Crítica y Resistencias. Revista de conflictos sociales latinoamericanos

N° 4. Año 2017. ISSN: 2525-0841. Págs. 184-200

http://criticayresistencias.comunis.com.ar

Edita: Colectivo de Investigación El Llano en Llamas

Políticas socio-laborales y lógicas de intervención estatal en Argentina. El caso del Programa Ingreso Social con Trabajo[1]

Socio-labor and logical policies of state intervention in Argentina. The case of the Social Income with Work Program

Alvaro Martos[2]

Resumen

A partir de 2003 se observa en Argentina una serie de cambios en las lógicas de intervención estatal sobre la cuestión social que se traducen en nuevas políticas socio-laborales. El caso del Programa Ingreso Social con Trabajo-Argentina Trabaja da cuenta de estas mudanzas, donde más allá de su novedad, mantiene aspectos que lo asemejan a sus antecedentes en los años 90. Las tensiones y contradicciones en la implementación de esta política reflejan las dificultades para conciliar los imperativos de la reproducción del capital y los procesos de exclusión social. Frente a este escenario el Estado pone en marcha un ordenamiento de política pública basado en la recuperación del trabajo como eje articulador de la asistencia social, una estructura institucional fortalecida, con mayor capacidad de penetración territorial y un nuevo esquema de relaciones Nación-Municipio-organizaciones populares. La puesta en marcha del programa y su operación genera un conjunto de contradicciones entre el cooperativismo y las jerarquías, la lógica de derechos y la focalización y la sostenibilidad, la autonomía y la dependencia.

Palabras Clave: Política socio-laboral, cooperativas, economía social, cambio organizacional.

Abstract

Since 2003, multiple changes in the logic of state intervention on the social question can be observed in Argentina, which display new socio-labor policies. The case of the Programa Ingreso Social con Trabajo-Argentina Trabaja reports on these changes that, beyond their novelty, maintain certain aspects that resemble their background in the 1990s. The tensions and contradictions in the implementation of this policy reflect the difficulties in reconciling the imperatives of the reproduction of capital and the processes of social exclusion. Faced with this scenario, the State implements a policy of public policy based on the recovery of work as an articulating axis of social assistance, a strengthened institutional structure with greater capacity for territorial penetration and a new scheme of relations between nation-municipality and civil society organizations. The implementation of the program and its operation generates a set of contradictions between cooperativism and hierarchies, the logic of rights and targeting, and sustainability, autonomy and dependence.

Key word: Social policy and labor policy; cooperatives; social economy; organizational change,

Introducción

A lo largo de la última década y media, América Latina se ha visto envuelta en profundos cambios sociales y políticos, vinculados a la expansión económica y al surgimiento de un conjunto de gobiernos, que bajo distintas denominaciones (de centro-izquierda, progresistas, populistas, neodesarrollistas, etc.) han encarado una serie de transformaciones en las instituciones del Estado. Uno de los ámbitos en los cuáles es posible observar este tipo de variaciones es en el de las políticas socio-laborales, entendidas como el “conjunto de intervenciones y regulaciones políticas que desbordan aquellas que estrictamente corresponden a la política laboral, pero que tienen por objeto el trabajo” (Grassi, 2012, p. 186). Dentro de este abanico se inscriben una variedad de programas[3] que tienen en común la promoción de formas colectivas de organización del trabajo, la realización de obras y proyectos con impacto en las comunidades locales, una orientación hacia la economía social, solidaria y cooperativa y esquemas de focalización en poblaciones vulnerables, combinado con una importante extensión en el número de beneficiarios/as.

En Argentina, los gobiernos kirchneristas (2003-2015), llevaron adelante una re-organización de la política social mediante el establecimiento de dos ejes de intervención: familia y trabajo. Bajo este nuevo ordenamiento, y en torno a la marca “Argentina Trabaja”, el Ministerio de Desarrollo Social (MDS) implementó un conjunto de políticas orientadas a la inclusión social a través de la combinación de asistencia, generación de empleos y capacitaciones laborales en el ámbito de la economía social. La política más importante dentro de este último eje y objeto de análisis de este artículo es el Programa Ingreso Social con Trabajo-Argentina Trabaja (PRIST).

Esta política socio-laboral apunta a la creación de empleo, capacitación y promoción de la organización colectiva de los sectores más vulnerables de la sociedad. Funciona a través de la conformación de cooperativas de trabajo orientadas a la ejecución de obras públicas, con el objetivo de generar ingresos para las familias y mejorar las condiciones sociales en los barrios más postergados (Ministerio de Desarrollo Social, 2014).

Sin embargo, a pesar de su auto-proclamada originalidad y distanciamiento de las políticas sociales del neoliberalismo, el programa conserva ciertas lógicas de abordaje a la cuestión social que permiten trazar líneas de continuidad con políticas del antiguo modelo. Este artículo busca hacer un balance crítico del PRIST, tomándolo como parte de una configuración de política estatal que excede su particularidad y permite observar el accionar del Estado en procesos sociales más amplios.

A fin de desentrañar dichas configuraciones abordamos el PRIST en tres momentos. En el primero, nos enfocamos en sus antecedentes, a partir de la reconstrucción del contexto previo en el largo y mediano plazo en los planos económico, social e institucional. En un segundo momento, nos centramos en el análisis normativo del PRIST, abordando sus modos de ejecución y desentrañando las lógicas de intervención del Estado en torno a la asistencia social. En un tercer momento, analizamos las tensiones y contradicciones que recorren el programa a la hora de la implementación y las dificultades y contra-tiempos en su funcionamiento. Finalmente, a modo de cierre, sintetizamos los momentos del análisis de la política socio-laboral, indicando sus principales cambios y continuidades en los últimos 15 años.

Trabajo y trabajadoras/es en la Argentina pos-neoliberal

La principal problemática que apunta a solucionar el PRIST es la inserción al mercado laboral de un subconjunto de la población económicamente activa que, a pesar del crecimiento económico y la mejora en los indicadores sociales a lo largo de los primeros años del boom de las commodities, no lograron ser incluidos formalmente en el proceso de acumulación. En este sentido, el Programa nace como respuesta a una problemática de larga data que tiene antecedentes en el proceso de deterioro del mercado laboral argentino y sus efectos en las condiciones vinculadas a la percepción del ingreso en las últimas décadas (Fernández, 2012).

La re-estructuración neoliberal en la década de los '90 en el ámbito laboral se caracterizó, por un incremento de la tasa de explotación de los trabajadores y la consolidación de un mercado de trabajo precarizado que, sumado al debilitamiento de los actores sindicales clásicos, garantizó las condiciones de explotación directa y la domesticación de las luchas redistributivas por el ingreso. El carácter excluyente de este modelo se manifestó en un empeoramiento de los indicadores socio-económicos que en su punto más bajo, en octubre de 2002, mostraban tasas de pobreza e indigencia de 57,5% y 27,5% respectivamente (INDEC 2003). Estos mismos índices se revierten luego del 2003; sin embargo, en los primeros años de ese crecimiento económico, la pobreza seguía en un nivel alto y ciertamente podría haberse esperado una disminución más pronunciada. Esta ausencia se explica fundamentalmente por la conservación de los aspectos excluyentes heredados del período anterior vinculados a una “distribución del ingreso (que) evoluciona poco hacia menores desigualdades y conserva, en lo esencial, las características nacidas en la década de 1990” (Salama, 2009, p. 51).

El panorama laboral que contextualiza el surgimiento del PRIST, se caracteriza por una mejora cuantitativa (aumento de la actividad económica, las tasas de ocupación y descenso de las tasas de desempleo) combinada con un estancamiento cualitativo debido a la persistencia de la informalidad y la precariedad laboral, ambas presionando sobre la calidad del empleo. Esto trajo aparejado la consolidación de la categoría del “trabajador pobre” (cuyos ingresos no cubren la canasta familiar), frente a la figura del “desocupado pobre” que prevalecía en la crisis del 2001. De este modo, si bien la reducción de la informalidad, de 44% a 34,2% (2003-2011), fue significativa, la misma se relativiza cuando se la compara con la tasa de crecimiento de la economía en el mismo período (EDI, 2012).Esto pone en evidencia ciertos patrones persistentes de precarización laboral e informalidad como una característica del entramado de la heterogeneidad estructural de la sociedad argentina (Salvia, 2011).

Las características del mundo del trabajo están estrechamente vinculadas a las configuraciones del Estado bajo el ciclo actual y específicamente a sus lógicas de intervención sobre la cuestión social y los mercados de trabajo. En este sentido, las discusiones teóricas han apuntado a señalar las continuidades y cambios en los estilos de gestión de las políticas públicas (Gradín, 2013; 2015), el paso de sistemas de protección basados en la lógica del bienestar a una lógica de workfare con énfasis en la condicionalidad (Kasparian, 2014; Grondona, 2012; Delfino, 2009) y la contra-reforma en relación al modelo neoliberal de protección social (Danani y Hintze, 2011; Grassi, 2012). Estas discusiones dan cuenta de un debate abierto sobre la caracterización del Estado a partir del análisis de sus lógicas de intervención sobre la población, en el marco general de la reproducción del capitalismo, señalando las continuidades con el modelo neoliberal de los años ’90 y las innovaciones en el ciclo político de comienzos del siglo XXI.

Las políticas sociales en los últimos 14 años

Desde principios de los '90 se extiende y legaliza un nuevo modo de intervención del Estado en la cuestión social basado en la aplicación de “políticas activas de empleo”. Estas se caracterizaron por la creación de programas de emergencia ocupacional que contemplaban la entrega de subsidios monetarios a cambio de trabajo en proyectos de interés público o social (Svampa y Peryera, 2003). La importancia de estas políticas sociales y laborales se evidenció en la gran cantidad de proyectos que, de forma desarticulada, intentaban dar respuestas a las consecuencias de un modo de desarrollo excluyente. Estas estrategias llegaron a ser el centro de las políticas sociales que bajo el imperativo de la descentralización y eficiencia del aparato público, terminaron por delegar las responsabilidades de la implementación a los gobiernos sub-nacionales (especialmente los municipios), a las organizaciones comunitarias locales, las ONG’s y las iglesias.

Duhalde: planes y palos (2002-2003)

Luego del estallido político-social de diciembre de 2001, los gobiernos que se sucedieron enero de 2002, realizaron diversas concesiones en materia de políticas de asistencia comenzando por incrementar la cantidad de planes sociales disponibles para las provincias, municipios y organizaciones de desocupados. Una vez Duhalde en la presidencia, bajo la necesidad de reconstruir la legitimidad del Estado, comienza a implementar una estrategia de pacificación y control de la conflictividad social a través de dos herramientas principales: el lanzamiento de un programa específico de subsidios al desempleo, el Plan Jefes y Jefas de Hogares Desocupados (PJJHD); y la acentuación de los dispositivos de control. “Estas dos operaciones- la implementación de una política pública fundada en el reconocimiento del derecho de inclusión; y su contracara la represión y el control de los conflictos- constituyeron los instrumentos privilegiados para restaurar la estabilidad o equilibrio que los conflictos habían alterado” (Ciuffolini y Bermúdez, 2009, p. 3).

EL PJJHD marcó un quiebre respecto a las políticas sociales anteriores. Este programa formó parte de las llamadas “políticas del post-consenso de Washington” mediante el cual se transformaron los anteriores programas sectoriales en una suerte de únicas respuestas con cobertura en muchos casos masiva (Arcidiácono, Pautassi y Zibecchi, 2010). Uno de los principales cambios fue la rápida extensión que alcanzó al poco tiempo de su lanzamiento, llegando a abarcar a casi 2 millones de beneficiarios en menos de seis meses (Cruces, Epele, Guardia, 2008). En el plano discursivo, se rescató la importancia de las organizaciones de la sociedad civil como actores “imprescindibles” en el desarrollo de la política social, delegando a su favor cada vez más responsabilidades a través de los Consejos Consultivos considerados como garantes de la eficacia/eficiencia y transparencia del Plan.

Otro de los cambios fue la articulación, por primera vez explícita, de un discurso de derechos como elemento justificante de su creación. El plan consistía en el pago de una ayuda económica de 150 pesos argentinos[4] con el fin de garantizar el “derecho familiar de inclusión social” y estaba destinado a los jefes y jefas de hogares desocupados con hijas/os menores de 18 años a cargo, a jóvenes desocupados, a mayores de 60 años sin prestación provisional y a jefes/jefas de hogar cuyo cónyuge se encontrara en estado de gravidez.

La figura de la contraprestación obligatoria también se consideró como una de las novedades, en tanto incluía la concurrencia escolar y el control de salud de las/os hijas/os, la participación de los/as beneficiarios/as en actividades de capacitación laboral o en la educación formal, y proyectos o servicios comunitarios con dedicación horaria de entre cuatro y seis horas diarias.

La implementación del PJJHD significó un profundo viraje en la relación Estado-Sociedad en el marco de la recomposición del régimen luego de la crisis del 2001, convirtiéndose en un espacio de cristalización de los juegos de poder entre el gobierno y los distintos actores políticos, estatales y no-estales, involucrados en el campo de la política social. Uno de los momentos clave en los avatares de esta relación, se dio el 26 de Junio de 2002 en el marco de un masivo corte simultáneo en los accesos a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en reclamo por aumento en los montos de los subsidios al empleo, educación, salud y el fin de la criminalización de las organizaciones del movimiento de trabajadores desocupados. Frente a esto el gobierno respondió con una brutal represión, que dejó como saldo decenas de heridos y el asesinato de dos militantes de dichas organizaciones: Maximiliano Kosteky y Darío Santillán.

A consecuencia de estos hechos, el gobierno de Duhalde modificó su estrategia, lo que derivó en un llamado adelantando a las elecciones y la recuperación del Programa Intensivo de Trabajo (medida de generación de empleo masivo por un periodo determinado a través de la contratación directa del Estado Nacional creado en 1993). Esto profundizó la lógica de división y desactivación del movimiento de trabajadores desocupados separando a los sectores “blandos” (aquellos dispuestos a negociar y pactar) y “duros” (aquellos que encararían la vía de la confrontación con los gobiernos) (Dinerstein, 2008).

Kirchner y las políticas sociales del Bicentenario

La gestión de la cuestión social se presentó en esta etapa bajo la figura protagonista del Estado como articulador de la asistencia, la promesa de la inclusión social y la generación de trabajo como la mejor política social. Como parte de este modelo de Estado “nacional y popular” frente al Estado “ausente” del modelo neoliberal, se contraponen lógicas de gestión con abordaje integral frente a la focalización; enfoque de derechos frente a la idea de beneficiarios; fortalecimiento de los valores colectivos y comunitarios frente al individualismo; financiamiento interno frente a financiamiento vía crédito internacional, entre otras (Ministerio de Desarrollo Social, 2010).

El gobierno nacional optó por organizar y encauzar todos los programas previos en cuatro líneas (Familias, Desarrollo local y Economía Social, Seguridad Alimentaria y Recreación y Deporte Social) y luego en 2007 en dos ejes de acción: Argentina Trabaja y Familia Argentina (Ministerio de Desarrollo Social, 2010). En ambas se avanzó en la dirección descentralizadora de las anteriores gestiones, pero esta vez no a través del traspaso de responsabilidades a los ministerios y secretarías sub-nacionales, sino mediante una lógica reticular de penetración territorial, a través de una serie de iniciativas que modificarían las dinámicas de la relación Nación-Provincia-Municipio. Así, “las autoridades nacionales buscaron construir una institucionalidad social a nivel local. Se dio un fuerte impulso a estrategias orientadas a generar una mayor presencia de este ministerio a nivel territorial a través de la instalación de los 'Centros de Referencia Territorial' (CDR), de los 'Centros Integradores Comunitarios' (CIC) y de la acción de los Promotores Territoriales” (Díaz Langou et. al., 2010, p. 21).

Esto impactó en los niveles locales de gobierno y en las interfaces socio-estales mediante la apertura de un renovado abanico de programas y políticas provenientes del propio gobierno nacional que generaron formas de vinculación e inclusión de las organizaciones de base territorial a nivel local, profundizando la descentralización y transfiriendo nuevas y mayores responsabilidades a los gobiernos locales. De forma complementaria se desactivó la presión ejercida por aquellos municipios con mayor capacidad de movilización y gestión para ser incluidos en el proceso de toma de decisiones y de distribución de recursos (Natalucci, Pérez, Schuster y Gattoni, 2013).

El eje “Argentina Trabaja” fue una de las principales apuestas del gobierno en torno al lema “la mejor política social es el trabajo” y bajo este eje de intervención se encuadraron una serie de programas que tuvieron como objetivo la generación de empleo a partir del abordaje del núcleo más duro de la pobreza y desocupación, focalizándose en la población desocupada, sin calificación laboral, con bajo nivel de educación y condiciones graves de vulnerabilidad. Esta lógica “productivista” en el abordaje de la intervención social constituyó una de las principales novedades del programa.

Si anteriormente la línea que dividía las funciones y poblaciones objetivos correspondientes al MDS (asistencia y promoción social-población vulnerables) y al Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (política laboral y de promoción del empleo-población económicamente activa y desocupados) se distinguían claramente; luego del 2003 se observa un ordenamiento mixto, donde lejos de quedar nítidamente escindidos, al tener al empleo como eje central de sus políticas, habilitaron zonas grises, híbridos y mixturas entre lo económico, lo social, lo productivo y lo asistencial, el empleo y el auto-empleo, en el marco general de las políticas socio-laborales (Grassi, 2012).

El programa “Ingreso Social con Trabajo-Argentina Trabaja”

Una de las políticas sociales que cristalizó el giro productivista durante la gestión de Cristina Fernández (2007-2015) fue el Programa Ingreso Social con Trabajo-Argentina Trabaja lanzado mediante la resolución MDS 3182/2009 el 6 de agosto de 2009[5]. Las prestaciones del programa incluían una jornada laboral de 40 horas semanales destinadas a la realización de módulos de tareas destinados al desarrollo de infraestructura urbana, construcción y mejoramiento de viviendas, saneamiento y mantenimiento de espacios verdes. Estos trabajos se organizan en cooperativas compuestas por 30 socios y 4 capataces encargados de la supervisión y articulación de las actividades en cada equipo en que se subdivide la cooperativa.

A cambio las/os cooperativistas recibían un ingreso equivalente a 2600 pesos argentinos[6]. El mismo se componía de un monto básico de 1280 pesos a los que se le sumaban los incentivos por presentismo (600 pesos) y productividad (800 pesos). Esta cifra ha sido modificada vía anuncios desde la presidencia pero no cuenta con ningún tipo de mecanismo de ajuste frente a la inflación. A la fecha, el ingreso equivale a 3120 pesos argentinos[7]. A este ingreso se le sumaron otras prestaciones que incluyeron un seguro de responsabilidad civil a cargo de los municipios, seguro de vida personal y ante terceros, la inscripción como efectores sociales y el acceso al monotributo social, lo que a su vez posibilitaba un aporte jubilatorio, la percepción de la Asignación Universal por Hijo para la Protección Social y el acceso a los servicios de obras sociales.

Además de las jornadas de trabajo las/os cooperativistas recibían capacitaciones específicas e integrales mediante cursos en cooperativismo, oficios y seguridad en el trabajo y otros módulos de formación, a través de la articulación con los distintos ministerios a nivel nacional, abarcando áreas de asistencia y promoción de la salud, asistencia integral familiar, jurídica y contable, capacidades organizacionales, integración barrial y recuperación de la cultura del trabajo. En 2013, se lanzó la línea “Ellas Hacen” destinada a mujeres en situación de alta vulnerabilidad y a partir del mismo año se articuló con el programa FINES, orientado a la finalización de estudios primarios y secundarios.

La implementación del programa se realizó en diversas etapas donde progresivamente se fue ampliando la cobertura poblacional y regional. Sin embargo hubo una fuerte concentración en la provincia de Buenos Aires, la cual registraba el 80% de todas las cooperativas a nivel nacional[8]. Para el año 2016 se reportaron 205.226 beneficiarios entre los dos componentes, Argentina Trabaja (124972) y Ellas Hacen (80254) (Jefatura de Gabinete de Ministros 2016).

Tensiones y contradicciones en el “nuevo” ordenamiento de la política socio-laboral

El PRIST constituye en la actualidad uno de los programas más importantes dentro de la cartera del MDS, tanto en términos de recursos, como en cobertura de destinatarias/os. Sin embargo, esta cantidad ha ido fluctuando a lo largo de los años, llegando a su nivel máximo en 2011 (19,14%) para luego descender progresivamente hasta llegar en 2016 a un 9,81% del presupuesto total del MDS. A pesar de ello, año a año esta iniciativa va cambiando en sus modalidades de implementación a través de la incorporación de nuevas sub-líneas y su articulación con acciones de otros ministerios, dotándolo de flexibilidad y permitiendo al gobierno obtener mayores márgenes de maniobra a la hora de focalizar y atender ciertos núcleos problemáticos vinculados a la gestión de la cuestión social.

A casi ocho años de su lanzamiento, el PRIST ha cosechado múltiples apoyos y críticas, desde diversos sectores de la sociedad como sindicatos, movimientos sociales, partidos políticos, universidades y organizaciones de la sociedad civil. En el centro de las disputas se ubican aquellos elementos que aparecen como los núcleos de contradicción del programa y que no sólo atraviesan la particularidad de esta línea de intervención del Estado, sino que también afectan al abordaje general de la cuestión social por parte del Estado. Repasamos a continuación los más importantes:

Tensión cooperativismo-organización de arriba hacia abajo

El modo de intervención basado en la conformación de cooperativas como requisito para la implementación se aleja de las concepciones normativas del movimiento cooperativo que destacan el carácter autónomo, voluntario y democrático de este tipo de asociaciones (Hoop y Frega, 2012). Orientada a la compensación de la exclusión social y la contención del conflicto que ella genera o puede generar, el PRIST opera a través de la articulación de formas colectivas de trabajo que buscan disminuir el impacto del desempleo y de la precariedad laboral; sin embargo, este proceso de cooperativización que se presenta como una estrategia autogestiva, en la práctica implica en sí misma la subordinación de ciertos instrumentos de regulación de las organizaciones populares al Estado (Giaretto, 2012).

La mayoría de las cooperativas siguen un esquema vertical de conformación y funcionamiento por lo que “si bien en la misma noción de cooperativa está presente una dinámica colectivizante de participación; ésta quedó diluida en cuanto no surgieron de una voluntad política preexistente, sino que fueron creadas por la selectividad de los gobiernos locales (...) este tipo de selección redundó en la paradoja de un cooperativismo individualizante en la medida que afectó la integración de las organizaciones previas, disgregándolas a partir de un determinado criterio de distribución de recursos” (Natalucci et al., 2013, pp. 151-152). Esta lógica tuvo un especial impacto en los grupos de trabajos autogestivos pre-existentes de algunas organizaciones populares opositoras e independientes, quienes luego de haber ganado el acceso debieron re-organizar sus colectivos para adaptarse al formato cooperativo de arriba hacia abajo.

Otra de las tensiones que atraviesa el funcionamiento de las cooperativas reforzando la matriz individualista es la liquidación del ingreso a sus miembros, implementado a través del cobro por cuenta bancaria. Este monto, llamado “anticipo de excedentes”, no puede definirse ni como un salario en los términos de una contratación laboral, ni como el retiro fruto del trabajo de una cooperativa genuinamente autogestionada, por lo que en la práctica se asemeja al clásico subsidio otorgado por los planes asistenciales (Hoop y Frega, 2012). En la misma dirección, los ingresos complementarios por “productividad” y por “presentismo”, además de encubrir los aumentos del monto básico, intentan trasladar mecanismos de control e incentivos ajenos al mundo de las cooperativas, a la vez que toman como referencia valores de una “cultura del trabajo” que pone sobre el sujeto desempleado la responsabilidad por su situación, ignorando los factores coyunturales y estructurales del mercado de trabajo.

Bajo la promesa de inclusión social y de la adquisición de conocimientos y capacidades que permitan a los destinatarios del programa emplearse en el sector privado, el PRIST instrumentaliza la figura de las cooperativas como espacio de transición entre el desempleo y la incorporación al mercado de trabajo. Esto trae aparejado que el componente identitario se haga precario e inestable en tanto se es cooperativista esperando dejar de serlo en un futuro cercano. Se es cooperativista en tanto identidad construida por un ente externo a la propia colectividad de los cooperativistas (Natalucci, et. al., 2013).

Tensión derecho universal- focalización masiva

El PRIST en continuidad con las formas neoliberales de focalización, reprodujo buena parte de los criterios derivados del modelo de programas de transferencias condicionadas. En este sentido, al igual que los programas antecedentes comparte ciertas características:

Se identifican como focalizados a la vez que ponen en marcha transferencias monetarias condicionadas con significativos niveles de cobertura;

Parten del supuesto de que la reproducción de la pobreza deriva de la falta de inversión en capital humano (salud, educación, nutrición);

Concibe a las familias como núcleos centrales para romper el círculo vicioso de la pobreza;

En la medida en que efectúan transferencias en efectivo, a través de la entrega directa, se basan en el supuesto de que permiten una relación directa y “despolitizada” entre la administración central y la población focalizada;

A su vez, dichas prestaciones monetarias se supone que permiten a sus receptores ejercer su libertad de “elegir” en qué destinar los recursos, a la vez que se los condiciona al cumplimiento de ciertos compromisos asumidos con motivo del programa (Arcidiácono et. al., 2010, pp. 6-7).

Las continuidades con los enfoques anteriores, incluso aquellos heredados desde la década de los '90, ponen en cuestión la originalidad de la política en tanto responde a un patrón de gestión de la cuestión social que retoma un sistema de clasificación de la población en empleables y vulnerables[9], a lo que le suma una ampliación y masificación de los destinatarios (aspecto que ya había sido puesto en marcha en la experiencia del PJJHD, bajo el gobierno de Duhalde), tensionando los polos focal-universal, derecho-beneficio. El PRIST conservó una lógica de selección de destinatarios enfocada en los sectores más vulnerables de la sociedad, reforzando las características previas de las políticas sociales en Argentina, respecto a la población, pero también al tipo y términos de los beneficios que otorgaba. Sin embargo, el carácter masivo de su extensión lo hizo diferenciarse de la condición estrictamente focalizada de otros programas similares en el pasado, aunque no por ello se apartó de las críticas respecto a la discrecionalidad a la hora de su distribución.

Apelando a la lógica de derechos incorporó disposiciones tendientes a que los cooperativistas contaran con prestaciones sociales como obra social y aportes previsionales a partir de su registro como efectores del desarrollo local y la economía social y luego como monotributistas sociales. Esto trajo aparejado nuevas disputas respecto al carácter del sujeto de la política social: “estas disposiciones marcaron una paradoja en tanto el ministerio declaraba la intención de empoderar a los sectores beneficiarios respecto de la cultura del trabajo, del aprendizaje de oficio y la garantía de derechos sociales, pero intentaba fortalecer la entidad del cooperativista en detrimento de la entidad trabajador” (Natalucci y Paschkes Ronis, 2011, p. 354)

En este mismo sentido los derechos del trabajador cooperativista quedan entre medio de las tensiones de un sujeto que ni es un trabajador en relación de dependencia, ni uno por cuenta propia, de tal modo que “el cooperativista del plan PRIST no es propiamente un asalariado (y por lo tanto, según el derecho laboral, no puede afiliarse a un sindicato), pero con excepción de la seguridad y la estabilidad en el empleo y del monto de sus ingresos, goza de los demás derechos y beneficios de los trabajadores” (Neffa, Brown y López, 2012, p. 100).

Tensión sostenibilidad-autonomía-dependencia

Otra tensión fundamental que atraviesa el Programa tiene que ver con las dificultades que conlleva la dependencia de recursos materiales y financieros del Estado. Así, a pesar de la intención del gobierno de que las cooperativas sean autónomas, “las perspectivas de continuidad de las fuentes de trabajo creadas a partir del programa y las posibilidades de las organizaciones para dinamizar sus propios proyectos productivos, en el marco de una economía regulada por las exigencias de competitividad del mercado, ponen en riesgo la viabilidad de este tipo de experiencias en el largo plazo” (Hoop y Frega, 2012, p. 80).

El Programa tiende a reproducir trayectorias laborales precarias y sin una inserción en el mercado formal de trabajo, en tanto la mayoría de sus beneficiarios/as fueron absorbidos de otros programas similares como el PRIS, Plan Ahí-en el lugar, Plan Manos a la Obra (PMO) y Programa Agua+Trabajo, todos ellos de nivel nacional y con características similares, a los que se suman los beneficiarios de los diversos programas de empleo municipal donde, por lo general, continúan efectuando las mismas tareas bajo otra estructura de financiamiento (Díaz Langou et. al., 2010).

Estas persistencias contrastaban con algunas declaraciones de la máxima autoridad del MDS, que refiriéndose a las cooperativas anunciaba que “algunas pueden seguir trabajando con el Estado, otras trabajarán de manera independiente. Buscamos que no tengan una dependencia del Estado, sino que alcance su autonomía” (Vales, 2009). Sin embargo, las dificultades para garantizar la transición al mercado laboral “no estatal”, a partir de las herramientas y capacitaciones que brinda el programa (orientadas fuertemente al desarrollo de obras de construcción y de baja complejidad), no son menores. Estas barreras se acrecientan aún más cuando se observa que en las capacitaciones se intentan apuntar al desarrollo de empresas sociales, cooperativas, autónomas e independientes del Estado, pero se combinan con “un escaso desarrollo discursivo que tematice las chances de insertar exitosamente y de forma sustentable los emprendimientos productivos organizados por estos programas” (Iucci, 2010, p. 278).

Políticas socio-laborales y lógicas de intervención estatal

En términos generales, podemos reconocer que las lógicas de intervención estatales, que se plantearon desde lo discursivo como una superación del modelo neoliberal, operaron dialécticamente, en forma de un gran cambio a través de una gran continuidad (Féliz y López, 2012). Esto se traduce en tres elementos claves en el ámbito de las políticas sociales: la recuperación del trabajo como eje articulador de la política social; las transformaciones institucionales del MDS y la escala/complejidad del PRIST; y por último, la profundización de la descentralización y con ello la re-configuración de la trama de relaciones Nación – Municipios - Organizaciones político-sociales.

Respecto al primer elemento, se observa una fuerte recomposición de algunas de las instituciones del trabajo formal asalariado luego de la crisis del 2001, pero que con el correr de los años han experimentado cierto estancamiento. A su vez, la persistencia de la precariedad laboral y dentro de ella la informalidad, dan la pauta que caracteriza la recuperación del trabajo como eje de articulación política y social del nuevo modelo. Invocando el imaginario de las sociedades de bienestar centradas en el salario y en el trabajo como modo de “inclusión social”, la apelación a la cultura del trabajo desde el gobierno y focalizada en los sectores históricamente excluidos, se articula ahora alrededor de unas condiciones de empleo donde persisten la fragilidad de las trayectorias laborales, la dependencia del financiamiento estatal y la marginalidad en el mercado de empleo.

En este sentido, la retórica alrededor de la “economía social”, las “cooperativas”, la organización “social” de los trabajadores y el “desarrollo local” como formas de garantizar el “derecho a la inclusión social” dan cuenta de un proyecto político basado en el control y dirección del conflicto y la exclusión social a través de una fuerte presencia de los actores y agencias estatales. En esta dirección, la masificación y extensión de las líneas de intervención y asistencia social apuntan a hegemonizar el tratamiento de la cuestión social en manos del Estado, recuperando el protagonismo perdido en épocas anteriores y relegando a otros actores, como las organizaciones político-sociales, que antes habían tenido mayor presencia.

Como segundo elemento podemos observar en el crecimiento del MDS una línea de continuidad que tiene su primer hito en la creación de la Secretaría de Acción Social en 1994, su transformación en Ministerio en 1999, hasta llegar a 2003 con la re-definición de sus competencias y estructura orgánica. Este proceso multiplicó su velocidad y magnitud en los últimos 10 años, a partir de la reorganización de la política social y con esto la jerarquización del MDS dentro del conjunto de ministerios. Como parte de este proceso en 2009 la creación del PRIST marcar un quiebre, pero que como antes mencionamos, reconoce elementos de políticas anteriores, entre ellas el PRIS, PMO, PJJHD y los Planes Trabajar I, II y III[10]. Esta política como paradigma del modelo de políticas del posneoliberalismo articula una serie de elementos contradictorios hacia su interior que tensionan los polos universal-focal, derecho-beneficio, autoempleo-cooperativización de arriba a abajo, etc., dando como resultado una política que refleja el carácter contradictorio del modelo de acumulación y los intentos del Estado por conciliar las condiciones estructurales de exclusión con los imperativos de reproducción del capital.

Finalmente, la profundización de la descentralización, toma en esta etapa una nueva dirección, en tanto a diferencia de la década de los '90, ahora es el Estado Nacional el que articula el territorio a nivel local a partir de la creación de una nueva institucionalidad que resuelve a favor de las instancias superiores el vínculo con la escala local. En este proceso, los municipios ven ahora fortalecida su participación en la implementación de los proyectos estatales, sin tener que responder ya a los organismos de crédito internacional, sino al Estado Nacional, que asegura la conducción política del vínculo. Además las organizaciones político-sociales asisten a esta modificación del juego de reglas adaptando sus estrategias de intervención a través de la creación de vínculos con el nivel nacional, ya sean institucionales a partir de la participación e integración en el gobierno, ya sea contenciosos a partir de la protesta, conflicto y negociación, a la vez que disputan recursos a nivel local con los municipios cada vez más fortalecidos por el Estado Nacional.

Luego de una década de profundas modificaciones, marcada en sus inicios por un importante crecimiento económico y luego por la aparición de ciertas barreras y límites en el modelo de acumulación, la cuestión social y sus manifestaciones más agudas en términos de pobreza y desempleo, siguen siendo problemas en busca de nuevas respuestas. El Estado nacional ha llevado adelante iniciativas originales y de gran impacto en los sectores más excluidos, como por ejemplo la Asignación Universal por Hijo para Protección Social. Sin embargo, las políticas en el ámbito socio-laboral, continúan reproduciendo en su lógica ciertos vicios e inercias que las asemejan a sus antecedentes durante el neoliberalismo y ponen en cuestión su auto-proclamada originalidad. El desafío de la inclusión social, genuina, con justicia y equidad, sigue pendiente.

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[1] Fecha de recepción: 20/04/2017. Fecha de aceptación: 12/06/2017.

[2] Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales Sede académica México. Flacso-México Maestro en Ciencias Sociales por la Flacso-México (2012-2014). Estudiante del Doctorado de Investigación en Ciencias Sociales en la Flacso-México (2016-Actual).

[3] Dentro de estas podemos encontrar el Programa Economía Solidária em Desenvolvimento en Brasil; las políticas de fortalecimiento organizativo y desarrollo productivo del Instituto de Economía Popular Solidaria en Ecuador; el Programa de Cooperativas Sociales en Uruguay; Misión Vuelvan Caras en Venezuela, entre otros. Para ampliar sobre este tema ver Hintze (2012).

[4] USD $50 aproximadamente.

[5] Una de las curiosidades del marco normativo es que la resolución que le da creación nunca fue publicada en el boletín oficial.

[6] USD $675 aproximadamente.

[7] USD $208 aproximadamente

[8] Según datos del MDS, en la Provincia de Buenos Aires se encuentran 4115 cooperativas activas de un total de 5796 a nivel nacional (Ministerio de Desarrollo Social, 2014).

[9] Mismo sistema clasificatorio que orientó la re-conversión del PJJHD y que ha sido duramente criticado en tanto genera estigmatización de grupos desempleados que se hallan en peores condiciones para reingresar al mercado laboral y promocionan un proceso de segmentación y diferenciación al interior del propio sector desempleado.

[10] Para una revisión de estos programas ver Cruces et. al., 2008; Díaz Langou et. al., 2010 y Arcidiácono et. al., 2014