió aflorar en la definición del mismo concepto de indio, objeto de las políticas y consideraciones. No es de extrañar, entonces, que se opte por una definición casi minimalista: “Un individuo económica y socialmente débil” (Pineda, 2012: p.21). Más aún, el tema de los indígenas del Sur merecía un cuidado especial pues para la época, Guatemala no reconocía presencia de pueblos indígenas en su territorio.

La realización del Congreso Indigenista marcó el inicio de la política de asistencialismo hacia los indígenas en México. Aunque en el estudio de los documentos fundantes del Congreso se encuentre una mirada de propensión menos instrumental que la aparente, en que el concepto “integración” no aparece escrito, su evocación, probablemente influenciada por la participación de los Estados Unidos que tenía una visión racionalizada del tema indígena, remite a la asimilación y búsqueda de integración de estos pueblos al proyecto nacional. Después de todo, se trató, para la época, de un proceso de negociación velada entre diferentes proyectos de nación posible. En ese sentido, se vislumbra un rol hegemónico estatal que con matices existirá a lo largo de todo el siglo XX en relación a la cuestión indígena en Chiapas. “(…) captar al Estado como condensación material de una relación de fuerzas, significa que hay que captarlo también como un campo y un proceso estratégicos, donde se entrelazan nudos y redes de poder que se articulan y presentan a la vez, contradicciones y desfases entre sí. De ello derivan tácticas cambiantes y contradictorias” (Poulantzas, 1979: 164).

Al mismo tiempo, estratégicamente, como los aparatos del Estado organizan y unifican el bloque en el poder desorganizando y dividiendo a los grupos dominados, la autonomía y el debate sobre la propiedad y uso del territorio no fueron considerados oportunamente, así como no lo serán de manera consensual, con los grupos étnicos, a lo largo de todo el siglo XX.

A modo de conclusión

“Desde los orígenes y por su naturaleza totalizadora, este sistema [capitalista] tiende a someter bajo su lógica toda forma económica, social y cultural que impida su expansión, ya sea homogeneizado o segregado, asimilado o discriminado, provocando con ello en muchos de los casos, la resistencia a los grupos étnicos y nacionales minoritarios” (López y Rivas, 1995: p.18). El levantamiento zapatista de 1994 y la consecuente negociación por una autonomía pactada que acabó por existir de facto, sin acuerdo político formal con el Estado -en virtud de la traición a los Acuerdos de San Andrés Larraínzar-, es consecuencia de sucesos que en la historia encuentran una raíz común. La visión construida sobre el indígena, sus usos y costumbres, su capacidad de autogobernarse y desarrollar un orden alternativo de vida social-comunitaria, expresa un constructo peculiar en el que la hegemonía del orden estatal ha primado sobre la visión cosmodiversa de los pueblos pre-existentes.

Comprendiendo el accionar del Estado, cristalizado en la acción de los diferentes gobiernos desde la Colonia, permite visualizar la especificidad del vínculo con Chiapas como el de un centro y una región periférica. Tal vez por esta relación que entiende al estado del Sur como un estado marginal es que puede explicarse la sorpresa que el levantamiento zapatista -unificador de demandas y formas de organización tsotsiles, tseltales, choles, tojolabales, zoques, mames- despertó en los años 90. Dicho estupor se expresó en la prensa, pero también en los círculos intelectuales y académicos. El México de las desigualdades y del “otro” apenas visible salía a la luz. La tierra donde uno de cada tres no sabía leer o escribir, y dos de cada cinco tenían hambre (INEGI, 1995; Coneval, 1990). El de los 2.3 millones de pobres, el de los 1.2 millones sin agua y el del millón sin drenaje (Coneval, 1990). El Chiapas de 1994 era el estado más pobre del país, el que tenía mayor grado de analfabetismo, el que más carecía de electricidad, el que más padecía de hacinamiento, y en el que más individuos ganaban dos o menos salarios mínimos (INEGI, 1995).

Con este panorama, se vuelven irrisorias las aclaraciones sobre la suma de prejuicios existentes contra los indígenas. La consideración que “alguien los promueve o los financia”, que sus demandas son resultado de organizaciones internacionales que promueven el desorden. Esta idea entre otras, desconoce la correlación de fuerzas históricas que los impulsó y la concepción de autonomía indígena que los guía, autoconcientes de su capacidad de pensarse por sí mismos y vivir de acuerdo a sus principios.

Ahora bien, es necesario conocer muy bien nuestra propia limitación para poder explicar su realidad. Por eso, una buena perspectiva es la que radica en hacerlo desde la perspectiva de los rebeldes.

“hay quienes se olvidan de los últimos 500 años de Conquista, Colonia, Independencia y Revolución que no produjeron ni libertad ni justicia a los pueblos originarios. Quedaron abajo donde habían estado desde la llegada de los europeos invasores. Pero estos marginados nunca llegaron a ser “occidentales”. Tenían y tienen su cultura y las raíces milenarias que supieron conservar y actualizar en sus contactos con la sociedad dominante” (Lenkersdorf, 2001: p.15)

Para conocer algunas realidades y sobre todo, comprender a los sujetos que habitan esas realidades, es necesario salir de la hermenéutica occidental, cruzar la distancia que separa el saber de la postura sobre el control del saber, y en ese vacío recuperar lo que expresa la sabiduría indígena y en ella, la praxis zapatista.

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[1] Universidade da Integraçao Latino-Americana – Universidad de Buenos Aires