Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos.

N° 5. Año 2017. ISSN: 2525-0841. Págs. 187-202

http://criticayresistencias.com.ar

Edita: Colectivo de Investigación El Llano en Llamas. Ciudad de Córdoba


Recordar la memoria hoy

Rodolfo Walsh y el testimonio ante los retos de una cultura mercantilizada e híper-atomizada

Alejandro Pedregal[1] 

1.

El teórico de la comunicación y escritor Aníbal Ford dejó escrito que en 1973 llevó a Rodolfo Walsh a una clase en la Universidad de Buenos Aires. Una alumna le preguntó al autor de Operación Masacre por los ideales que le condujeron a escribir esta obra en 1957, y Walsh respondió: “¿Ideales? Yo quería ser famoso… ganar el Pulitzer… tener dinero…”[2]. Resulta difícil saber con absoluta certeza cuánto de verdad y cuánto de ironía se escondía detrás de aquella afirmación, ya que durante el periodo en que Walsh investigó y escribió Operación Masacre, su vida se vioseriamente amenazada por la dictadura militar que gobernaba Argentina desde 1955. En aquel contexto, Walsh tuvo que pasar a un estado de semiclandestinidad para continuar con su investigación periodística sobre los fusilamientos en los descampados de José León Suárez de junio de 1956, haciéndose con una falsa cédula de identidad bajo el nombre de Francisco Freyre. Puede, en todo caso, que su ingenuidad aventurera y una cierta vanidad profesional realmente fueran una parte significativa del impulso que movilizó su inquietud periodística después de oír aquella mítica frase: “hay un fusilado que vive”; palabras que salieron de una sombra anónima que le abordó mientras jugaba al ajedrez y tomaba una cerveza en un club de La Plata. Parece ser que algo de esa ingenuidad y vanidad, de algún modo, también le llevaron inicialmente a Cuba para hacerse cargo de los Servicios Especiales de Prensa Latina, bajo la dirección de Jorge Masetti, en 1959 –y desde donde decodificaría los cables que el jefe de la CIA en Guatemala enviaba a Washington a propósito de los preparativos que disidentes cubanos realizaban en la hacienda Retalhuleu de cara al intento de invasión de la isla en 1961[3]–. Pero con el paso de los años, aquella ingenuidad y, sobre todo, la vanidad del profesional individualizado, acabarían transformándose a través del compromiso orgánico y militante que Walsh fue adquiriendo en las diversas organizaciones revolucionarias, sindicales y armadas, durante la última década de su vida.

Es curioso observar, sin embargo, que una parte de esa ingenuidad acabara siendo un ingrediente esencial en el significado que adquiriría Operación Masacre después, ya que el propio Walsh no se planteó en ningún momento, durante su proceso de investigación y escritura, la creación de un género literario como el del testimonio. Por el contrario, el carácter fundacional de Operación Masacre surgió de una absoluta involuntariedad por parte de su autor. Es cierto que Walsh desarrolló la serie de notas periodísticas que componen el libro con un estilo literario consciente que desbordaba los márgenes formales del periodismo de la época, ejemplificado en las revistas Revolución Nacional y Mayoría donde aparecieron aquellas notas. Pero éstas acabaron unidas en un volumen sólo cuando a Walsh se le presentó la oportunidad de publicarlas como tal, con Ediciones Sigla. Para cuando, dieciséis años más tarde, Walsh visitó a Ford en la Universidad de Buenos Aires, con el peronismo recién legalizado y en el poder, su libro más emblemático llevaba ya cuatro ediciones, además de haberse transformado en una película rodada por Jorge Cedrón un año antes en clandestinidad, y en cuyo guión Walsh había participado. Cada una de estas ediciones habían acompañado la evolución política de su autor, y, en consecuencia, habían sido modificadas y extendidas de acuerdo a su inmersión en la militancia revolucionaria argentina.

Para entonces, el género testimonial que Walsh había contribuido a instaurar en América Latina, estaba ya ampliamente legitimado en la región. Además, como el crítico literario Gonzalo Moisés Aguilar señalaría[4], más allá de adelantarse en tiempo a la no-ficción del Nuevo Periodismo estadounidense, se erigía frente a ésta como un género genuinamente latinoamericano. Por un lado, porque la expresión testimonio escapaba a la noción negativa de su contraparte del norte, cuyo término implicaba la aceptación de la ficción como principal fuente para la creación literaria. Y por otro, porque el testimonio no trataba de ocultar su naturaleza política y sus ambiciones partidistas de justicia social, programa que se reclamaba a través de aquellas voces históricamente marginadas que recogía y daba entrada en el hasta entonces sacrosanto bastión de la cultura. El distintivo proceso y método de trabajo del testimonio, en contraste con la no-ficción norteamericana, reivindicaba en definitiva tanto la inmersión orgánica de sus autores en temáticas que exigían una toma de posición definida, como la consecuente transformación de las formas narrativas, que superaban sin anclajes cualquier pretensión de neutralidad, objetividad o equidistancia.

Operación Masacre había pasado a significar, por tanto, un hito en la búsqueda de lo que Benjamin en su día, en un contexto muy diferente, llamó las “formas apropiadas” de la literatura para representar las “energías de su tiempo”[5]. Sin embargo, la legitimación que recibió el testimonio como género literario a nivel regional tuvo que madurar por un tiempo, y habría de darse en un entorno distinto.

2.

El reconocimiento de esas “formas apropiadas” que se daban en el testimonio como género literario latinoamericano se concretó en Cuba en 1970, gracias a una institucionalización que trataba de dar respuesta a un debate que había alcanzado a todas las esferas del mundo cultural de la región. El marco para esto fue el impulso que se le dio al testimonio cuando fue incluido dentro de los Premios Literarios de la Casa de las Américas, después de un extenso diálogo en el que participaron Ángel Rama, Isadora Aguirre, Hans Magnus Enzenberger, Manuel Galich, Noé Jitrik y Haydee Santamaría en febrero de 1969. En este ámbito se destacó la necesidad de “dar testimonio de la lucha latinoamericana a través de la literatura” y recuperar la capacidad comunicacional y pedagógica de ésta, al tiempo que se reconocía la obsolescencia de ciertos géneros para influir en el espacio popular. Al ser Walsh invitado como jurado de la primera edición del premio –por ser “el autor de una de las obras de mayor calidad, altamente representativa de ese género”, de acuerdo a la carta que le envió Galich en febrero de 1970–, el autor de Operación Masacre respondió destacando la relevancia de la incorporación del género a los premios. Y calificó aquella decisión de “muy sabia”, ya que significaba “la primera legitimación de un medio de gran eficacia para la comunicación popular”[6].

Este reconocimiento de la realidad latinoamericana a través de la literatura, esta réplica a las “energías de su tiempo”, se hacía eco de una polémica más amplia y profunda que venía de antes. Como expondría la crítica literaria Claudia Gilman, aquel debate había alcanzado su cima en 1967 a partir de dos acontecimientos de enorme impacto que habían golpeado a la comunidad literaria e intelectual latinoamericana. Por un lado, la publicación y el éxito en el mercado internacional de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, en mayo, marcaba el agotamiento de la forma de la novela representativa del boom, enfrentando a los autores latinoamericanos a las contradicciones inherentes a la mercantilización de la cultura literaria regional dentro del panorama capitalista global. Por otro lado, el asesinato del Che Guevara en Bolivia, en octubre, había irrumpido como un parteaguas en la escena[7]. Como dejaría escrito el propio Walsh, la muerte del Che marcaría para él, como para muchos otros, “un nuevo punto de partida”[8].

De este modo, a principios de 1968 el Congreso Cultural de La Habana se situó en el epicentro del debate. La comunidad literaria se veía interpelada en cuestiones relativas a los límites político-prácticos de su propia actividad y la inscripción de los escritores e intelectuales dentro de aquellos movimientos que reclamaban determinación ante la urgencia revolucionaria, más allá del compromiso sartreano que en otro tiempo había parecido suficiente. Y en estos parámetros el testimonio –frente a la novela como forma literaria históricamente representativa de los gustos y ambiciones burguesas– incrementaba su legitimación, erigiéndose como propuesta literaria acorde a las tácticas y estrategias revolucionarias que con tanta premura aparecían en el horizonte.

3.

Resulta elocuente recuperar esta controversia y sus consecuencias en el contexto de otro debate histórico, posiblemente más conocido en el ámbito internacional, que, bajo circunstancias muy diferentes se manifestaba sobre ejes significativamente cercanos: la polémica entre realismo y modernidad que se dio en los años ’30 entre, por un lado, Georg Lukács y, por otro, primero Ernst Bloch, y después, sobre todo, Bertolt Brecht y Walter Benjamin. Este debate había surgido condicionado, entre otros grandes acontecimientos históricos, por las consecuencias telúricas que había tenido la Revolución de Octubre en el mundo de las artes y la literatura –a la que Antonio Gramsci se refirió como La Revolución contra El Capital, la obra central de Marx que había visto la luz cincuenta años antes–. Y aquella disputa formal y estética dentro del marxismo se había recrudecido especialmente con el avance del fascismo en Europa en los años ’20 y ’30.

Una parte, representada por Lukács, reivindicaba el realismo literario, materializado en la novela realista del siglo XIX, frente al expresionismo alemán como la propuesta adecuada para producir un arte y una cultura de masas, ya que “si el escritor es verdaderamente realista entonces el problema de la totalidad objetiva de la realidad juega un papel decisivo, independientemente en absoluto de cómo el escritor la formule mentalmente”[9]. Al otro lado de la contienda, con Brecht y Benjamin a la cabeza, se defendía la experimentación formal –que se había dado en el expresionismo alemán, pero también en el formalismo ruso y en el propio teatro de Brecht– como la vía para lograr representar las “energías de su tiempo”. Algo que, cabe subrayar, significaba tanto una superación de formas que se consideraban obsoletas como también una profundización en el propio realismo. El arte no podía abstraerse a los avances de “la época de reproductibilidad técnica”, y, en su consecuente “pérdida del aura”, podía politizarse y dar una respuesta revolucionaria en forma y fondo a los intereses de las masas. Las técnicas modernas podían, por tanto, servir precisamente para reconciliar experimentación y realismo.

En definitiva, se daba un enfrentamiento entre estos dos ámbitos que era también un debate entre el potencial de legibilidad, comunicabilidad y pedagogía de las artes y sus propiedades formales y estéticas dentro de las estrategias revolucionarias. Y así, de fondo, aparecía una controversia –irresuelta hasta hoy en la izquierda– frente al fenómeno artístico: la contradicción entre alta y baja cultura –o entre lo nuevo y lo popular–, donde la primera aparece como “subjetivamente progresista y objetivamente elitista” mientras la segunda se presenta como “objetivamente popular y subjetivamente regresiva”[10].

4.

Quizás lo más relevante de la apuesta de la Casa de las Américas por el testimonio como género literario –entre otros géneros afines que se proyectaron como respuesta a las formas clásicas–, y que culminó con su institucionalización en 1970, sea la dialéctica con que se afrontó el debate sobre los ejes trazados entre realismo y modernización en la confrontación original entre Lukács y Brecht/Benjamin.

Y es que, por un lado, el testimonio surge en buen grado como consecuencia indirecta de una modernización de los medios de comunicación que, como señaló Gilman, se aceleró a partir de los ’50. Aquello permitió en Latinoamérica el paso del escritor –como autor de consumo para las élites– a intelectual –como figura que interviene y condiciona los temas a debate en la escena pública–. Este contexto posibilitó la difusión de la voz y la obra de los escritores latinoamericanos, más allá de la exclusividad de su entorno ilustre y letrado. La renovación de los géneros literarios, de este modo, no se podría haber dado sin la modernización de los medios; un fenómeno específico vinculado a formas de producción, distribución y consumo que fue decisivo en la mercantilización cultural de la época, y que desbordaba notablemente los parámetros históricos en que la polémica entre Lukács y Brecht/Benjamin surgió[11].

Sin embargo, por otro lado, el testimonio como género literario supone también una apuesta por lo que podríamos llamar más realismo. Daba entrada al bastión literario a aquellas voces hasta entonces marginadas y excluidas de él, para completar o totalizar la representación de la realidad, siendo además una forma que cuestionaba la capacidad de los géneros clásicos de la ficción literaria para superar sus limitaciones a la hora de activar respuestas políticas urgentes. Y de este modo reconciliaba, o hacía compatibles, las disputas de la controversia original.

Además, el debate en el que participa el testimonio se daba dentro de un ambiente literario en el que, por ejemplo, Roberto Fernández Retamar, entre otros, ya hablaban de un “nuevo realismo”, y a cuyos dilemas estéticos y comunicacionales Walsh se había referido públicamente para concluir:

Realismo no se opone necesariamente a vanguardia. Cuando el agotamiento de temas o de formas debilitan la pintura de la realidad y su interpretación, el autor realista se vuelve por fuerza vanguardista. La vanguardia es entonces el modo que asume el realismo en una coyuntura histórica de agotamiento. (…) En América Latina el escritor realista está en la vanguardia cuando hace patente lo que esté invisible[12].

5.

Parece relevante, en este sentido, estudiar la actividad literaria de alguien como Rodolfo Walsh y su relación con el realismo y la renovación formal en conexión con su propia actividad política y militante. Esto se podría elaborar, por ejemplo, a partir de nociones como la del intelectual orgánico de Gramsci[13] –en lo relativo a su sumersión en el sindicalismo revolucionario que daría como resultado ¿Quién mató a Rosendo?, por citar sólo uno de los múltiples casos periodístico-literarios de su actividad durante su última década de vida– o el escritor operante, del que habló el propio Benjamin en El autor como productor, de acuerdo al término acuñado por el escritor soviético Serguéi Tretiákov.

Con respecto a este último término, sería enriquecedor repensar la figura de Walsh y el contexto histórico, intelectual y cultural latinoamericano de los ’60 y ’70 descrito aquí a partir de lo que Benjamin expuso en su texto de 1934[14], cuando hablaba de cómo, desde que Platón pusiera en entredicho la necesidad de mantener a los poetas dentro de la comunidad a la hora de diseñar el Estado, “la cuestión del derecho a la existencia de los escritores no ha sido planteada casi nunca con vigor semejante” hasta ese tiempo que vivía el propio pensador alemán. Los azotes que la práctica literaria había recibido tras la Revolución de Octubre le llevaban a Benjamin a plantear que “un tipo más avanzado de escritor” que “el escritor burgués de entretenimiento” podría percatarse de que su labor se realizaba “al servicio de determinados intereses de clase”, y que ese escritor avanzado, dentro de la lucha de clases, debía “ponerse del lado del proletariado”.

En este marco, y de acuerdo a los cambios vividos dentro de la experiencia revolucionaria soviética, Tretiákov “distinguía al escritor operante del escritor informante”, cuya “misión no es informar, sino luchar; no es observar: intervenir activamente”. El ejemplo de Tretiákov le servía a Benjamin para subrayar la necesidad de “repensar nuestras ideas sobre las formas o los géneros de la literatura al hilo de los datos técnicos concretos de la situación actual para llegar a estas formas expresivas que constituyen el punto de partida de las energías literarias del presente”, ya que “estamos en medio de un enorme proceso de refundición de las actuales formas literarias, en el que muchas de las contraposiciones en las que estamos acostumbrados a pensar podrían ya perder toda su fuerza”.

Es esclarecedor trasladar estas reflexiones a un entorno diferente, como es el de 1970 en Argentina cuando, con una creciente actividad guerrillera, Walsh reflexionaba ante Ricardo Piglia sobre la necesidad de un nuevo arte que, frente a la ficción, aportara una mayor inclinación documental. No se trataba de representar esta misma realidad, sino de presentarla, para así operar en los márgenes de ella y servir a su transformación. Las formas tradicionales debían ser utilizadas de un modo diferente porque, concluía Walsh, “hoy es imposible en la Argentina hacer una literatura desvinculada de la política”[15].

En su texto, Benjamin encontraba que el gran ejemplo de este cambio en las formas literarias podría darse a través del papel de la prensa, porque mediante ella “comprendemos que el formidable proceso de refundición (…) no sólo pasa por alto las distinciones convencionales entre los géneros, entre escritor y creador, o entre investigador y popularizador, sino que incluso somete a revisión la distinción existente entre autor y lector”. A pesar de estar la prensa europea en manos del capital, Benjamin, seguramente pensando en el medio periodístico desde ideas más próximas a las que Lenin expuso en ¿Qué hacer?, veía en éste un enorme potencial para las exigencias de transformación técnica de la literatura de su tiempo. Un aspecto que aparecía también notablemente destacado en el universo de Walsh, quien, además de vincular su desarrollo literario a su oficio periodístico, se paseó la última década de su vida con una copia del ¿Qué hacer? bajo el brazo.

De acuerdo con Benjamin, este nuevo contexto histórico exigía del escritor no su expulsión, sino una “traición de clase” y un abandono del mito del genio individualizado, requisitos ineludibles para alcanzar un posicionamiento orgánico del lado de la clase proletaria. Así pues, la cuestión que emergía al referirse a la literatura tenía que ver tanto con “exigir de la obra del escritor la tendencia [política] correcta” como su “calidad” literaria. Y especificaba:

[L]a tendencia de una obra literaria sólo puede ser correcta en lo político si lo es también en lo literario. O lo que es decir: la tendencia correcta desde el correspondiente punto de vista político incluye una tendencia literaria. (…) [E]sta misma tendencia literaria que está contenida, implícita o explícitamente, en toda tendencia política correcta, constituye sin duda la calidad de la obra. La tendencia política correcta de una obra incluye, como digo, su calidad literaria por incluir su tendencia literaria.

Hacia el final de su ensayo, después de ejemplificar sus planteamientos a través de la obra de Brecht, al cuestionar si el intelectual “tiene propuestas para transformar funcionalmente la novela, el drama o el poema”, Benjamin respondía que “cuanto más firmemente dirija el intelectual su actividad hacia esta tarea, tanto más correcta será la tendencia de su trabajo y tantomayor también la calidad técnica lograda”.

6.

Así pues, dentro del debate planteado aquí en el marco latinoamericano de los ’60 y ’70, la dialéctica contenida en la propuesta de Walsh emerge en su obra, por un lado, gracias a una serie de rasgos que la aproximan a los objetivos programáticos de Lukács en lo relativo al realismo; mientras, por otro lado, estas mismas características se materializan a través de medios –“de reproductibilidad mecánica”– surgidos precisamente por la modernidad; medios que contribuyeron a poner en crisis la pertinencia de formas clásicas como las de la novela[16].

Cabría añadir que, en la presentación de la realidad de las obras de testimonio de Walsh, la estructura fragmentaria con la que abordan la totalidad –forma que adoptaron estos trabajos condicionados por el medio periodístico del que surgieron y la oralidad de la voz popular– las aproximan a las técnicas de montaje que tanto influyeron, de manera muy diferente, en el extrañamiento que Brecht desarrolló en su teatro épico. No en vano, el propio Piglia veía en la “tensión con la ficción” de Walsh un elemento clave de su obra, y concluía que, “conociendo o no [la] polémica” entre Lúkacs y Brecht/Benjamin, Walsh “la reproduce”[17]. Además, Piglia entendía que la labor de éste “con el lenguaje” y “su conciencia de estilo” le acercaban a las ideas de Brecht en Cinco dificultades para escribir la verdad, que se expresaban en “el valor de escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia de saber elegir a los destinatarios” y “la astucia de saber difundirla”[18].

Hay que insistir en que la propuesta original de Walsh –esa “tensión con la ficción” que se da tanto es sus novelas testimoniales como en sus cuentos o en sus piezas periodísticas de antropología social– fue elaborada para confrontar, en la práctica, la realidad oculta bajo la verdad oficial. Walsh enfrentaba así un desafío comprometedor tanto desde lo literario como desde lo político, en la intersección entre la ficción y la no ficción. El fin era el de descubrir la otra verdad: aquella que debía completar una visión totalizadora de la realidad, donde las voces históricamente subordinadas y marginadas –las del Otro– pudieran manifestarse como actores sociales, políticos y culturales a través de su lenguaje y, sobre todo, de sus acciones.

El académico Mariano Mestman se ha referido a este aspecto en relación a la adaptación cinematográfica de Cedrón de Operación Masacre, donde la tensión entre la no ficción y el drama encontraban su engranaje en la inclusión de un personaje de la historia original, Julio Troxler. Así, el testimonio de éste –acompañado por material de archivo con la intención de enraizar las guerrillas de los ’70 en la Resistencia Peronista de los ’50– servía para llevar la película fuera de los márgenes de la verosimilitud ficticia y acercarla al argumento histórico propio del documental[19]. Este tipo de aspectos, que en términos notablemente brechtianos se referían a la “épica cotidiana”, sirven para situar los esfuerzos del testimonio y su “tensión con la ficción” dentro de aquellas “zonas grises” a las que el crítico cinematográfico Michael Chanan[20] se refirió en la búsqueda de nuevas aportaciones para un cine crítico, y que pueden ser trasladadas a cualquier otra actividad cultural realizada con fines emancipadores.

7.

Vivimos tiempos en que la actividad cultural ha alcanzado cotas máximas de mercantilización, con un crecimiento exponencial de ésta muy superior a la que se vivía tanto en los años ’20 ó ’30 como en los ’60 ó ’70 del pasado siglo, donde se inscriben los debates descritos aquí, que tenían en esta cuestión una preocupación fundamental. Como sugirió el crítico cultural Fredric Jameson, de algún modo parecería como si el desarrollo del capitalismo tardío y su lógica cultural postmoderna hubiera acabado por certificar la ingenuidad que anidaba bajo el mesurado optimismo con que Benjamin y Brecht se posicionaban con respecto al potencial revolucionario de las técnicas y tecnologías modernas para el arte. Concentradas éstas bajo el monopolio del capital, la situación podría conducirnos a la recuperación de un pesimismo próximo al negativismo de Adorno o a una noción de realismo anacrónico, a través de una actualización vulgar de las teorías de Lukács[21].

Es cierto que la mercantilización actual de la cultura afecta, y en buena medida maniata, a todas sus fases de producción, distribución y consumo. Y como resultado, entre la emisión y la recepción cultural, la actividad creativa se abandona a una híper-atomización que obstaculiza la reflexión crítica y limita el efecto colectivo del fenómeno artístico –y, en consecuencia, también su capacidad emancipadora–. Sin embargo, ante esta situación no cabe la negación de la realidad y un retiro ermitaño, sino una posición dialéctica que enfrente estos aspectos para transformarlos: se hace necesario repensar las tácticas y las estrategias con las que rearmar una cultura contrahegemónica que pueda dar lugar a un cambio en las narrativas colectivas de forma efectiva.

Experiencias históricas como las expuestas aquí han retado los límites tanto de lo popular como de lo nuevo, y son por ello especialmente relevantes para todo propósito liberalizador de la cultura. El potencial inspirador y esperanzador del pasado reside precisamente en el hecho de que, si las cosas han sido diferentes, las cosas pueden ser diferentes. Por ello, se hace necesario recuperar la utopía y la esperanza que impregnan toda aspiración revolucionaria y emancipadora, sin necesidad de caer en el optimismo idealista. En cómo nos acercamos al pasado reside buena parte de nuestras posibilidades de desarrollar una agenda materialista de cambio real.

Y en este sentido, la senda del testimonio que abrió Walsh, naciese o no del objetivo de ganar el Pulitzer o tener dinero, encarna un tipo de enfrentamiento con la historia como verdad oficial –validada, entre otras cosas, en la palabra escrita y el academicismo monolítico– y propone un plan de acción proyectado hacia un futuro de cambio –por ejemplo, a través de la recuperación de la oralidad segregada–. Las narrativas testimoniales interpelan al espectador y cuestionan tanto el sujeto como la propia narrativa de la historia compartida. El pasado no se recupera como parte de una melancolía fetichista de anticuario, sino como ingrediente central de la memoria colectiva intersubjetiva, como parte de una agenda política que no se oculta bajo falsas pretensiones de neutralidad.

Así pues, revisitar hoy el testimonio y sus “tensiones con la ficción”, su totalidad fragmentaria y apelación a la intersubjetividad de la memoria, puede ser enormemente enriquecedor a la hora de desarrollar una actividad cultural emancipadora. Al repensar las posibles formas de subvertir la creciente alienación de la propia dinámica cultural –inscrita en la fase actual del capitalismo tardío y narcotizada por el neoliberalismo depredador imperante–, las cuestiones centrales del testimonio aparecen hoy, si cabe, más vigentes que nunca para enfrentar esta mercantilización y atomización dominante. Se trata sin duda de un debate teórico irresuelto –como otros aquí planteados–, ya que sólo puede ponerse a prueba y demostrarse realizable en la propia práctica artística. Pero es una controversia que abre múltiples posibilidades para explorar las fisuras de la cultura hegemónica con el fin de crear experiencias tanto emancipadoras como populares, dentro de –utilizando las expresiones de Benjamin– la “tendencia política” apropiada y sin renunciar a la calidad técnica imprescindible que pueda dar respuesta formal y funcional a las “energías de nuestro tiempo”.

La situación actual no es, desde luego, sencilla para desafiar estas cuestiones. Pero mientras la proliferación de redes sociales y la digitalización mediática ofertan una experiencia de la inmediatez donde la cantidad –con una polución acumulativa e inagotable de titulares de prensa– vacía la realidad de contenido cualitativo, el contexto mediático y comunicacional también ha dado referentes como el de Aaron Swartz, proyectos como el de Wikileaks o experiencias mediáticas regionales como la de TeleSur. Por su parte, en el cine, el académico y cineasta Mike Wayne reivindicó la necesidad –haciendo uso de las categorías originales de Fernando Solanas y Octavio Getino– de desarrollar una dialéctica entre el Primer y el Tercer Cine –entre el cine como espectáculo comercial y el cine militante– con el fin de confrontar los retos de la industria cultural dominante y abordar la “transformación genérica” cinematográfica que permitiera la creación de herramientas adecuadas para la emancipación del espectador y del espectáculo[22]. La propuesta además resultaba una actualización y expansión de otros reclamos históricos del Nuevo Cine Latinoamericano, expresados por ejemplo en el encuentro entre Eisenstein y Brecht en Tomás Gutiérrez Alea[23], o en otras reflexiones de Julio García Espinosa[24] o Glauber Rocha[25]. La literatura ha dado también múltiples ejemplos con un propósito similar, entre los que cabe destacar figuras como la de Isaac Rosa[26], quien a través de una experimentación formal que a menudo recurre a la novela en marcha, no renuncia a un posicionamiento político cristalino.

Estos ejemplos pueden servirnos para concebir, no una linealidad absoluta en la influencia de las propuestas testimoniales en la actividad creativa, sino las múltiples posibilidades que éstas pueden ofrecer al volver a ellas para repensarlas hoy. Al abordar sus objetivos programáticos y proyectarlos en nuestros días, el testimonio nos exhorta a buscar en la práctica una aproximación al realismo que nos permita entender nuestro ámbito de acción, sin renunciar a la contemporaneidad de ésta. Es decir, un realismo que se inscriba dentro de las “formas apropiadas a las energías de nuestro tiempo”, y que así nos sirva a elaborar elementos para la crítica de nuestra realidad. Esta adaptación no puede, por tanto, renunciar a las posibilidades populares que nos ofrecen aquellos medios que pueden aproximarnos a las sensibilidades e intereses de las masas, ya que éstos son únicos para la creación de narrativas actuales. A pesar de los duros obstáculos y las lógicas alienantes que acechan a la creación cultural bajo el capitalismo, los recursos para que ésta nos sorprenda y descubra algo nuevo sobre la realidad que habitamos, tanto cotidiana como histórica, siguen siendo, hoy como ayer, ilimitados.

Helsinki, octubre de 2017

El presente texto se ha completado en recuerdo de los cuarenta años de la desaparición y asesinato de Rodolfo Walsh, así como los sesenta de la publicación de Operación Masacre y noventa de su natalicio, pero también en homenaje a los cincuenta años del asesinato de Ernesto Che Guevara, cien de la Revolución de Octubre y ciento cincuenta de la publicación del tomo I de El Capital de Karl Marx.


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[1] Alejandro Pedregal es cineasta, escritor e investigador postdoctoral del Departamento de Cine, Televisión y Escenografía, Universidad Aalto de Helsinki, Finlandia. Durante 2017 ha publicado con la Editora Cooperativa Patria Grande de Argentina los libros Mientras los hombres conquistaban la Luna y daban vueltas alrededor de la Tierra: Rodolfo Walsh, el pastor de Girón, y, como co-compilador junto a Emilio Recanatini, La esperanza insobornable: Rodolfo Walsh en la memoria. Como guionista, ha trabajado durante más de cinco años, junto a Adrián Aragonés y Emilio Recanatini, en la creación de un guión dramático sobre la vida de Rodolfo Walsh que está aún por ver la luz. También ha escrito y dirigido múltiples cortometrajes y documentales que han sido mostrados y premiados internacionalmente, como son United We Stand (ficción, 2009), Tú fuiste la semilla (documental, 2013, co-dirigido con Adrián Aragonés) y Reservas naturales (ficción, 2017).

[2] Ford, Aníbal, ‘Ese hombre’, en Lafforgue, Jorge (ed.) 2000, Textos de y sobre Rodolfo Walsh, Buenos Aires: Alianza Editorial, p. 11.

[3] El episodio fue recordado por Gabriel García Márquez en su artículo ‘Rodolfo Walsh: el escritor que se adelantó a la CIA’, recogido en Baschetti, Roberto (ed.) 1994, Rodolfo Walsh, vivo, Buenos Aires: Ediciones de la Flor. Para información exhaustiva y detallada sobre la etapa de Walsh en Cuba y su experiencia en Prensa Latina, entre 1959 y 1961, recomiendo especialmente la excelente investigación recogida en Arrosagaray, Enrique 2004, Rodolfo Walsh en Cuba. Agencia Prensa Latina, militancia, ron y criptografía, Buenos Aires: Catálogos Editores.

[4] Moisés Aguilar, Gonzalo, ‘Rodolfo Walsh: Escritura y Estado’, en Lafforgue, Jorge (ed.) 2000, p. 71. Véase también Amar Sánchez, Ana María, ‘La propuesta de una escritura (En homenaje a Rodolfo Walsh)’, en Baschetti, Roberto (ed.) 1994, p. 84.

[5] Benjamin, Walter 1998, Understanding Brecht, Londres y Nueva York: Verso, p. 89. La frase pertenece a ‘The Author as Producer’, y está traducida de esta versión en inglés. Más adelante se utiliza la traducción al español de este mismo ensayo de Benjamin realizada para otra edición, como así se especifica.

[6] El debate y otros documentos relacionados con el mismo fueron recogidos por Jorge Fornet en la Revista Casa de las Américas, n. 200, julio-septiembre 1995.

[7] Gilman, Claudia 2003, Entre la pluma y el fusil: Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Buenos Aires: Siglo XXI Editores.

[8] Walsh, Rodolfo, ‘Guevara’, en Walsh, Rodolfo 2008, El violento oficio de escribir: Obra periodística (1953-1977), Buenos Aires: Ediciones de la Flor, p. 285.

[9] Véase Bloch, Ernst; Lukács, Georg; Brecht, Bertolt; Benjamin, Walter; y Adorno Theodor 1980, Aesthetics and Politics, Londres: Verso, p. 33. Y también: Lukács, Georg, ‘Se trata del realismo’, en Lukács, Georg 1966, Problemas de realismo, Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, p. 293.

[10] Las frases pertenecen a la ‘Presentation II’ en Bloch, Ernst et. al. 1980. El volumen contiene cuatro presentaciones escritas por Rodney Livingstone, Perry Anderson y Francis Mulhern, pero no se especifica el autor de cada una de ellas.

[11] Fredric Jameson se ha referido a esta cuestión en Jameson, Fredric, ‘Reflections in Conclusion’, en Bloch, Ernst et. al. 1980, y con más profundidad en Jameson, Fredric 2016, Marxismo y forma, Madrid: Akal.

[12] Citado en Gilman, Claudia 2003, pp. 323-324.

[13] He desarrollado este análisis en particular en el tercer capítulo, ‘La esperanza insobornable (Seis tesis, parciales e interesadas, sobre el pensamiento político de Rodolfo Walsh)’, de mi libro de 2017, Mientras los hombres conquistaban la Luna y daban vueltas alrededor de la Tierra: Rodolfo Walsh, el pastor de Girón, Buenos Aires: Patria Grande.

[14] Todas las frases utilizadas de ‘El autor como productor’ pertenecen a la versión incluida en Benjamin, Walter 2012, Escritos políticos, edición de Ana Useros y César Rendueles, Madrid: Abada Editores.

[15] Piglia, Ricardo, ‘Hoy es imposible en la Argentina hacer literatura desvinculada de la política. Reportaje de Ricardo Piglia a Rodolfo Walsh. Marzo 1970’, en Baschetti, Roberto (ed.) 1994, p. 70. Piglia, además de compartir amistad con el autor de Operación Masacre, logró con esta entrevista uno de los documentos más relevantes a la hora de encuadrar la evolución política de Walsh en su relación con la literatura.

[16] Walsh mantuvo una relación particular con la novela que excede los límites y las pretensiones de este texto, pero que he desarrollado en el segundo capítulo de mi libro mencionado más arriba.

[17] Vaca Narvaja, Hernán 2017, ‘Piglia habla de Walsh: Una entrevista inédita, 26 años después’, en http://revistaelsur.com.ar/nota/272/Piglia-habla-de-Walsh

[18] Piglia, Ricardo 2001, ‘Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)’, en Revista Casa de las Américas, n. 222, enero-marzo 2001.

[19] Véase Mestman, Mariano, ‘Las masas en la era del testimonio: Notas sobre el cine del 68 en América Latina’, en Mestman, Mariano y Varela, Mirta (ed.) 2013, Masas, pueblo, multitud en cine y televisión, Buenos Aires: Eudeba.

[20] Chanan, Michael 1997, ‘The Changing Geography of Third Cinema’, en Screen, Special Latin American Issue, n. 38, 4, disponible en https://roehampton.openrepository.com/roehampton/bitstream/10142/49679/1/thirdcinema.pdf.

[21] Estas ideas aparecen en las obras de Fredric Jameson ya mencionadas. En lo relativo a sus ideas sobre Adorno, véase Jameson, Fredric 2010, Marxismo tardío: Adorno y la persistencia de la dialéctica, Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

[22] Véase Wayne, Mike 2001, Political film: The dialectics of Third Cinema, Londres y Sterling: Pluto Press.

[23] Gutiérrez Alea, Tomás 2009, Dialéctica del espectador, La Habana: Ediciones EICTV.

[24] Véase, entre otros textos, García Espinosa, Julio, ‘En busca del cine perdido’, en García Espinosa, Julio 1995, La doble moral del cine, Bogotá: Editorial Voluntad.

[25] Rocha, Glauber 1997, Cartas ao mundo, São Paulo: Companhia das Letras.

[26] Isaac Rosa ha manifestado su admiración hacia Walsh, de quien ha destacado su “voluntad por un estilo” fluido, funcional, denso, elaborado y aun así popular para manejar el espacio y el tiempo sin suspender la acción, convirtiéndose para él en uno de los mejores escritores en lengua española del siglo XX. Rosa, Isaac, ‘Prólogo’, en Walsh, Rodolfo 2010, ¿Quién mató a Rosendo?, Madrid: 451 Editores, p. 13.