Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos

N° 4. Año 2017. ISSN: 2525-0841. Págs. 171-183

http://criticayresistencias.comunis.com.ar

Edita: Colectivo de Investigación El Llano en Llamas

Las máscaras de Jano como motores de la historia: releyendo el Manifiesto del Partido Comunista[1]

Jano's masks as motors of history: re-reading the Manifesto of the Communist Party

Cecilia Mc Donell[2]

Resumen

El objetivo del presente escrito consiste en analizar críticamente el Manifiesto del Partido Comunista estableciendo un vínculo con una forma de arte que tanto ha dado que hablar a la filosofía política: el teatro. La hipótesis que guiará el trabajo será que a partir de la tríada filosofía-política-teatro puede pensarse a lo trágico y a lo cómico como los motores que impulsan el conflicto entre los polos antagónicos de la lucha de clases. Con vistas a probarla, se llevará a cabo un recorrido a lo largo del texto fuente estableciendo puntos clave de apoyo para la interpretación. Una vez realizado, se intentará pensar a los actores políticos de la lucha de clases a partir del par teatral tragedia-comedia, considerando a la clase burguesa desde un punto de vista anti-trágico (o racional) y a la proletaria desde un punto de vista cómico. De esta manera, se indagará la potencialidad política revolucionaria de lo cómico, como forma esencialmente humana, insensible y social.

Palabras clave: Karl Marx, Comedia, Tragedia, Revolución.

Abstract

The aim of this paper is to analyze critically the Manifesto of the Communist Party establishing a link with an art form that has given to political philosophy so much to talk about: the theater. The hypothesis that will guide the essay is that the triad ‘philosophy-politics-theater’ allow us to think the Tragedy and the Comedy as the engines that drive the conflict between the antagonist poles of the class struggle. In order to prove it, a close reading of the source text will be carried out establishing key points of support for the interpretation. Afterwards, the political actors of the class struggle will be deemed from the pair Tragedy-Comedy, considering the bourgeois class from an anti-tragical (or rational) point of view and the proletarian from a comical one. As a result, the revolutionary political potentiality of the Comedy will be examined, as an essentially human, insensitive and social form.

Keyword: Karl Marx, Comedy, Tragedy, Revolution.

El fundamento contradictorio de la concepción humana del mundo externo, esa contradicción inmanente que hay en la estructura del reflejo del mundo externo por la consciencia humana se manifiesta en todas las concepciones teóricas de la reproducción artística de la realidad.

G. Lukács, Arte y verdad objetiva

Introducción

La vida de los hombres se encuentra indefectiblemente atravesada por el conflicto y parece hallarse fundada en aquellas contradicciones inherentes de las que habla el filósofo húngaro. Ello posibilita de una y mil formas no solo la existencia del arte, sino también de lo político y su práctica. Formularé a modo de hipótesis que esta raíz compartida nos permite enlazar de diversas maneras al arte y a lo político. Es por ello que en el análisis crítico de un escrito de indiscutible importancia histórica como lo es el Manifiesto del Partido Comunista, se intentará establecer un vínculo con una forma de arte que tanto ha dado que hablar en la filosofía política: el teatro. Para lograrlo, será preciso realizar un sucinto recorrido por el Manifiesto, de manera tal que sea posible establecer puntos de apoyo para una relectura desde la estética teatral. Considero que de este modo quedará evidenciada la potencialidad del teatro como un arte político y de resistencia[3].

Es preciso aclarar que aquella afirmación con la que comenzaba el escrito –que el conflicto y las contradicciones subyacen y posibilitan las relaciones humanas– puede rastrearse en diversas obras de Marx. Solo por nombrar algunos ejemplos, pueden citarse dos pasajes: “la historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases” (Marx y Engels, 2015, p. 117), “el período que tenemos ante nosotros abarca la mezcolanza más abigarrada de clamorosas contradicciones; […] antagonismos que sólo parecen exaltarse periódicamente para embotarse y decaer, sin poder resolverse” (Marx, 2015b, pp. 174-175).

El conflicto del que aquí se habla parece estar revestido de un matiz enteramente positivo, en tanto permite que se realicen nuevas construcciones políticas desde una entera novedad respecto de lo anterior. Pero, al mismo tiempo, lo conflictivo propio de la vida de los hombres comporta un carácter de indiscutible irresolubilidad que impide un cierre o una clausura absoluta. En consonancia con ello, podría afirmarse que la filosofía y la política nacen del extrañamiento ante tal situación dada. A pesar de este carácter irresoluto de la conflictividad propia de la vida en sociedad, los intentos de establecer sistemas ordenadores se han sucedido a lo largo de la historia de la humanidad. Ello invita a pensar que los hombres se han presentado como huéspedes inoportunos del mundo, es decir, como personajes trágicos (Steiner, 2012, p. 12). Parece ser el carácter mismo de irresolubilidad lo que convierte al conflicto en un elemento trágico con el que los hombres deben lidiar, proporcionando respuestas que inevitablemente abrirán nuevas preguntas.

Gracias a esta apertura conflictiva constante, la política como lazo entre los hombres puede seguir existiendo. O, dicho de otro modo, es porque siempre alguien se siente como un huésped inoportuno del mundo que es posible pensarlo y actuar en él novedosamente. Teniendo en cuenta estas consideraciones, intentaré afirmar que puede pensarse la propuesta del filósofo alemán a partir de ciertas herramientas proporcionadas por el teatro. En línea con ello, es preciso recordar que en la obra de Marx existen numerosas referencias a un dramaturgo que reconoció, mejor que ningún otro en su época, el despliegue de lo trágico en la vida de los hombres: William Shakespeare. Teniendo esta cuestión en consideración, apoyaré la tesis de Sazbón que sostiene que Marx rescata de Shakespeare la "adopción de la versión social, política, terrenizada y antagónica de la contradicción", aunque, por otro lado, consideré desacertada la lectura que el mismo autor realiza respecto de una "reformulación correctora, inaugural, de su desenlace revolucionario [en Marx], contra la actitud escéptica de Shakespeare" (Sazbón, 1981, p. 101).

Tal interpretación, aún discutible, podría llevarse a cabo si se considera únicamente una parte de la obra shakesperiana, a saber, las tragedias. Efectivamente, podría establecerse que en un mundo completamente trágico, el accionar humano es infructífero. La tragedia llevada a sus términos más absolutos supone que los hombres son títeres de los dioses o del destino, tal y como puede observarse en las tragedias áticas. La tesis sazboniana que liga a Shakespeare a esta visión escéptica de la práxis se torna rebatible si retomamos la otra cara del teatro: las comedias. Este recurso es necesario por dos motivos: por un lado, las obras del dramaturgo inglés no pueden circunscribirse diáfanamente en géneros; por el otro, esta ambigüedad es la que permite, a su vez, percibir que ningún esquema es definitivo o absoluto y todo sistema muestra quiebres (Margarit, 2013, p. 31).

Parece indispensable, entonces, tratar con los dos rostros de este arte. Comedia y tragedia tienen la potencialidad de presentarse como formas de caracterizar períodos histórico-políticos. La forma en la que los hombres lidien con el conflicto que caracteriza su propia vida en sociedad, puede revestir caracteres particularmente trágicos o cómicos. A su vez, esta caracterización estética de la praxis puede indicarnos su potencialidad escéptica o revolucionaria, entre tantas otras. Tal y como Rinesi remarca, la comedia linda con la tragedia y hasta llega a parodiarla, pero el modo de resolver los excesos que una y otra plantean es muy distinto (Rinesi, 2009, p. 47). Reparando constantemente en esta relación, se sostendrá que en el Manifiesto se desarrolla una tematización del conflicto político que posee diversas formas de tratar con él: ya sea lidiando con aquello que la Fortuna y la elucubración de los dioses nos presentan (trágica); dándole una interpretación racional y monolítica (anti-trágica); o haciéndole frente de manera irreverente y revelándose ante la fatalidad (cómica).

I

El Manifiesto del Partido Comunista aborda dos cuestiones centrales: por un lado, establece una historia de la ideología burguesa detallando el ciclo de sus revoluciones, en el cual un sector económicamente dominante traslada su dominio al campo político. Tales revoluciones parecen ser consideradas como una natural evolución histórica, susceptibles de ser observadas y analizadas como acontecimientos absolutamente transparentes –o, en todo caso, esta será la intención burguesa. Por otro lado, el Manifiesto afirma que el proletariado no debe responder a tal ideología burguesa. Como fuerza de acción y potencial clase organizada, debe hacerse consciente del universalismo del que es portador, por lo que resulta imperativo llevar a cabo una revolución cualitativamente distinta a aquéllas.

El devenir histórico, afirma Marx, consiste en una lucha constante librada por clases antagónicas. Sus intereses resultan irreconciliables, en tanto una de ellas es conservadora del régimen actual por el cual se ve beneficiada, y la otra revolucionaria respecto de ese mismo régimen, en virtud del cual ella se encuentra oprimida[4]. La burguesía no escapa a este esquema, sino que es la que ha revolucionado la sociedad feudal permitiendo que la historia se desarrolle. Ahora bien, el hecho de que la historia se despliegue de una manera transparente rozando el evolucionismo no implica que Marx elimine al conflicto de la política. Muy por el contrario, debe considerarse que lo que permite este avance en la historia es la lucha efectiva entre dos clases en pugna[5].

El diagnóstico que el pensador alemán realiza de su tiempo establece que la burguesía ha llevado a tal punto el espíritu de su época que parece haber simplificado lo máximo posible las contradicciones de clase. De esta manera, se impuso ella misma como la nueva y única clase opresora frente a un nuevo actor político. Éste aúna a todos aquellos que sólo pueden afirmarse a sí mismos a partir de la negativa, a saber, los proletarios. Esta simplificación llevada a cabo por la burguesía parece ser producto, por un lado, de una serie de revoluciones en el modo de producción y de cambio. Éstas trajeron consigo la formación de un Estado moderno cuyo accionar se basó en la administración de los negocios privados y comunes a la clase burguesa. Por otro lado, y como corolario de esto último, aquella simplificación es asimismo producto de un desdibujamiento de lo estrictamente político en pos de lo económico. Allí donde la administración familiar pasa a ser el paradigma de la administración estatal[6], el mercado se constituye como el paradigma de lo político, y lo público pasa a ser administrado como un problema privado más[7].

Este diagnóstico no se restringe a un cierto país o a una región determinada, sino que la pretensión de la clase burguesa es transformar y crear un nuevo mundo “a su imagen y semejanza” (Marx y Engels, 2015, p. 121). Lo que buscan es establecer un intercambio universal de producción tanto material como intelectual[8], de modo tal que las condiciones materiales sólo permitan la existencia del modo burgués de producción y de vida. De esta manera, es posible concentrar la propiedad en manos de unos pocos y centralizar lo político al máximo. Así, los gobiernos, las leyes, las doctrinas y los intereses apuntan al mismo lugar[9], allanando el camino a cualquier tipo de intercambio que pudiera beneficiar a los burgueses de cualquier rincón del mundo.

Ahora bien, a pesar de que la burguesía haya sido revolucionaria respecto del modo de producción feudal, no constituye una clase verdaderamente revolucionaria ya que sigue descansando en el antagonismo opresores-oprimidos. Es por este motivo que tanto ella como todas las clases dominantes de épocas pretéritas están destinadas a desaparecer (Marx y Engels, 2015, pp. 125-127). Inevitablemente en algún momento de su historia, cada clase dominante se ha visto a sí misma ante la imposibilidad de imponerle a la clase oprimida las condiciones de existencia de su clase. En algún punto, la clase opresora se torna incapaz de continuar su dominio debido a que no puede asegurar la existencia de aquel a quien oprime, por lo que se ve obligado a mantenerlo.

Ello sucede justamente porque las bases de la sociedad están enraizadas en el antagonismo aludido: la clase burguesa debe llevarlo hasta las últimas consecuencias para no socavar sus propios fundamentos. De lo que no se ha percatado, señala Marx, es que las últimas consecuencias de este antagonismo conllevan su destrucción. Es preciso comprender que la existencia de la clase burguesa resulta incompatible con la de la sociedad si se torna incapaz de acrecentar el capital gracias al trabajo asalariado que descansa en la competencia de los obreros entre sí[10]. El problema de esta situación radica en que el trabajo de la industria ha permitido no la disgregación y la competencia entre los obreros, sino su unión. La existencia misma de los proletarios, en tanto hermanados gracias a las condiciones físicas e intelectuales que la propia burguesía ha creado, amenaza la continuidad del sistema capitalista y la clase burguesa, sostiene Marx, ya no puede hacer nada al respecto.

Los proletarios deben abandonar su definición a partir de una instancia negativa para reconocer, en su unión, una identidad de índole positiva. Dicho de otro modo, es preciso que se constituyan positivamente como movimiento proletario y no simplemente como no-burgueses. Tal movimiento, según el filósofo alemán, deberá formarse como clase verdaderamente revolucionaria. En este sentido, los proletarios no podrán afirmarse como clase a partir de la búsqueda de un pasado remoto (dorado, congelado, hallable mediante un estudio erudito). Por el contrario, su formación resulta de una ruptura con el continuum histórico[11]. Ésta implica la posibilidad de pensar las relaciones sociales por fuera del antagonismo opresores-oprimidos, otorgando de este modo una significación por completo distinta a la historia.

La tarea primordial del comunismo de la época es, entonces, lograr la afirmación del proletariado como clase revolucionaria que provoque efectivamente aquella ruptura. En particular, el partido comunista es un partido proletario que se distingue por ser internacionalista y por representar de manera cabal los intereses del movimiento proletario en su conjunto. Comprendido de este modo, el comunista tiene ventaja tanto a nivel práctico como teórico respecto del resto de los partidos proletarios. A nivel práctico porque es el único capaz de aunar a los obreros de todos los países y de impulsar la lucha conjunta contra el sistema capitalista y, a nivel teórico, debido a que comprende las condiciones del movimiento proletario y la marcha de la historia.

Ante todo, el objetivo del partido comunista debe centrarse en la abolición de la propiedad privada. Ésta, aclara el filósofo alemán, no es “la propiedad personalmente adquirida, fruto del trabajo propio” (Marx y Engels, 2015, p. 129) debido a que tal propiedad ya ha sido abolida por la industria. La división del trabajo y la producción a gran escala han eliminado toda posibilidad de existencia de una propiedad que resulte fruto de un esfuerzo personal. Es por ese motivo que Marx afirma que “lo que queremos suprimir es el carácter miserable de esa apropiación, que hace que el obrero no viva sino para acrecentar el capital y tan sólo en la medida en que el interés de la clase dominante exige que viva” (Marx y Engels, 2015, p. 130). La idea que debe impulsar el accionar del partido comunista y del movimiento proletario en general es la desaparición de las diferencias de clase ya que sólo de este modo logrará suprimir las relaciones burguesas de producción, la violencia organizada del poder político y la opresión entre clases antagónicas[12].

II

Luego de abordar sucintamente algunas problemáticas propias del Manifiesto, intentaré centrarme en su posible relación con las formas artísticas que nos proporciona el teatro: la comedia y la tragedia. Sostendré que, en esta relación filosófico-teatral-política, puede pensarse a lo trágico y a lo cómico como formas de concebir el conflicto entre los polos antagónicos de la lucha de clases. Para lograrlo, consideraré a continuación la obra Hamlet de Shakespeare como ejemplar.

En las obras teatrales shakespearianas podemos encontrar cómo se pone en escena la convivencia y la lucha entre un mundo feudal y uno burgués. Nunca es vano recordar, siguiendo a Foucault, que a partir del Renacimiento comienza una teatralización de la política, en la cual el teatro se transforma en una manifestación del Estado y del soberano; y, a su vez, aparece un teatro político cuyo reverso es el funcionamiento del teatro literario como el lugar privilegiado de la representación política (Foucault, 2006, pp. 293-326).

Si se considera el caso particular de Shakespeare, podrá hallarse que fue un caso paradigmático en este aspecto marcado por el filósofo francés debido a las numerosas resonancias políticas solapadas que reinan en sus escritos, a pesar de que la censura isabelina impidiera que las obras teatrales hicieran referencias explícitas a la coyuntura de época (McLeish y Unwin, 2014, pp. 15-16). Tal y como sostiene Fernández, “se presenta como un eco de ciertos rasgos heredados del pensamiento medieval y, al mismo tiempo, como testigo inevitable de su decadencia” (Fernández, 2010, p. 97). En la cosmovisión cristiano-feudal pueden hallarse la exaltación de determinados valores como el honor y el heroísmo, la obediencia y la resignación[13] que parecen encarnarse en los personajes trágicos de Hamlet. En todos ellos aparece como marca indeleble un pasado que los atormenta y la fatalidad de un destino palpable: la terrible carga y el constante miedo de Claudio (III, 1), el temor y las inútiles acciones y ardides de Laertes y Polonio (I, 3), la pura entrega de Ofelia a los desmanes de Hamlet.

En este cerrado cosmos, los personajes lidian con fuerzas hostiles haciendo uso de gestos malevolentes o heroicos, pero siempre atravesados por la misma lógica trágica, en tanto su participación en el mundo siempre se encuentra mediada por un plan del destino. Los órdenes previos al capitalismo, dicho de otro modo, se situaban en un mundo en el que no se podía ni se pretendía saberlo todo: ya fuera en el orden político, ya en el orden de lo divino, había cuestiones que eran incognoscibles para el mundo humano. Esta incognoscibilidad era, si es lícito expresarse de esta manera, la condición de posibilidad de un mundo trágico: “el personaje trágico es destruido por fuerzas que no pueden ser entendidas del todo ni derrotadas por la prudencia racional” (Steiner, 2012, p. 22).

Ahora bien, en la Inglaterra de la época isabelina se observa un doble proceso en el que, por un lado, se abandona paulatinamente una estabilidad social, política y estética ligada a la fe, aunque conservando todavía estructuras medioevales; y, por otro lado, nuevas tendencias humanistas y renacentistas que colocan al hombre en el centro del mundo, desestabilizando aquellas estructuras y dando protagonismo al campo de acción humano (Margarit, 2013, pp. 25-33). En el preciso momento en el que los hombres pueden evitar la catástrofe –sea porque pudieron comprender qué es lo que sucede o porque lograron medir sus propias posibilidades de triunfo, el mundo deja de ser trágico y se abre la puerta al racionalismo. En un mundo donde todo es o pretende ser cognoscible y cuantificado, los personajes que se asumen como actores políticos ya no son trágicos sino, más bien, anti-trágicos.

Es en esta tensión en la que situamos la obra Hamlet[14], en tanto se halla en el seno de la misma dos formas diferenciables de concebir la historia y la vida de los hombres. Dos son los personajes que se ocuparán de inaugurar esta nueva etapa. El futuro monarca Fortimbrás, proviniendo de un país extranjero, parece ser el único capaz de realizar esta apertura al ser ajeno al círculo de violencia que invade la obra. Pero antes de que ello suceda, es preciso dar un cierre a los terribles acontecimientos de los que Dinamarca fue testigo. Esta emergencia es mostrada por Shakespeare en la reveladora urgencia que muestra el personaje de Horacio hacia el final de la obra, en donde todos los personajes trágicos han muerto. Allí ruega a Fortimbrás y a los embajadores permitirle “decir al mundo que aún lo ignora cómo es que sucedió todo esto […] pero que se haga aquello de prisa, aunque las mentes se encuentren aún indómitas, así no hay más desgracias por intrigas o equívocos” (Hamlet, V, 2). Es preciso relatar lo sucedido y hacerlo rápido, sostiene Horacio. Pero, ¿cuál es el motivo de esta repentina urgencia? El origen de esta nueva época racional, científica y positiva, se asentaba en un origen violento, plagado de muertes trágicas y vertiginosas apariciones. Vale aclarar que el problema no es la violencia en sí misma, sino el hecho de que desde las grietas abiertas por ella puedan fundarse interpretaciones diversas de lo sucedido. Interpretaciones que podrían ser llevadas a cabo por sujetos que aún encarnen aquello que Horacio contempla como su pasado inmediato: el mundo trágico.

Es preciso, entonces, relatar los acontecimientos de una manera específica que dé un sentido a lo sucedido y que impida interpretaciones diversas. Sólo estableciendo una historia oficial que explique lo sucedido es que puede legitimarse un nuevo régimen diferenciable del anterior. Sin tal relato, el nuevo reino de Fortimbrás podría quedar entrampado en la lógica trágica de violencias y venganzas por ser susceptible de interpretaciones diversas (Rinesi, 2011, pp. 80-81). Es este gesto de Horacio el que nos indica la apertura a una época nueva, probablemente más racional y calculadora como el propio personaje. Se hace imperioso abandonar las estructuras medioevales para inaugurar un Estado con caracteres modernos, de forma análoga a la que Marx indica en torno a la relación de la burguesía con el mundo feudal.

Es preciso recordar, a los fines de la presente lectura, que la obra shakespeariana nos sirve en esta instancia de espejo de la realidad. Como tal, permite estilizarla gracias a la distancia y la perspectiva. Es por ello que es posible afirmar que la burguesía que fue descripta más arriba puede ser comprendida a partir de la tensión que encontramos en Hamlet. Esta clase pretende, por un lado, perpetuar la violencia que permite la continuidad de las desigualdades de clase mediante la dominación y la opresión, ahora legitimadas bajo la forma del Estado moderno. Pero, por el otro, busca romper con el mundo trágico, para comprenderlo por completo. Ello sólo será posible en tanto establezca un relato único que dé sentido a su pasado y a su futuro, seleccionando los acontecimientos que merecen ser relatados y el modo en que serán transmitidos[15]. De esta manera, se asegura la continuidad en las formas violentas de dominación, escondiendo el carácter violento de la apropiación para convertirlas en procesos comprensibles racionalmente. Sentado sobre esta base, su continuidad en la dominación no resulta más que una consecuencia directa e inevitable de los acontecimientos pasados, lo cual lleva a pensar a los habitantes de la época que es lo mejor que pudo haber sucedido[16].

El proletariado, ante esta situación, no puede sino afirmarse como la clase verdaderamente revolucionaria. Mientras que “en la sociedad burguesa el pasado domina sobre el presente; en la sociedad comunista es el presente el que domina sobre el pasado” (Marx y Engels, 2015, p. 130). La comedia muestra un mundo en el que los castigos divinos no pueden tener lugar ya que los hombres triunfan sobre los dioses y lo joven derrota a lo antiguo (Rinesi, 2009, pp. 47-54, pp. 102-105). En este sentido, la comedia abandona el rasgo pedagógico de la tragedia que muestra qué es aquello que sucederá si no se cumple con un determinado mandato, para mostrarse irreverente ante lo impuesto. Los proletarios, en tanto clase verdaderamente revolucionaria a la que le ha sido arrebatado absolutamente todo, no tiene otra arma que el enfrentamiento de espíritu cómico o, dicho en otras palabras, humano, insensible y social (Bergson, 1947, pp. 12-16). Lo cómico es específicamente humano: nunca un paisaje o un animal es, por sí mismo, cómico. Excepto que la mano del hombre haya intervenido adrede o casualmente, ningún elemento de la naturaleza lleva, de suyo, comicidad. Asimismo, es insensible ya que debe resultar indiferente a cualquier tipo de emoción concreta que lleve a reflexionar acerca de las posibles consecuencias de la risa. Si aquello que pretende ser cómico inspira piedad o afecto, jamás podrá llevar a la carcajada. Por último, lo cómico es social ya que no podría ser comprendido en un completo aislamiento. Es necesario que exista, de hecho, una complicidad con otros rientes, sean reales o imaginarios. Lo cómico posee un cierto “eco” que, no obstante, nunca puede ser infinito porque siempre se restringirá a un determinado grupo y a sus exigencias específicas.

Es preciso recordar la cita con la que había comenzado este escrito: “el fundamento contradictorio de la concepción humana del mundo externo, esa contradicción inmanente que hay en la estructura del reflejo del mundo externo por la consciencia humana se manifiesta en todas las concepciones teóricas de la reproducción artística de la realidad” (Lukács, 1977, pp. 192-193). Aquello que Bergson caracteriza como tan propio de lo cómico no se restringe a puestas en escena o exposiciones[17], sino que se refiere, asimismo, a una realidad concreta reproducible artísticamente. Considérese, como ejemplo, el caso de los bufones: ellos eran quienes tenían el permiso real de decir la verdad sin ser castigados, y es precisamente este rol el que cumplían tanto en la Corte Inglesa como en el teatro que la personificaba (Haikka, 2005, pp. 9-10). Es decir, no representaban únicamente los vicios propios del género humano ante un público, sino que asimismo encarnaban la verdad relativa a las injusticias y a la hipocresía de la corte y de su tiempo en general, atreviéndose a contarla y presentarla ante la mismísima realeza (Wiley, 2006, p. 6). El eco cómico del foole permite, tal y como sostiene Erasmo en relación a la locura que los constituye, que se trastornen por completo todas las cosas profanas y sagradas (Erasmo, 2013, pp. 15-16)[18].

Siguiendo esta caracterización de lo cómico, puede encontrarse tal carácter en el Manifiesto: la revolución que debe llevar a cabo el proletariado debe trastocar por completo el mundo conocido. Las características de la risa pueden emparentarse, a su vez, con el accionar del movimiento proletario. Éste debe ser humano porque es la única clase capaz de universalizar los intereses y los objetivos de todos los oprimidos. Además, es preciso que sea insensible ya que debe destruir sin miramientos el sistema capitalista con todo lo que él conlleva[19]. Por último, debe ser social, en el sentido de que es sólo una parte del conjunto de los hombres –el  proletariado– la que puede llevar a cabo tal revolución[20]. La humanidad, afirma Marx, debe desprenderse alegremente de su pasado y la última fase de la historia universal no puede ser sino su comedia (Marx, 2015ª, pp. 95-96). Ahora bien, si algo enseñan las comedias shakesperianas es que, así como triunfan algunos (los jóvenes, lo nuevo, los hombres), del mismo modo otros pierden (los viejos, lo antiguo, los dioses). Y esto se debe a que “ningún orden político puede regalarnos por fin el paraíso, […] ningún orden político ‘cierra’ jamás” (Rinesi, 2009, p. 115). Por más diáfano que aparente ser el Manifiesto, no encontramos una armonía final entre los intereses de ambas clases sociales, sino una manifiesta irresolubilidad del conflicto político, lo cual parece haber quedado probado apenas unos meses más tarde de la publicación del texto, cuando la fuerza de los acontecimientos llevó al derrotero de la historia al lugar contrario: al patetismo de lo farsesco[21].

Reflexiones finales

La redacción de este ensayo comenzó con tres hipótesis diferenciables pero complementarias:

En relación al primer punto, puede establecerse que en virtud de la disolución del mundo feudal y la progresiva secularización que comienza a darse en las diversas esferas humanas (social, política, estética, etc.), la práctica del teatro puede crear nuevas conexiones en el Renacimiento, sobre todo en lo concerniente a los grandes asuntos del Estado (Williams, 2014, p. 43). Es este vínculo entre política y teatro el que intenté realzar mediante la relectura de las clases antagónicas retratadas en el Manifiesto a partir de las caras del teatro. El trágico mundo medioeval tuvo su respuesta por parte de la novedosa clase burguesa, que pasó a constituirse como forma particularmente anti-trágica (racional, científica, positiva). Esta respuesta que busca borrar la historia previa para forjar un mundo a su imagen y semejanza, reproduce solapadamente las formas violentas de la explotación del hombre por el hombre.

Marx pretende, en contraposición a tal respuesta, abandonar el vicioso círculo en el que se hallan los hombres. Es preciso, por ello, que el proletariado se constituya como clase verdaderamente revolucionaria. Es en este punto donde pueden hallarse interesantes encuentros entre el género teatral cómico y este gesto revolucionario, lo que lleva a afirmar la segunda hipótesis. La comedia se encuentra signada por expresiones indiscutiblemente humanas, insensibles y sociales, lo cual permite pensarla como un género particularmente contestatario y de resistencia.

La última hipótesis solo puede afirmarse en consonancia con las otras dos, ya que es en virtud de ellas que puede establecerse semejante vínculo entre el teatro de Shakespeare y los escritos políticos de Marx, con sus geografías y contextos socio-políticos particulares. Dicho en otras palabras, si es cierto que la tríada filosofía-política-teatro nos permite comprender el conflicto y los antagonismos propios de la vida de los hombres y si, además, es verosímil que esta tríada abre las puertas a pensar en formas de resistencia, es del mismo modo plausible considerar a Marx y a Shakespeare como dos escritores que asumieron al conflicto como un punto inaugural de prácticas políticas y literarias. Tal vez esta asociación arroje una clave para repensar la actualidad recuperando lo humano, insensible y social de la comedia, entendiéndola como una forma contestataria frente a aquellas promesas de cambio plagadas de alegrías farsescas y repetidoras.

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[1] Fecha de recepción: 01/05/2017. Fecha de aceptación: 19/06/2017.

[2] Universidad Nacional de Rosario. Lic. en Filosofía (UNR). Adscripta de las cátedras de Problemática Política en la carrera de Filosofía (FHumyAr, UNR) y de Teoría Política I en la carrera de Ciencia Política (FCPolit, UNR). Miembro graduado asociado al PID “Hacia una construcción del espacio público de la memoria desde una perspectiva benjaminiana: topografías de la violencia y del recuerdo". cecilia.mcd@gmail.com

[3] Esta potencialidad ha sido abordada por muchos estudiosos. Si el lector deseara ahondar en esta cuestión puede abordar La obra de teatro fuera de contexto, sobre todo los artículos de Scolnicov (en el que se analiza no solo ciertos efectos de las obras teatrales en el público sino que además aborda la temática del teatro como memoria colectiva) y Habicht (en donde encontramos a las obras shakespeareanas como formas de resistencia en el contexto del Tercer Reich); Elogio del teatro de Badiou, donde el autor postula una relación entre política y teatro como una evidencia; Política y tragedia (donde encontramos una problematización del Hamlet de Shakespeare en el intersticio de una discusión entre Maquiavelo y Hobbes) y Las máscaras de Jano (un abordaje de El Mercader de Venecia como comedia ejemplar y eminentemente política) de Rinesi; Tragedia moderna de Williams, donde se recupera el rol de las tragedias para interpelar nuestra propia actualidad. Las referencias podrían seguir interminablemente.

[4] “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases” (Marx y Engels, 2015, p. 117).

[5] “Toda lucha de clases es una lucha política” (Marx y Engels, 2015, p. 125).

[6] “La burguesía ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, y las ha reducido a simples relaciones de dinero” (Marx y Engels, 2015, p. 119).

[7] “El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Marx y Engels, 2015, p. 119).

[8] “En lugar del antiguo aislamiento y la amargura de las regiones y naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y eso se refiere a la producción material tanto como a la intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas” (Marx y Engels, 2015, p. 120).

[9] “[La burguesía] ha aglomerado la población, centralizando los medios de producción y concentrado la propiedad en manos de unos pocos. La consecuencia obligada de ello ha sido la centralización política. Las provincias independientes, ligadas entre sí casi únicamente por lazos federales, con intereses, leyes, gobiernos y tarifas aduaneras diferentes, han sido consolidadas en una sola nación, bajo un solo gobierno, una sola ley, un solo interés nacional de clase y una sola línea aduanera” (Marx y Engels, 2015, p. 121, el subrayado es del autor).

[10] “La sociedad ya no puede vivir bajo su dominación; lo que equivale a decir que la existencia de la burguesía es, en lo sucesivo, incompatible con la de la sociedad” (Marx y Engels, 2015, p. 127).

[11] No creo que esto quiera decir que el proletariado sea una clase a-histórica o carente de historia. Como ya se afirmó más arriba, la lucha entre opresores y oprimidos ha existido siempre. El problema, como sostiene Benjamin, es que la historia (de los vencedores) siempre se ha nutrido de una imagen de progreso incesante y sin límites de la humanidad, configurando los acontecimientos en términos causales. Esta concepción de la historia ha tenido como resultado la configuración de un tiempo homogéneo y vacío del que se han servido los vencedores para configurar racionalmente el presente. La respuesta a este historicismo por parte de la clase verdaderamente revolucionaria debe ser la reapropiación del pasado oprimido, ya que sólo de esta manera puede evitar convertirse en un instrumento de la clase dominante. Es preciso remarcar que el interés aquí no es una nueva elaboración sistemática de la historia como patrimonio o documento científico, sino más bien la inauguración de una nueva forma de concebir la historia. Es precisa, entonces, una resignificación de la historia que haga saltar el continuum del tiempo articulando históricamente el pasado (Benjamin, 2007).

[12] “Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía” (Marx y Engels, 2015, p. 128).

[13] Sigo a Romero en la presente caracterización del pensamiento feudal (Romero, 1961; 1996).

[14] Pensaré aquí a la obra Hamlet tal y como sugiere Scolnicov, es decir, como una forma de espejo de la realidad pero, al mismo tiempo, como una forma de memoria colectiva. Tal y como sostiene la autora, esa concepción del teatro como espejo es típicamente renacentista (aunque pueda hallarse sus orígenes en Cicerón) y permite comprender a la obra teatral como un reflejo de la vida humana que no se limita simplemente a mostrarla tal cual es, sino que permite, gracias a la distancia de la perspectiva, una acentuación de rasgos éticos y sociales. Sin embargo, esta acentuación no necesariamente se restringe a un momento histórico o un espacio geográfico específicos, provocando que la obra se convierta en una estructura elástica y flexible que habla al espectador tanto de la contemporaneidad del dramaturgo como de la propia. Comprendida la obra de este modo, se convierte en una forma de memoria colectiva que aúna la actualidad geográfica, social y política de los espectadores con la del dramaturgo y sus contemporáneos (Scolnicov, 1991, pp. 126-127).

[15] “Se forja un mundo a su imagen y semejanza” (Marx y Engels, 2015, p. 121). Benjamin nos advierte que “la verdadera imagen del pasado pasa súbitamente. […] Puesto que es una imagen irrevocable del pasado, que corre el riesgo de desvanecerse para cada presente que no se reconozca en ella” (Benjamin, 2007, p. 67). Es por este motivo que “sólo tiene derecho a encender el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos están a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer” (Benjamin, 2007, p. 68, el subrayado es del autor). Por último podemos agregar que “la historia es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío, sino el ‘tiempo actual’, que es pleno” (Benjamin, 2007, p. 73). Los hechos, como bien explica Benjamin, no son históricos por ser causa de algo, sino que asumen tal causalidad histórica en tanto un sujeto (colectivo o individual) considera que ése, entre muchos, es el que le sirve para explicar su presente. Es de esta manera como puede estructurarse el continuum de la historia. Este es el gesto que puede encontrarse en el personaje Horacio, quien está pronto a realizar un relato que dé un sentido específico a lo sucedido, estableciendo una cierta causalidad que legitime el orden por venir.

[16] Aquí resulta indiferente si a la fórmula referente al “mejor de los mundos posibles” corresponde a un optimismo leibniziano o a un pesimismo schopenhaueriano. La cuestión es que hay un sentido, existe algo que nos permite comprender al mundo ya sea de la mejor o de la peor manera. En este sentido, en tanto se esté afirmando una comprensión del mundo, el apartamiento de una visión trágica del mundo se torna evidente debido a que los filósofos trágicos (o ‘terroristas’ como prefiere llamarlos Rosset) no tienen una ‘visión del mundo’, sino que son incapaces de ver el mundo ya que éste no ha sido constituido de una vez y para siempre. No hay, no puede haber, orden (Rosset, 2013, pp. 18-24).

[17] Y no puede restringirse ya que “la comedia es un juego, un juego que imita la vida” (Bergson, 1947, p. 58, el subrayado me pertenece).

[18] Aquí consideramos como ejemplar a los bufones por ser característicos tanto del mundo político como del ámbito teatral. No obstante, en esta misma dirección puede pensarse a la figura del carnaval que ha sido tematizada ampliamente por Bajtín. El carnaval tiene la potencialidad de trastocar las jerarquías, es característicamente popular, inaugura la relativización del estado de cosas y erradica al miedo como motivo de acción (Bajtín, 1991).

[19] El proletariado, sostiene Marx, debe derrocar “por la violencia todo el orden social existente” (Marx y Engels, 2015, p. 147).

[20] O, en terminología bergsoniana, su accionar tiene un eco, pero éste no puede ser infinito.

[21] La farsa comporta en la obra de Marx caracteres muy propios. La problemática que ella acarrea se encuentra tematizada con más profundidad en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Si bien un abordaje de esta obra aportaría enormemente al estudio que aquí realizo, excedería con mucho las intenciones presentes.